Jorge Pastor Asuaje - Por algo habrá sido
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Unos días después Uruguay debutaba con temores. El gran Pedro Virgilio Rocha, “El Verdugo”, miraba desde la tribuna, lesionado. “Si no podemos ganarle a Israel sin Rocha, ¿a qué vinimos al mundial?”, decían los uruguayos. Y ganaron, dos a cero pero extrañando demasiado a Rocha.
En esa fecha inaugural, los marroquíes le dieron un susto bárbaro a Alemania, le hicieron un gol de entrada. El mundo del fútbol estaba estupefacto, los países africanos casi no habían participado de los mundiales y Alemania era el subcampeón, ¿qué estaba pasando? Pero en el segundo tiempo las cosas volvieron a su lugar, los alemanes tenían un equipo fenomenal. Embanderados tras la calva mítica del “Tanque” Uwe Seeler, miles de hinchas habían cruzado el Atlántico para admirar la elegancia de Beckenbauer y la magia de Overath; pero allá arriba “Uwe”, como le gritaban los hinchas, no estaba solo. Un muchacho macizo, de piernas regordetas, iba con él a buscar los centros al área, se llamaba Gerd Müller y le decían “El Bombardero”. Los centros los enviaba, desde la derecha, un puntero genial de gambeta garrinchesca llamado Libuda, quien años después fue suspendido casi a perpetuidad por prestarse a un soborno. A Müller no le fue mucho mejor fuera de la cancha, pues resultó tener tanta facilidad para el gol como para el trago. Tomando cerveza en las tribunas, los hinchas alemanes alternaban el “Uwe, Uwe” con el “Obladï-Obladá”, el último éxito de los Beatles.
En la segunda fecha los marroquíes, los que tanto habían complicado a Alemania, fueron casi espectadores de lujo de una exhibición peruana que paró en los tres goles; Méjico empezó a recorrer el camino de la clasificación ganándole a Bélgica; Uruguay empató a cero con Italia en un partido pésimo, donde se dio la lucha casi grotesca entre el espigado Giacinto Fachetti, la gran estrella del Inter de Milán bicampeón del Mundo, considerado como el mejor marcador de punta izquierda del planeta, enloquecido por un morocho panzón que lo paseo por todos los rincones de la cancha: Luís Cubillas. A esa misma hora los israelíes reiniciaban la guerra de los siete días, adentro de la cancha y contra los suecos. Terminaron empatados en uno de los partidos más violentos de la historia de los mundiales.
Pero el gran atractivo fue el enfrentamiento entre Brasil e Inglaterra, algo así como “el partido del siglo”, porque se enfrentaban los últimos dos campeones y, además, los dos estilos: el rigor táctico, la dinámica, la velocidad y la fuerza física europea con la camiseta de los inventores del fútbol, los ingleses, contra la alegría, la fantasía y la improvisación sudamericana encarnada en sus máximos exponentes, los brasileños. Hubo jugadas espectaculares, como el cabezazo de Pelé y la atajada de Bancks, y ratos de tedio, hasta que apareció el quinto genio: un estudiante de medicina mineiro, que había quedado tuerto y desahuciado para el fútbol. En una jugada extraordinaria, Tostao le hizo el túnel a un inglés y eludió a dos más antes de dejarle la pelota servida a Pelé para rematar al arco. Y entonces el Rey demostró que un buen monarca deber ser generoso en el momento necesario: dos enviados de su majestad británica se acercaban para tapar su remate como si fuesen a rescatar las tropas de Cherburgo y lo dejaron sin espacio para meter la pelota en el arco; pero a su derecha, descuidado por el imperio, se extendía todo un continente sin dueño, ancho como el Matto Grosso y largo como el Amazonas; por él venía con galope de gacela el príncipe Jairzinho, a la velocidad justa para disparar una catapulta con el pie derecho, destruir medio palacio de Buckingham y seguir hacia el costado de la cancha hasta caer arrodillado, persignándose y levantando los brazos al cielo. Allí donde un Jesucristo negro encabezaba una batucada de ángeles, revoleando el santo sudario y bañándose en cashaza.
Ese partido prácticamente definió el campeonato. Quedaba claro que Brasil era incontenible. Pero el espectáculo debía continuar y continuó.
