Now it’s time to leave the capsule if you dare...
Asusta un poco, pero de algún modo consigue sacarme una sonrisa. Es una sensación extraña que recorre todo mi cuerpo, una corriente eléctrica que parece reavivar todo aquello que creía muerto. Puede que el universo me esté intentando decir algo, pero habla en un idioma raro y todavía no soy capaz de entenderlo. Siento ese cosquilleo en las puntas de los dedos, esas mariposas en el estómago, esa sensación de estar llegando a tu destino tras un largo viaje. Frente a mí, el espacio exterior. Un cielo libre de contaminación lumínica donde las estrellas brillan como nunca antes había imaginado y los cometas dejan estelas con forma de rayo (azul y rojo) a su paso. Se me pasa por la cabeza la idea de abrir las compuertas y lanzarme para agarrarme a ellas. Un imponente señor Ziggy Stardust saluda mientras baila enfundado en su mono tricolor de Yamamoto, hasta las cejas de polvo estelar y cocaína.
I’m stepping through the door, and I’m floating in a most peculiar way, and the stars look very different today...
Aquí arriba no parece haber responsabilidades que generen ansiedad, todo está en calma. Tan solo se divisa un inmenso vacío que resulta tan aterrador como excitante. Solo hay que dejarse llevar mientras te adormeces flotando en este vacío gravitacional. El ruido blanco que resuena en mi cabeza a diario parece haberse apagado, ha cambiado de frecuencia. Ahora me doy cuenta de lo ciego que he estado. Lo tengo más claro que nunca, aunque solamente vea la oscuridad más absoluta. Un decorado pintado de negro elemental. Estoy más lejos de todo lo que se supone que es importante para mí, de todo lo que se supone que conforma mi vida, de todo lo que debería hacerme sentir vivo y, sin embargo, es ahora cuando siento que mi corazón late al ritmo que le pertenece.
Ground Control to Major Tom, your circuit’s dead, there’s something wrong...
Siento que este es mi lugar, que al fin lo entiendo todo, que al fin lo veo, que al fin me han encontrado. Han venido a por mí. Siento que he llegado a casa. Mis ojos buscan alguna estación espacial a la que poder dirigirme. Un hogar al que poder acudir, tocar la puerta y reunirme con aquellos que ni siquiera sabía que había olvidado. Tantos años luz para darme cuenta de lo que siempre he sospechado. Resulta que sí que hay vida en mí, porque siempre hubo vida en Marte. Una vida diferente, una vida que quizá todo el mundo no la entienda como tal. Pero una vida que siento que encaja en mi dedo como un anillo de Saturno. Los veo a todos ellos al fondo del pasillo de esta nave. Me esperan.
Can you hear me Major Tom?...
Cuando sin previo aviso entramos en una zona de turbulencias interdimensionales producidas por un portal espacio-temporal, todo parece derrumbarse de nuevo. Ya no veo nada ni a nadie. El pasillo ha desaparecido. Ellos se han esfumado. Stanley Kubrick tira el guion de su última película al cubo de basura y abandona la sala. Ladro como Laika en el preciso momento en el que se dio cuenta que iba a morir. Un ruido atronador me hace llevarme las manos a las orejas y gritar del dolor. No puedo soportarlo. Puede que sea un meteorito pasando cerca de nuestra nave o puede que sea el miedo de haber estado tan cerca de llegar a entenderlo todo. Supongo que este es el sonido que produce la decepción de ver una vez más cómo casi lo tengo todo y acabo teniendo nada.
Todo se detiene una vez más. Y me quedo aquí atrapado. Simplemente siendo. Estando. Respirando. Flotando. Atrapado para siempre en este viaje a ninguna parte.
Far above the moon, planet Earth is blue, and there’s nothing I can do.
Parece mentira que todo lo que me haya dejado la memoria en herencia sea un super 8 de imágenes saturadas y llenas de ruido, que ensucia cada fotograma. Desempolvo el cartucho y lo coloco en el proyector. Un zumbido inunda la sala en la que me encuentro, un zumbido que da paso a todos esos momentos que no recuerdo haber vivido.
