José Luis Domínguez - Las llaves de Lucy

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Todo comienza con la desaparición de la joven Evelyn en el campo de su familia. Sin sospecharlo, su padre descubre que su propio hogar se ha convertido en la escena de un hecho escalofriante: una terrible tragedia que no cabe en la mente de nadie, y menos en la suya.A muchos kilómetros de allí, Charly pretende burlar el inexpugnable Palacio Lecumberri, el presidio federal de máxima seguridad del estado de México, con más de mil presos como compañeros, custodiados por cámaras y francotiradores.Casi sin transición, el autor nos traslada a España donde, años más tarde, otras dos jóvenes vivirán diferentes experiencias: Lucy comienza una nueva relación con Jordi, pero los fantasmas del pasado siguen rondando a ambos; mientras que Daisy está entregada a una relación violenta que casi la lleva a la muerte.Las llaves de Lucy es una novela donde confluyen historias que se desarrollan en el pasado y en el presente y se entrecruzan en un fascinante puzle que el lector deberá ir resolviendo. Sin embargo, el identikit de un homicida que aparece en la portada de los diarios será una pieza clave que desencadenará una búsqueda desenfrenada por develar la identidad del psicópata sexual.En este libro nada es lo que parece, todos ocultan secretos, y tal vez sean necesarias las llaves de Lucy para desentrañar lo que cada uno esconde.Una novela con todos los condimentos —violencia, misterio, humor, romance, sexo…– que el lector disfrutará sin pausa, pero sin prisa.

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No me di cuenta de examinar si estaban los tractores o la chata. ¿O se habrán ido a caballo? Voy a revisar. Me alejo de la casa nuevamente. Repaso los lugares y todo está en orden. Los caballos, los tractores y la camioneta están en el lugar de siempre.

A oleadas, el viento me trae el ladrido de mis perros hostigando a lo lejos. Rehago el camino rumbo al edificio de ordeñe y me oriento por los ladridos, tratando de encontrar a mis perros. Observo que los tres ladran parados en dos patas, arañando la puerta de chapas del galpón. De pronto, uno de ellos enloquece y comienza a escarbar un pozo para entrar por debajo, como sea.

Me acerco al portón y deslizo los dos pasadores para abrir e ingresar al viejo granero. Los perros, desesperados, me pasan por arriba y casi me tiran. Se infiltran alborotados y ladrando furiosamente, olfateando el piso, como si buscaran una comadreja o una rata. Llegan hasta el camastro improvisado armado con forraje ayer a la noche. Los perros se ponen locos. Sus colas se mueven tanto que se les van a cortar. Olfatean y me observaban inquietos, como exigiéndome “apúrate y acércate aquí, a ver si reconoces esto”. No logro ver mucho, dado que el galpón está en desuso, sin luz y sin ventanas.

La puerta por la que ingresamos se encuentra como a treinta metros del camastro, y la claridad que entra por allí es escasa. Un momento después, mis tres guardianes siguen histéricos. Reculan sobre sus patas y huyen por el portón del depósito, husmeando todo a su paso, mientras se alejan.

Ya en el exterior del edificio, eligen otro camino rumbo al campo de maíz. Van “aspirando” todos los olores que encuentran a su paso. Es sorprendente, pero mis perros trabajan en equipo. Recién los veo tan activos. Uno o dos olfatean el piso, el otro husmea el aire de la mañana. Los tres están con las orejas a tope, en alerta máxima, tratando de detectar cualquier olor o sonido. Cruzan el alambrado e ingresan al campo de maizales, y yo voy tras ellos. Recién ahí me doy cuenta que estoy con las manos vacías. El apuro y la desesperación me nublaron. Por las dudas tendría que haber traído la escopeta para no estar desarmado, por cualquier eventualidad.

Pero sigo adelante igual, para estar atento a lo que encuentren mis canes. No puedo perder más tiempo en retornar a la casa. Sin embargo no siento miedo. Mis perros son como tres lobos; despellejarán al primero que intente cruzarse en mi camino y atacarme.

Los tres llegan hasta una zanja de riego que bordea la plantación, y los noto perdidos, intentando seguir el olor que venían olfateando. Unos minutos después vuelven a orientarse, cruzan la zanja con agua, y se meten en otro campo. Y ahí se detienen.

Los animales dan vueltas, husmean, están alertas, pero no logran salir de ahí. Es como girar en círculos, como si hubieran encontrado un callejón que tuviera una tapia. No saben cómo seguir. Se muestran perdidos, desorientados. Ellos se olfatean entre sí y me apuntan a mí, como diciendo “¿Qué está pasando aquí?” Entonces les grito en voz alta: “Volvamos. ¡Volvamos a casa!”. Y ellos me entienden perfectamente.

Regreso a la vivienda, todo lo rápido que puedo con mis perros detrás. Entro a la cocina y miro el reloj. Han pasado unos minutos de las nueve y media de la mañana y doy un último llamado, con mis lágrimas cayendo por mi cara:

—¡Evelynnn, Evelynnnnn…! ¿Mi niña, dónde estás? ¡Contesta, hija!