En el Distrito Federal, los rusos se quedaron con el primer puesto de su zona y con el Azteca, enviando a Méjico, en su propia tierra, como visitante a Toluca. Allí lo esperaba Italia, clasificada con una actuación tan pobre como lo han sido, históricamente, todas las de los italianos en la primera rueda. Pero después siempre se despiertan y llegan a la final. En ese mismo grupo Uruguay clasificó con lo justo, pese a una derrota inesperada ante la débil Suecia
Atacando por el aire, como si fuera en realidad la Luftwafe, la fuerza área alemana, y no una Panzer Divisionen, el equipo de Beckembauer destrozó el sueño peruano con tres cabezazos y la inestimable colaboración de Rubiños, el arquero incaico que por ese mal día se ganó el desprecio eterno de sus compatriotas. Esa derrota, sabían, era como una sentencia de muerte: los obligaba a jugar en Guadalajara con Brasil, que sin dificultades había superado a Rumania en el último partido de su ronda.
Cuartos de final
Como los partidos se jugaban todos en el mismo horario, se podía ver uno sólo y después los otros en diferido. Lógicamente, el televisado fue Brasil-Perú; resultó, como se esperaba, una orgía de fútbol, una de las mayores demostraciones de todos los tiempos. Pocas veces, o ninguna, en un Mundial se vieron tantos lujos, tantos amagues, tantas gambetas… y tantos goles. Con Rivelino y Tostao inspirados y Jairzhinio implacable, el “scratch” lo pasó por arriba a Perú y se puso arriba con un cómodo 4 a 1. Pero por fin reaccionó Teófilo Cubillas, quien tras una pared colosal achicó la diferencia y agrandó la emoción. Perico León despertó de su letargo y los minutos finales fueron vibrantes, exuberantes. Como una doncella codiciada por dos príncipes, la pelota circuló febrilmente de un lado al otro y al final del partido terminó exhausta de tantas caricias. Derrotado, el equipo peruano se retiró de la cancha aplaudido y admirado. En Lima los jugadores fueron recibidos con honores de héroes patrios y sus nombres alcanzaron el pedestal de los próceres; todavía se habla de ellos como el “mundialista” fulano o el “mundialista” zutano, título honorífico con mucho más prestigio popular que el de general o brigadier.
A esa misma hora, veintidós jugadores se tendían desfallecientes en el césped del Azteca bajo el sol despiadado del mediodía. La Unión Soviética y Uruguay habían terminado cero a cero. La superpotencia mundial, la nación que le disputaba a los Estados Unidos el control mundial y el país más chiquito de Sudamérica habían tenido un producto bruto futbolístico similar a lo largo de los noventa minutos: miles de barriles de sudor, megavatios de fricción, toneladas de foules y apenas unas gotas de fútbol. Los treinta minutos de alargue amenazaban ser un suplicio. Y lo estaban siendo, para los jugadores y para los espectadores. Hasta que David encontró la piedra para voltear a Goliat. En ninguno de los institutos de investigaciones deportivas de Leningrado, de Moscú, de Kiev ni de Siberia se había estudiado esa jugada. ¡Niet, niet, niet!, gritaban los rusos desesperados corriendo encima del árbitro y del juez de línea. La picardía no estaba en los manuales futbolísticos soviéticos. Ellos habían jugado casi dos horas cumpliendo todas las indicaciones del técnico, como buenos trabajadores deportivos socialistas, y no podían aceptar que un gordito morocho y picarón, con más pinta de borracho de bodegón que de atleta internacional los mandara de vuelta a la estepa. La pelota había salido, el alto, rubio y fornido defensor soviético la tenía bien cubierta con todo su enorme cuerpo eslavo; pero desde la otra línea no se podía ver bien, un enjambre de piernas y los postes del arco tapaban al lineman. El árbitro tampoco podía ver desde su posición si, como dice el reglamento, la pelota había transpuesto en su totalidad la raya de fondo o si todavía estaba algún centímetro sobre ella. Pero cuando es así, cuando ya el defensor parece tener controlada la situación y la pelota esta casi afuera, la mayoría de los delanteros abandona la lucha y regresa resignado sobre sus pasos. Tenían razón en protestar los rusos: cualquier jugador “normal” tendría que haber hecho eso. Pero Luís Cubillas tenía la barriga llena de picardía: metió su pierna entre las del gigantón soviético, le sacó la pelota y mandó un centro corto que Espárrago cabeceó al gol. El árbitro marcó el centro de la cancha y Uruguay, veinte años después del Maracanazo, estaba otra vez entre los cuatro mejores del mundo.
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