Veo a un niño que sonríe. Una casa con vistas a un enorme parking recién inaugurado donde antes no había más que un descampado lleno de malas hierbas. Una familia que se mantiene en pie. Padre, madre, hijo y perro. Libros del Barco de Vapor a medio leer. Olor a mandarinas por toda la casa. Un pitido de una prueba de Cooper que llega desde clase de gimnasia hasta el hogar. Hay macarrones con tomate los sábados y festivos, calefacción encendida y manta en invierno y aire acondicionado y granizado de limón en verano. Un halo de violencia que recorre la casa en los días grises y una perfecta armonía de película que preside la mesa en las comidas familiares.
Veo a una mujer sentada en la esquina de la cama con las manos apoyadas sobre sus muslos. Mira con la mirada perdida por la ventana, soñando con escapar de esa cárcel de pladur en la que se ha visto condenada a vivir. Su colonia se puede oler desde este lado de la pantalla. Está nerviosa. Parece agitada. Se levanta y busca algo por todos los rincones. Mira el cajón de la mesilla de noche, el estante de lejía en la despensa, la balda del armario donde acaba de colocar la ropa interior planchada y doblada con precisión. Busca hasta en la nevera al lado de los filetes rusos que han sobrado de la comida. Al final, encuentra lo que estaba buscando en el bolsillo de su batín. Son unas pastillas. Se traga dos sin necesidad de beber un vaso de agua. Sonríe por primera vez en toda la escena. Se vuelve a sentar en su rincón y contempla la vida pasar.
Cambia el plano y aparece él. Se le nota cansado. No es capaz de sobrellevar la situación que le rodea. Un empresario de dudoso éxito que se empeña en seguir siendo un triunfador en su cabeza. Él fue aquel que no tenía nada y que consiguió todo a base de trabajo duro, mucho morro y el enchufismo característico de la época en la que le tocó vivir. Es el tipo de señor que ríe como un villano de película al que siempre le acompaña una tos seca que suena como un ferrocarril a punto de descarrilar. Se apoya en la encimera de la cocina y bebe de la botella de vino a morro, ignorando la colección de copas de cristal de todos los tamaños que tiene en la vitrina frente a él. Un descenso en el trabajo a veces se traslada en un descenso emocional. Se siente pequeño, insignificante e inútil. Empieza siempre por culparse a sí mismo por no ser ni la sombra de lo que un día fue, pero inevitablemente acaba por pagarlo con aquellos que le rodean. Su masculinidad es frágil así que se esconde en el baño para llorar. Su mujer hace lo mismo en la habitación contigua. Sus propios llantos esconden los sollozos del otro.
Es entonces cuando aparece un niño solo sentado frente a la televisión. Con los años se dará cuenta de que la televisión le enseñó todo lo que la vida le podía enseñar y que su día a día ya no tendrá ningún tipo de emoción. Juega con su Nintendo plateada con tatuajes tribales porque el resto de los niños también juegan con ella, a pesar de que en el fondo siempre quiso aquella tan brillante que tenían todas las niñas. Disfruta los fines de semana en los que no deja de llover y los lunes con nieve porque no tiene que ir al colegio. Lleva siempre una mochila rosa donde mete todos los insultos, los “no quiero jugar contigo” y los desprecios que van desde miradas de desaprobación hasta a balonazos en la cara. Va metiendo todo eso y más en esa mochila que dice haber heredado de su hermana a pesar de que todo el mundo sabe que es hijo único y aunque le pesa, él resiste y nunca se queja. Se enfrenta a diario a preguntas que ni él mismo sabe contestar. Siempre le eligen el último en clase de gimnasia. Lleva sus muñecas a clase y todos se ríen. Chilla cuando un bicho revolotea a su lado. Da saltitos cuando quiere llegar rápido a la otra punta de la habitación. Utiliza las piruletas como barra de labios y hace colonias machacando las flores del jardín y mezclándolas con agua. Se oye el sonido de un balón en el video y un escalofrío recorre mi columna. Me levanto sobresaltado del sillón de la sala de visionado.
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