Hay un silencio profundo en mi casa. Desolador. Abatido, me siento desfallecer. No puedo demorar más la situación. ¿Cuánto voy a soportar la agonía?

—¿Hola…? ¿Central de Policía?”

CAPÍTULO 2

La desaparición de Evelyn

Pueblo de Santa Lucía, México.

Viernes 20 de mayo de 2011, después del mediodía…

A muchos kilómetros de distancia del Campo “La Preciosa” dos individuos discutían acalorados, continuando una conversación iniciada minutos antes:

—Pero cabrón ¿qué hiciste con la joven? Dímelo de una puñetera vez —le exige alarmado el hombre.

—La dejé dormida. Te lo juro. ¡La dejé dormida y me fui! —le responde su interlocutor.

***

Pueblo de Santa Lucía, México.

Domingo 22 de mayo de 2011, dos días después.

Temprano a la mañana.

En la portada del periódico local de la ciudad se podía leer:

DESAPARECIÓ HIJA DE IMPORTANTE COLONO DE SANTA LUCÍA

Santa Lucía, domingo 22 de mayo de 2011

Según pudo conocerse, el vecino de Santa Lucía, don George Miller, en horas del mediodía llamó a la departamental de policía de nuestra ciudad alertando en referencia a la desaparición de su hija.

Don George, de nacionalidad canadiense, dueño del campo agrícola y tambero “La Preciosa” —bautizado así en honor a su hija—, es un conocido y apreciado colono de nuestro pueblo. En el establecimiento se cultiva maíz y otros granos, además de poseer un tambo lechero de ganado vacuno manejado por su propia familia.

“A mi Evelyn la han secuestrado. Ha desaparecido” fue el mensaje que transmitió a la policía, el viernes 20 antes del mediodía.

Fuentes fidedignas nos informaron que don George continuó con la declaración a la policía local en los siguientes términos:

«Ella, estoy seguro, se levantó a las cuatro de la mañana como todos los días y, cuando me desperté alrededor de las 8:00 horas, no la encontré por ningún lado.

»Revisé mi campo de punta a punta. Y respecto a mi hija, la conozco como a la palma de mi mano. Si se hubiera ido al pueblo, me habría avisado o dejado una nota. No cabe duda de que la han secuestrado. Y lo más inquietante es que aún no he recibido ningún llamado».

Cuando llegó la patrulla al campo “La Preciosa”, don George les relató a los agentes su búsqueda y recorrida en la mañana:

—Hoy me levanté pasadas las 8:00 horas de la mañana, cosa que nunca ocurre. Eso lo juzgué muy extraño y me dio “mala espina”, como decía mi finado padre. Porque mi hija, luego de las 7:00 horas, me despierta todos los días para compartir el desayuno juntos. Y hoy eso no ocurrió. De forma que, muy preocupado, salí corriendo fuera de la casa al edificio de proceso. Encontré el corral lleno de vacas, cuando lo normal es que, después del ordeñe, las pasamos a corrales separados para alimentarse y reponerse para el de la tarde.

»La sala de extracción se veía totalmente vacía, limpia y sin animales —prosiguió el padre de Evelyn—, y con el piso seco. Tuve un pálpito que no me gustaba. Cuando no vi los tres perros jugando por allí, mi preocupación fue creciendo. Escuché sus ladridos y entonces descubrí que estaban encerrados. Pero recuerdo muy bien que la noche anterior los había soltado. Era inaudito que estuvieran encerrados, si siempre quedan sueltos todo el tiempo para cubrirnos y que se mantengan en guardia toda la noche.

»En cuanto fui abrirles, mis perros saltaban de alegría y comenzaron a olfatear un camino interno que lleva directo a un galpón alejado de mi vivienda y por el que también se accede al edificio de ordeñe. Al arribar al galpón, los tres perros enloquecieron; ladraban en la puerta queriendo entrar de cualquier manera.

»Abrí el portón y se abalanzaron al interior, corriendo y ladrando hasta un rincón donde existía un camastro de pasto. Los perros actuaban nerviosos y olfateaban esa esquina de manera inusual. Hacía tiempo que no los había visto tan incitados.

—¿Y qué pasó luego don George? —continuó preguntando un agente, mientras iba anotando las declaraciones en su libreta.

—Por un instante, los perros quedaron unos segundos indecisos, aunque continuaban olfateando el lugar. Pero enérgicamente, volvieron a encontrar otra pista y, rastreando el piso, salieron disparados hacia la salida del galpón. Ya fuera, comenzaron a seguir otro rastro hasta el cerco que limita el campo de maizales, que queda a unos 200 metros del galpón. Hasta allí se acercaron. Iban y venían por el borde, pero no pasaban. No se metían entre los maizales. Cruzaron una zanja de riego, pero hasta ahí alcanzó el rastreo.

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