Jorge Pastor Asuaje - Por algo habrá sido

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Canto a las pasiones y crónica extraordinaria -por lo sincera y minuciosa- es la historia de vida y muerte que se cuenta aquí. El narrador entero, en cuerpo y alma, es él y es muchos como él: una generación y pico de muchachos y chicas encendidos como la generosa luz de un fósforo, brillando contra la oscuridad de los años de plomo.

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A esa altura mi vieja ya insistía cada vez más conque “vos te tendrías que buscar algún trabajito, con una sola entrada no se puede”. Y yo entré a buscar trabajo, realmente estaba dispuesto a laburar. Alfredo y sus compañeros me habían invitado a ir de vacaciones a Mar del Plata en carpa, dos cosas que yo nunca había hecho: no conocía Mar del Plata y nunca había vivido en carpa. Para poder ir necesitaba plata y mi vieja no podía dármela, así que dependía de un trabajo. Pero no tenía suerte, a los avisos que iba por una cosa o por otra no me tomaban. Hasta que un día me avisa mi vieja que Julio me andaba buscando, el padre tenía un trabajito para nosotros. Me puse más contento que cuando aprobé el examen. ¡Tenía ganas de laburar!

Pero el laburo no era fácil, el padre de Julio había empezado a tomar trabajos de electricidad por su cuenta y le había salido hacer las instalaciones eléctricas de toda una planta avícola. A nosotros nos tocaba hacer canaletas en la pared, a martillo y cortafierro. Fueron pocos días, pero aunque el trabajo era matador, terminamos felices. Unos días después ya estaba con Pancho y con Alfredo haciendo dedo en el cruce Echeverri. Después de siete años volvería a ver el mar.

La experiencia de la carpa en Punta Mogotes fue interesante, aunque de mujeres ni hablar. La avenida Constitución, donde están todos los boliches bailables, quedaba demasiado lejos de nuestra carpa y de nuestros bolsillos. Y no teníamos cancha como para encarar mujeres en la playa o en el centro. Pero sirvió para conocer más de cerca a los compañeros de Alfredo y terminar construyendo con algunos de ellos una amistad que sería eterna.

Oficios de verano

Otro de los oficios fugaces de aquellos veranos fue la limpieza de las piletas del club Universitario. Ese trabajo lo había conseguido alguno de los Raules y fuimos a hacerlo con ellos y con Alfredo bajo la supervisión técnica del Negro Claro, un morocho simpático, bastante más grande que nosotros. Él necesitaba ayuda una vez por semana y de madrugada. Lo exótico del horario tenía una justificación muy simple: a oscuras totalmente era imposible porque no se veía nada y más tarde, con la pileta llena de gente, tampoco se podía. Había que aprovechar entonces las primeras luces del amanecer y terminar antes del mediodía. A esa altura del año, a las cinco de la mañana ya comienza a despuntar una tenue claridad violácea; por un rato el tiempo se estaciona en la indecisa frontera entre la noche y el día. Aunque hacía frío, el entusiasmo por poder ganar un poco de plata y el aspecto espectral del agua convertían el trabajo en un placer extraño, en una sensación parecida a ver amanecer sobre el mar.

Uno de esos días me encontré inesperadamente con Claudia y con Liliana, que iban a pasar el día en el club. Ese encuentro lejos de las aulas de la escuela sirvió para acrecentar una amistad que venía construyéndose desde los primeros años del colegio, a pesar de los cortocircuitos permanentes que se daban entre los varones y las mujeres. Respecto a Liliana, debo confesarlo, tenía un interés que iba más allá del simple compañerismo. Ese día, la presión de la malla negra, de una sola pieza, le marcaba unas nalgas y unos pechos generosos, promotores de un deseo febril que me preocupaba por ocultar. Pero nunca me animé a intentarlo, no sabía como hacer para acercarme a una mujer de una manera que no fuese intempestiva. Además de provocarme fantasías eróticas, Liliana me despertaba una enorme ternura. No puedo decir que estaba enamorado de ella, porque la sensualidad y la ternura corrían por carriles separados. Como mujer me atraían su cuerpo y su cara. Como compañero de escuela, en cambio, sentía por Liliana esa misma mezcla de complicidad y paternalismo que sentía por Joaquín. Éramos cómplices en la cofradía virtual que congregaba tácitamente a quienes teníamos un dolor que nos hacía sentir diferentes a los demás. Con Liliana teníamos dos coincidencias: nos faltaba un padre y nos sobraba la escasez. El padre de ella había fallecido cuando estábamos en segundo año y desde entonces, o quizás desde antes, la abundancia venía escaseando en su casa. Alguna vez la había visto llorar por un aplazo en una mesa de diciembre y me dieron ganas de besarla.

