Jorge Pastor Asuaje - Por algo habrá sido
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En el Mundial anterior, en el 66, Inglaterra y Alemania habían llegado a la final y habían empatado 2 a 2 en los noventa minutos de un partido intensísimo. En el primer tiempo del alargue final Hurst, el goleador inglés, sacó un remate brutal que dio en el travesaño y rebotó en el piso. Antes de que un defensor alemán la sacara al corner el juez de línea ruso corrió hacia el centro de la cancha y el árbitro hizo la inconfundible seña del gol. El estadio de Wembley estalló de alegría y los alemanes de furia; juraban que la pelota no había entrado. Desconcentrados por la indignación, recibieron un gol más sobre la expiración del partido y así quedó sellada su suerte y la del torneo. Por primera vez en la historia el país de los inventores del fútbol era Campeón Mundial en un torneo organizado a su medida. Pero a los alemanes les quedó el rencor de haberse sentido despojados. Para ellos, la actitud del juez de línea soviético no había sido una cuestión de apreciación óptica, sino una estudiada maniobra geopolítica: la alianza de Churchill y Stalin se había reconstituido para derrotar a los alemanes en el campo de juego, como antes en el de batalla. El Foreing Office y el Kremlin estaban atrás de eso. El resto del mundo, a decir verdad, también veía con bastante sospecha tanta seguridad para otorgar un gol que en las sucesivas repeticiones televisivas no podía apreciarse.
Con ese afán de revancha Alemania recibió a Inglaterra y la historia prácticamente volvió a repetirse, pero con suerte inversa: heroicamente, Alemania revirtió un 2 a 0 en contra y terminó ganando 3 a 2 en los noventa, otra vez con las cabezas del “tanque” y del “bombardero”.
En Toluca nadie tuvo que preparar las valijas: Méjico porque no había necesitado hacerlas e Italia porque tenía que quedarse a jugar la semifinal con el ganador de Alemania-Inglaterra en el Azteca. Repentinamente “Gigi” Riva, el gigante sardo, y los otros “canonieri” habían despertado, propinándole una derrota a Méjico tan categórica como dolorosa. Fueron cuatro goles que hundieron las expectativas de todo un pueblo, ilusionado con la posibilidad de ser algo más que simples anfitriones de la grandeza ajena.
Semifinales
Habían pasado veinte años desde que Brasil y Uruguay se habían enfrentado en Río de Janeiro, en el estadio “mais grande do mundo”, ante una multitud de doscientos mil espectadores preparados para festejar un triunfo que nunca llegó. La hazaña uruguaya de ese día es tema para otro capítulo, pero el trauma que dejó en los brasileños no terminó de borrarse nunca. Y en el setenta todavía estaba muy fresco, a pesar de que en esos veinte años los “canarinhos” habían ganado dos campeonatos mundiales y los uruguayos, grandes a nivel de clubes, habían desaparecido de los primeros planos a nivel de selecciones. Y para refrescarlo más apareció otra vez Luís Cubillas, sorprendiendo a defensores mucho más veloces físicamente y mucho más lentos mentalmente. Desde una posición muy cerrada alcanzó a pegarle con un raro efecto a la pelota, que lentamente pasó delante del arquero Felix y se metió en la valla. La imagen mítica de Obdulio Varela, el gran responsable de aquel triunfo del 50, se agigantaba en Guadalajara.
Pero este Brasil no era el mismo del Maracaná y, sobre todo, este Uruguay no era el mismo de aquella tarde. Los cinco genios de adelante no aparecían, la defensa oriental estaba muy firme, pero atrás de ellos había un número cinco que no había brillado hasta ese momento, tenía la discreción y la simplicidad de los buenos administradores. Su función, como un jefe de suministros, como el comandante de una división de logística, era cuidar que la pelota llegara mansa y tranquila a los pies de los genios, con la mayor frecuencia posible; pero en ese momento Brasil necesitaba un mariscal de campo, un gerente general y Clodoaldo entonces se subió al puesto de mando, entró al despacho de la gerencia y con un derechazo preciso le recordó al mundo que la historia es sólo historia .
