Al caer la noche, la ciudad se transformaba en un espectáculo de neones y modernidad, con trenes y autopistas sobrevolando mi cabeza, entre rascacielos que se erigían como gigantes en una imagen que parecía sacada de la película Blade Runner . El exceso de estímulos sensoriales seguía poniendo a prueba mi capacidad de fluir. Tampoco podía sacarme de la cabeza las voces de los replicantes protagonistas de la película que venían a encontrarse con el dios de la ingeniería genética que los había creado, para pedirle que les permitiera vivir más. Los androides no solo podían soñar con ovejas mecánicas, como plantea el título original de la novela de Philip K. Dick en la que se basa la película, sino que, además, pueden tener sentimientos y crecer con esa tara tan nuestra del miedo a la muerte. También ellos se resistían al eterno cambio y a los ciclos de la vida.
Un día, mi amigo Pol Comesana, que llevaba ya unos años viviendo en la ciudad, al frente de su web y agencia de viajes Mundo Nómada, me llevó a la terraza de uno de esos modernos hoteles de veintitantas plantas, en las que te sentías muy frágil, mientras el viento parecía mecer todo el edificio. Allí arriba, uno era un ser diminuto ante las luces de la ciudad bulliciosa. También podías sentirte como un dios que observa desde las alturas, aunque a mí esa distancia en el espacio me conectó con mi interior.
Al ver a la ciudad moviéndose, pensé que mi organismo era también una metrópoli en movimiento a la que debía cuidar y atender.
En otra visita a Bangkok, pasé el fin de semana en el gigantesco mercado de Chatucchak, situado al norte de la ciudad y que constituye uno de los mayores bazares del mundo donde puedes encontrar desde serpientes cobra, hasta baterías de cocina o diversos modelos de atrapasueños.
Recuerdo que un día vi una prenda y luego quise volver para comprarla. Me pasé dos horas, tratando de encontrar aquellos pantalones de yoga azules que me había mostrado una vendedora china. Fue imposible, así que acabé comprando otros muy parecidos. En mi obsesión por que fueran los mismos, aturdido por el intenso calor, diría que se me apareció Heráclito, para recordarme la lección de la inmediatez: vive en el presente, porque las cosas no regresan, fluyen.
Uno de mis mejores recuerdos de Thailandia fue la primera vez que, volviendo de las ruinas de Ayuthayya, regresé a Bangkok por vía fluvial. El trayecto duró unas cuatro o cinco horas, en las que pude contemplar la vida rural en ambas riberas del río, como si todo fuera un pesebre de la antigüedad. En esos tiempos, iba de fotógrafo intrépido y viajaba en compañía de una canadiense que acababa de conocer. Jugábamos y competíamos a ver quién hacía mayor cantidad de fotos, o quién tenía el objetivo más largo, o cuál era la mejor posición de la cámara. Ella era muy rápida y yo acabé exhausto, sin vivir la experiencia por estar pegado al visor.
De pronto, entró la luz del atardecer y la gran ciudad emergió sobre las aguas.
El espectáculo era tan especial que el furor fotográfico se detuvo irremediablemente. Fue una contundente lección para los dos. Habíamos estado perdiendo el tiempo con nuestras cámaras, obsesionados con captar y poseer instantáneas, cuando lo importante era vivenciar, parar, contemplar y fluir con lo que aconteciera.
Fijar imágenes en el tiempo y el espacio no vale para nada si no hay experiencia.
La fotografía fija una espontánea, pero, como establece la ley de la impermanencia budista, bajo la doctrina conocida como anicca , debemos considerar siempre la naturaleza transitoria de las cosas. Las formas solo existen porque están en permanente cambio.
Ram Dass, quien fuera conocido como Richard Alpert, antes de abandonar su carrera de psiquiatría en Harvard junto a Timothy Leary (el gurú del movimiento psicodélico), lo explica muy bien en su libro autobiográfico Aquí todavía, cuando un derrame cerebral lo tuvo a las puertas de la muerte.