En esos jardines de Universitario, en los carnavales de ese mismo año, Julio se puso de novio con Silvia, así empezó a alejarse lentamente de nosotros, para quedarse al lado de ella hasta ahora. Hoy, más de treinta años después, forman una pareja y una familia admirable.

Son como un sapo los ojos de la india argentina

La rueda delantera patinó al frenar, el colectivo hizo unos metros más y se detuvo. Recuerdo mis mocasines de gamuza, mis medias blancas y mi vaquero negro de corderoy bajando los escalones del colectivo en una tarde de invierno, atormentada por la humedad. Tenía más pinta de guitarrista de rock and roll o de escritor existencialista que de enfermero. Sentí que acababa de poner el pié en el país de la tristeza. La lluvia había dejado una pátina de barro pegajosa embadurnando el pasillo del colectivo, los adoquines de la calle y los senderos del hospital. Las paredes transpiraban una neblina melancólica que se metía en las salas inmensas, se desparramaba por los pasillos, lagrimeaba sobre los fierros descascarados de las camas, embebía los colchones y las frazadas percudidos de mierda y orín, calaba los huesos y perforaba el alma. Todo estaba húmedo. El día era un llanto.

El hospital estaba dividido en dos partes, separadas por una calle que agonizaba en el yuyal de la pampa. De un lado estaban las mujeres y del otro los varones, como ahora. Cuando crucé la calle y entré en Melchor Romero hubiera jurado que el infierno era exactamente así: una sensación de tristeza húmeda y pegajosa envolviendo al mundo. Era como entrar a otro mundo debajo del mundo, aplastado por el miedo y por el olvido

Siempre son tristes los manicomios, pero cuando llueve y hace frío son terribles. La ciénaga humana donde los de afuera vuelcan todas sus miserias, sus traiciones y sus abandonos, sus abyecciones y sus mezquindades, se inunda de un fango implacable que enchastra la ropa de los locos y el corazón de la tarde.

Caminaban libres, mendigando un cigarrillo, una moneda o una sonrisa. Reclamaban deudas impagas de afecto y promesas de libertad incumplidas, con monosílabos que se les caían balbuceando de las bocas babeantes. No miraban con tristeza ni con rabia, sino con una especie de resignación espantosa y penetrante. Con la desesperante resignación de quien ya no tiene ninguna esperanza

Entrar ahí era empezar a transitar la región de la impotencia. La revolución socialista, la expropiación de los medios de producción, el poder popular, ¿servirían también para darle cordura a los locos y felicidad a los tristes? ¿Pasará la revolución por Romero, no quedará demasiado a trasmano en los mapas de la gran marcha de la liberación nacional?, ¿y si se olvidan o toman un camino equivocado?

Ese año yo recién estaba empezando a entender, muy precariamente, de qué se trataba el socialismo, la liberación nacional, el proletariado, la plusvalía y un montón de palabras que aparecían de repente en el lenguaje cotidiano, como diría el Negro Bossio. Pero si me hubiesen dicho que la revolución era necesaria única y exclusivamente para cambiar todo en Melchor Romero, yo lo hubiese aceptado. Yo algo conocía de la miseria y eso sólo ya me bastaba para condolerme y hacerme pensar en la necesidad de un cambio de fondo, pero Romero era algo más que la miseria. Era la miseria agravada por la soledad y la locura. El loco, aunque viva con otros mil o dos mil locos juntos, casi todo el tiempo está solo, tiene su propio mundo, al que se puede entrar usando contraseñas que muy pocos conocen, a veces nadie.

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