Never Walk Alone
Concrete Angel
Apocalipsis
Pieza tras pieza en la quema de un castillo (Un ensayo echado a perder)
Impertinencias que considero importante aclarar antes de hablar sobre el tema en cuestión
Murder’s Ballads
Digresión innecesaria
La belleza del punk
Las Novias de Ritchie Valens
Imperfecciones
En el panteón de los dioses
Bailar desnudo en público
1. La magia de los aeropuertos
2. De esa historia de amor
Teatral
Incendio
Mejor dejarlo así
3. El exilio
4. Ella escribe
5. La carta
6. Una última canción
Never Walk Alone
Cuando cumplí dieciocho años mi mamá me obsequió un reloj suizo, un Tissot Quickster, y me dijo que evocaba el cielo y el mar. Aunque no era el Esmeralda de Girard Perregaux que había pertenecido a Porfirio Díaz, se trataba de un buen reloj y seguramente me duraría toda la vida.
El regalo tenía que ver con una historia que mi abuelo me había contado con su voz de gánster muchos años atrás, acerca del reloj que utilizaba Don Porfirio Díaz, presidente de México por más de 34 años, un tourbillon sobre tres puentes de oro, el más famoso realizado por la casa de relojes suizos Girard Perregaux, un reloj de verdad y no esa baratija que yo llevaba atada a la muñeca. Aún recuerdo sus palabras exactas.
Luego de esa conversación sentí la necesidad urgente de deshacerme de mi reloj verde fosforescente que tenía como fondo un dibujo de dos delfines azules que se entrelazaban. Sin pensarlo dos veces arrojé mi chuchería al fondo del escusado y jalé la cadena. Con un ligero remordimiento, con una tardía aflicción, miré cómo las correas se movían con una rara belleza y los delfines se convertían en un destello azulado casi indistinguible bajo el agua.
Para mi décimo cumpleaños exigí a mi madre que me comprara un tourbillon de tres puentes de oro como el Esmeralda que había pertenecido a Porfirio Díaz. Obviamente nunca cedió a mi capricho, aunque ocho años después me obsequió el Tissot como una compensación tardía.
He llevado este reloj desde entonces, con la rara convicción de que sería el único objeto que duraría más que mi propia vida. Incluso me había imaginado el improbable escenario en que se lo heredaba a un hijo o a un nieto.
Por desgracia, hoy mi Tissot ha dejado de funcionar, ha exhalado su último tic tac marcando las tres y treinta como hora de su deceso.
Mirando por el balcón de mi habitación el atardecer marino, he concluido que el Tissot ha sido incapaz de soportar la crudeza del aire salado, la delgada arena que vuela con la brisa y que enhiesta el cabello. Son los prodigios del clima costero, su capacidad para herrumbrar y enmohecer todo a su paso, para despellejar las paredes y dañar los alimentos.
Mientras me encontraba en el balcón, Emir tocó a mi puerta, traía cara de hastío. Me preguntó si quería acompañarlo a tomar una cerveza en el bar del hotel, le dije que lo alcanzaría luego, que primero me daría un baño. Aunque lo que hice fue quedarme viendo la puesta de sol, no en actitud contemplativa, el mío era un gesto de indolencia.
Cuando bajé al bar me sorprendió encontrar a Emir solo, sentado con cara de orfandad mirando hacia el malecón. Pensé que Sofía estaría con él, eran esa clase de parejas que no se despegaban nunca: incluso luego de siete años de relación, tenían una cercanía envidiable. Su noviazgo era estrecho y natural: el silencio de Emir, sus cualidades analíticas y su serenidad empataban perfectamente con la sonrisa de Sofía, con su prudencia y capacidad para relacionarse con la gente de manera inmediata.
Mi presencia parecía poner equilibrio a ese vínculo, por eso terminé inmiscuido en su relación de manera cercana. Cuando me propusieron viajar con ellos a la playa no me pareció una mala idea, no sentí que mi participación sería accesoria o inoportuna, además, quería sentirme parte del universo de estabilidad e incluso bondad amorosa que ellos habían forjado.
Las doce horas de trayecto hasta llegar a la playa fueron extrañas. Al principio pensé que estaba otorgándole atribuciones erróneas al silencio que reinaba al interior del Honda Pilot, luego consentí que la mudez se debía a un desinterés común, a una falta de ímpetu por relacionarnos, estábamos mareados por la ruta de la sierra y nadie es muy comunicativo cuando siente náuseas.
Apenas llegamos al hotel me recluí en mi habitación para vomitar toda la tarde; recién por la noche me junté con ellos, tomamos algo y caminamos por el pueblo. Sofía se compró unos aretes de plumas, llevaba una camisa verde y el cabello recogido, los aretes le brindaron un aspecto armonioso y atractivo. Al verla pensé en lo fácil que resultaba para una mujer transformarse, un par de aretes podían ejercer un efecto de cambio profundo.
Al salir del puesto de artesanías Emir abrazó a su novia, la tomó por la cintura mientras besaba su cuello, y ella respondió al gesto con una débil sonrisa y una caricia lenta en su mejilla. Sentí un poco de celos al mirarlos, pensé que yo necesitaba esa clase de cariño en mi vida, hasta ese instante no lo había recibido; me sentí marginado de la gracia, de la felicidad.
A las once de la noche quise dar una vuelta, caminar por la playa sin un rumbo fijo. Llegué a una cabaña iluminada donde un grupo de jóvenes habían levantado una fogata. Al principio intenté integrarme pero vi que ellos no estaban dispuestos a hacerme un espacio, me senté cerca, compré una botella de tequila y bebí pausadamente mirando el fuego.
Amanecí a unos pasos de las cenizas de la fogata, con un gusto salobre en la boca y mi cabeza a punto de reventar por la jaqueca. Me deshice de la arena de mis bolsillos y de las bastillas de mi pantalón, y fui caminando descalzo hasta el hotel, dormí por horas, me levanté sediento ya muy entrada la tarde, fue cuando descubrí que el Tissot había dejado de funcionar.
Cuando llegué al bar Emir ya iba por su tercera cerveza, al verme hizo un ligero gesto a manera de saludo, enseguida pidió dos cervezas más y un plato de papas fritas. En la pantalla posicionada frente a nuestra mesa pasaban la repetición de un partido de fútbol.
Antes de que yo me animara a realizar la pregunta obvia, Emir con un tono sereno pero entristecido me dijo que Sofía se había marchado.
—Esta tarde la acompañé a la estación de autobuses
—enunció resignado.
Me quedé en silencio durante un rato, pensé que incluso los mecanismos más eficientes fallaban, una imagen se formó en mi mente con una precisión alucinante, observé un gran barco herrumbrado, sus goznes llenos de óxido, la proa destrozada, las velas raídas, un buque agonizante atravesando el mar, con actitud decidida pero sin ninguna posibilidad de sobrevivir.
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