A pesar de todo eso, el niño respira tranquilo cuando vuelve de vacaciones en septiembre y el olor a libro nuevo inunda su casa. Sabe que así, aunque reciba insultos y algún que otro golpe, recibiría algo. Todo lo que escucha en su casa es un silencio que solo se ve interrumpido por el ruido de la lavadora mientras centrifuga. Son tres extraños y un cocker spaniel sentados en una mesa redonda. Dos adultos que ya han admitido su incompatibilidad y asumido su sin razón de ser. Miran fijos a su plato y dibujan círculos concéntricos con su cuchara esperando a que se enfríe la sopa. Ninguno de los dos es consciente de que hay un niño que ha dejado de ponerse las cerezas del almuerzo como pendientes por miedo al qué dirán. Ninguno de los dos es consciente de que están perdiendo a su hijo y que la infancia de este se está escapando por el desagüe bajo la influencia del efecto Coriolis.
Ella abandona la escena y no se vuelve a saber más sobre su paradero en lo que queda de película. Se va y no deja ninguna nota. Tan solo desaparece el bote de ansiolíticos del decorado. El niño y el padre se quedan solos, el uno frente al otro sin saber bien qué decir. Ninguno de los dos llora porque, al fin y al cabo, lo sucedido era un evento más que predecible. No todo el mundo está preparado para llevar una vida de película. No todo el mundo vale para marcar las tres casillas del éxito (familia, trabajo y salud). Ella no pudo más asumir su papel de madre perfecta, porque nunca lo fue. Es tan entendible como desafortunado. Una prueba más de que la vida no siempre sale como uno se la había planteado. La muestra irrefutable de que huir es la salida más fácil frente a un presente con el que no te sientes identificado, por mucho que esa huida suponga derrumbar los cimientos de otros ser humanos. Somos egoístas por naturaleza, al final del día, lo primero somos nosotros y lo segundo, también.
El niño crece a medida que avanza el metraje. Pasa de ser el bicho raro, el marginado, el “puto maricón” que no se atreve a cambiarse de ropa en el vestuario y que dibuja unicornios en sus cuadernos a ser un chico invisible. Cambia la libertad por la precaución. Ahora es rígido y calcula todo antes de hacer cualquier cosa. Ha aprendido a reprimirse, se atiza con la ley de la inseguridad e intenta tapiar cada ventana que da al interior de su persona. Cada noche sueña con no soñar. Con terminar con todo esto lo antes posible. Pero, por algún extraño motivo, sigue adelante a pesar de que lo que tiene delante parece más un callejón sin salida que una avenida hacia un futuro más digno. Intenta encajar. Y a veces lo consigue. Hace todo lo que le piden que haga. Se convierte en lo que siempre ha odiado. No se reconoce. Cuando se siente vacío, mete la mano en su bolsillo y saca un papel con una nueva personalidad de la que adueñarse, una nueva táctica para adaptarse y, cuando nada funciona, vuelve a intentarlo una vez más. Siempre en busca de un nuevo papel que representar.
Mientras tanto, su padre es ajeno a todo lo que le rodea, incapaz de reaccionar ante esta metamorfosis inversa que está atravesando su hijo. No es consciente ni siquiera de que ya no le importa todo aquello que se supone que debería importarle a un padre de familia. Ha dejado de intentar volcar sus ambiciones frustradas en su hijo porque sabe que ese niño nunca va a seguir el camino que a él le hubiese gustado. El camino que hubiese seguido si todo hubiese sido distinto. Ya ni siquiera queda el perro en la escena. Era cuestión de tiempo que todos abandonaran el hogar.
Sin decir adiós, sin ser capaces de sentarse a hablar las cosas, el niño que ya no es niño, sino joven, se va. Podrían haber convertido la mesa del comedor en una mesa de operaciones y realizar una autopsia a sus sentimientos con el propósito de llegar a entenderse el uno con el otro, pero ese era un esfuerzo que ninguno de los dos estaba dispuesto a realizar. El chico cierra la puerta con llave al salir, aunque sabe que ya nunca volverá. Deja atrás los resquicios de una familia feliz y la imagen del niño que algún día fue acostada en la cama. Ahora se enfrenta a una vida con una cruz pesada sobre sus hombros.
Miro estas imágenes, estos recuerdos una y otra vez. Fotograma tras fotograma, hasta que los ojos se me cansan y ya no puedo más. Están rojos y me pican. Temo no poder matar a todos los fantasmas que habitan en mí antes de que ellos me maten. No me quedo tranquilo sabiendo que ese niño está encerrado en esta caja para siempre, obligado a correr a fotograma por segundo sin descansar ni siquiera ahora que su tiempo ya ha pasado. Aún no soy capaz de pensar en todo ello y no sentirme culpable. No sé si algún día seré capaz de soltar todo el peso que llevo arrastrando ya tanto tiempo. Me da miedo hacerme mayor y no llegar nunca a perdonarme por no haber sido capaz de salvarme a tiempo.
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