En el segundo tiempo los dioses volvieron de sus vacaciones. Rivelino derrumbó de un zurdazo mortal las ilusiones celestes y Jairzinho se encargó de sepultarlas con una repetición de sus goles a Checoslovaquia. Ese segundo tiempo, además, fue la hora del Rey, el momento de mayor esplendor de Pelé en todo su fabuloso campeonato, con dos jugadas de su sello. Un remate de primera ante un saque de Mazurkiewitz, que cualquiera que no hubiese sido Pelé hubiese mandado a las nubes, pero él la mandó al medio del arco y el arquero la embolsó, porque era Mazurkiewitz, con otro hubiese sido gol. Y esa otra jugada, la que todavía repiten los documentales, dejándola pasar por adelante del arquero y yéndola a buscar por atrás. Menos mal que no fue gol, ahí nomás le hubiesen dado la copa a Brasil y se habría terminado el torneo.
La otra semifinal, en el Azteca, también quedó en la historia, tal vez como el partido más emotivo que jamás se haya visto. Italia y Alemania tuvieron que ir al alargue para desempatar, pero lo que pasó es mejor que no lo cuente yo, es mejor leer a Diego Lucero, en la mejor nota periodístico deportiva que he leído en mi vida.
La final
La coronación de Brasil en la final contra Italia tal vez haya sido la fiesta máxima del fútbol de todos los tiempos. Porque todos la estaban esperando, porque era el triunfo del arte contra la fuerza bruta, de la habilidad contra la potencia, de la música contra el ruido.
Como sucede con las grandes fiestas en palacio, la inauguración estuvo a cargo del Rey. La jugada fue muy sencilla: Rivelino recibió un lateral por la izquierda y con toda la precisa potencia de su zurda envió un centro al medio del área italiana El defensor saltó muy alto, porque era un gran defensor, pero no llegó, no podía haber llegado nunca, la pelota estaba fuera de las alturas terrenales, estaba en el inaccesible espacio de los dioses, ese al que sólo podía llegar Pelé con su salto y con su frente. Hacía un rato que había empezado el partido y parecía que a partir de allí era sólo cuestión de contar cuantos goles más vendrían.
Pero Italia es Italia, en la tierra y en el fútbol, y nunca se la puede dar por derrotada. Un rato después Buoninsegna aprovechaba la fragilidad de los guardianes del cielo y ponía el empate. Eso irritó a los dioses. Al volver del descanso salieron decididos a castigar la insolencia de los mortales.
De los cinco colosos de la delantera sólo uno no había hecho ningún gol: Gerson, el clarividente de la zurda. Y decidieron que fuera él quien se encargara de ejecutar la sentencia. La misma pierna que había servido para colocar pases magistrales descerrajó la descarga mortal. Entre el palo izquierdo y el brazo de Albertosi, la pelota horadó el corazón de la víctima.
El resto tuvo la lujuria de un festín. Entre Gerson, Pelé y Jairzinho pusieron el tercero para recordarle a Italia que estaba muerta, y al final llegó el tiro de gracia con una bala de oro. El almanaque se había adelantado y el carnaval estaba desatado sobre el Azteca. Y en carnaval todos tienen derecho a divertirse, a abandonar momentáneamente su función social para salir a bailar a la calle. Los que hasta entonces se habían reprimido cumpliendo su abnegada tarea de funcionarios de la corona, se vistieron de gala y se sumaron a la fiesta.
El metódico Clodoaldo se desbordó en una bacanal de amagues, requiebros y gambetas, y como un viejo adelantado de la corona portuguesa, le ofreció a su rey el regalo más fastuoso que había conseguido. Y el rey, una vez más, tuvo un gesto de grandeza. Llamó al capitán de su armada, que avanzó galopando en su corcel entre las rendidas tropas itálicas, y le ofreció, inerme, la víctima del sacrificio para que tuviera el honor de degollarla. Carlos Alberto entonces descargó un derechazo infernal, para que todo su pueblo festeje. Fue como al fin de las viejas batallas indias, cuando el guerrero mostraba la cabeza del jefe vencido en una mano y la espada en la otra, para que nadie tuviera dudas de que la victoria había sido absoluta.
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