Dos décadas antes, a mediados de los sesenta, se instaló en la India para practicar meditación budista y convertirse al hinduismo.
«La práctica de la meditación en Boghgaya me sensibilizó respecto a la impermanencia y sobre cómo tratamos de eludirla. Este reconocimiento provocó una gran ansiedad en mí; revelaba la fragilidad del lugar en el que intentaba mantenerme. Mi Ego puso obstáculos a la verdad; edificado sobre la ilusión de su sólida existencia aparte, luchó contra la abrumadora evidencia de que, como cualquier otra cosa, era impermanente.»2
En el mismo libro, cuenta que los monjes budistas son instruidos en los osarios o en lugares donde los cuerpos son abandonados para que sean devorados por los buitres. Normalmente, esto se da en cimas elevadas, señaladas por escaleras pintadas de blanco, sobre la piedra y cubiertas de banderas multicolores de plegarias budistas. Allí los monjes meditan entre los cuerpos en descomposición para aprender la naturaleza impermanente del cuerpo y de todas las cosas vivientes. Esta meditación permite obtener el desapego de lo físico y aproximarse, desde el alma, a la contemplación de la mente y el cuerpo.
La impermanencia también es un modo de comprender la importancia de focalizar la atención en el momento presente. Si todo está en permanente cambio, ¿para qué preocuparse por prever lo que traerá el futuro o anclarse en el pasado?
La última vez que estuve en Bangkok fue camino de Myanmar. De nuevo, llegué con dos amigos fotógrafos, esta vez con la intención de escribir una parte de este libro, que en un principio se iba a titular El país de las sonrisas y que debía centrarse en los países del sudeste asiático. Al final, como las cosas se torcieron con mi editor, pasados seis meses de espera y estancamiento, en vez de aferrarme a mi idea inicial, decidí transformar aquel proyecto en lo que hoy es este libro. Una prueba más de la aceptación del fluir, ya que, después de tanto tiempo, el libro ya no era el mismo, porque yo estaba en otro momento. Sentí que la primera idea se había encallado por algo, así que lo mejor era empezar de nuevo.
Del mismo modo que el libro tuvo sus cambios y avatares, nuestro viaje sufrió un revés en cuanto llegamos, pues al entrar a la habitación del hotel supimos que Gino, el hermano de Teo, acababa de morir. Tenía apenas cincuenta años y la familia estaba destrozada.
Teo llevaba mucho tiempo planeando nuestro viaje, incluso había pedido un crédito para realizarlo. Estaba muy ilusionado con volver a sentirse fotógrafo de viajes después de pasarse unos años inmerso en la rutina y las obligaciones de un padre de familia.
Durante todo el día las llamadas se sucedieron, mientras crecían nuestras dudas sobre qué hacer. Finalmente, le pusieron un billete de vuelta en la mano y para sorpresa mía y de Mariano, el otro compañero fotógrafo, nos dijo que regresaría unos días más tarde, directamente a Yangon. Fue una muestra de entrega y valentía, además de una lección sobre cómo encajar y asumir una situación.
Despedimos a Teo en una tarde lluviosa, con el cuerpo desencajado y el alma partida, pues, Mariano y yo, que nos quedábamos, apenas nos conocíamos y tuvimos que fluir sin nuestro hombre enlace, el nexo que nos había involucrado en el viaje.
Sin embargo, se creó una camaradería inmediata, tal vez como consecuencia de la situación tan dramática que habíamos vivido. Era como si la muerte le hubiera quitado trascendencia a todo, por lo que resultaba absurdo discutir sobre dónde ir, qué comer o cómo pagar o protestar por lo que fuera. Nos sentíamos unos privilegiados y todo estaba bien. Se lo debíamos al gesto de Teo y a la celebración de seguir vivos en el viaje de la vida. La muerte lo cambia todo y, aunque no hay que temerla, es un profundo recordatorio de la necesidad de fluir.
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