Alexis Zaldumbide Manosalvas - Habitaciones con música de fondo

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Los personajes de estos cuentos no habitan lugares con una música de fondo sino que, al revés, ellos son portadores de un indetenible y profundo rumor interno. Una voz, una melodía o un ruido, según el caso, que los atormentan en el silencio de su solitaria condición, abriendo una brecha para separarlos del mundo que ven y donde aparecen participar. Porque esa zanja sonora, el fluir de las palabras que componen estos cuentos, es lo que les aleja de otras personas, de otras relaciones, de una salida de esa soledad en que viven.Habitaciones con música de fondo es una serie de viajes introspectivos hacia los recovecos del ser, en la exploración de su contradictoria naturaleza: individual y a la vez necesitada de identificaciones, de sentidos que no siempre se encuentra. Este libro es el soundtrack de momentos intimistas y nostálgicos protagonizados por personajes una y otra vez incompletos.El Jurado del XLIII Premio Nacional de Literatura Aurelio Espinosa Pólit 2018 -conformado por Ana Estrella Santos, Vicente Robalino, Abdón Ubidia y Jorge Velasco Mackenzie- destacó en este libro la sólida estructura de los cuentos, su marca casi musical que se compadece bien con los temas que trata y, también, el interés y la unidad de los textos que abordan la soledad de personajes inmersos en una realidad compleja.

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Ambos quedamos expuestos, vulnerables. De alguna forma me convenzo de que volveremos a ser los mismos de antes.

Mi esposo invade mi piel con sus besos, se esmera por que sienta sus caricias, hambriento desboca su tacto, inicia recorridos con sus manos, cubre espacios, muerde extensiones de piel, acomete con su boca y su saliva los poros. En mis piernas tiende sus mejillas, descansa mientras su mano hurga en los rincones y en las turgencias de mi cuerpo. Yo me agarro fuerte a su espalda, tengo miedo de perderlo otra vez.

Hacemos el amor por una hora, quizá algo más, el disco de Goodman deja de sonar sin que nos percatemos. Me levanto y me ducho junto a él, luego caemos rendidos.

Dormimos hasta el mediodía, la luz de la mañana entra por los resquicios que dejan las cortinas. Martín acerca su boca hasta mi oreja, me muerde suavemente el lóbulo, yo estiro mi brazo y lo agarro con dulzura del cabello, le toco la espalda y experimento una imborrable sensación de ternura, me lleno de él. Lo aprieto contra mí, su rostro está vuelto hacia un lado, puedo oler su cabello, aún huele a shampoo.

Cierro los ojos y me dejo invadir por ese aroma, nos acomodamos perfectamente en un abrazo cerrado y reparador durante varios minutos. Por mí, podríamos haber estado abrazados en la cama durante todo el fin de semana, sin embargo, siento los movimientos de Martín del modo en que se sugiere que el abrazo debe terminar. Así que lo suelto, no bruscamente, lento, muy lento, como para que la sensación que tengo en mi abdomen dure mucho más.

—Quédate en la cama —le digo—. Hoy no nos vamos a parar en todo el día, nos quedaremos escuchando música. ¿Te parece, Martín?

Él extiende su sonrisa franca y hermosa

—Claro que sí, Valeria —me responde en un tono amoroso.

—Está bien, tú aguarda aquí, no te muevas, yo voy a comprar algo para comer y regreso enseguida —le anuncio. Vargas asiente con la cabeza y me mira inmerso en una satisfacción elemental.

Voy hasta un mini súper que está a la vuelta de la casa, compro leche, huevos, jamón y algo de cereal. Mientras hago fila para pagar voy tarareando Concrete Angel, la cajera me mira y sonríe: que tenga un buen día —dice—, le agradezco y continúo tarareando la canción hasta que salgo del lugar.

Recorro la calle y miro las casas de los vecinos, arrastro un poco los pies, pateo los guijarros del camino, trueno las hojas secas que se amontonan sobre la acera, todo el vecindario me parece feo, en el suave paseo que dan mis ojos desnudo las formas de la realidad, que luce descompuesta, como si se tratase de fichas de un gran puzzle mal ubicadas.

Probablemente es la metáfora de mi vida, un puzzle que no he sabido armar de forma correcta, donde quedan piezas sobrantes y muchas otras que encajaron a la fuerza, pienso con melancolía. Recito las últimas estrofas de Concrete Angel y me percato con asombro de que la canción ha terminado.

Descubro mientras camino y observo a mis vecinos, en su ajetreo diario, que mi canción también se acabó, me parece la cosa más inteligente que he pensado. Hago un alto para ser indiferente con el mundo. Estoy cansada y entiendo, no con mucha claridad, pero entiendo, que la historia llegó a sus compases finales.

Las canciones se acaban y aunque las vuelvas a escuchar una y otra vez, sabes cuál será el desenlace. Mi canción llegó a su fin, pienso absorta, no importa las veces que quiera volver a escucharla, la canción ya se terminó.

Deposito mi cuerpo, mi universo pequeño, sobre una banca en la esquina de un parque. Zurrada por los alcances de mis pensamientos me distraigo ante el paso del tiempo. Cierro mis ojos con convicción, miro hacia dentro y logro ver el transitar de las aguas del Orinoco, y aunque Vargas o su impronta moral intentan detenerme, esta vez no le hago caso. Siento que he pasado demasiado tiempo contemplando la vaporosa ascensión de la tarde.

La luz que desprende el río es fría como la de una luna de color limón, en mi pecho se agitan demonios y virtudes aladas. Doy pasos enérgicos hasta llegar a la orilla, antes de que pueda arrepentirme pego un salto, una fuerza sobrenatural me jala, es un jalón brutal, mi cuerpo gira incesante, no puedo describir exactamente lo que veo.

Hay espuma gris y negra, ráfagas terrosas, ambarinas, que se suceden como manchas gruesas de pintura. Mi trasero está pegado a la banca del parque, pero mi cuerpo, el resto de mi cuerpo da violentos botes al son de la corriente. Avanzo en una dirección desconocida, hacia el este, quiero avanzar hacia el este.

El rugido es fuerte, tan fuerte que llega a rozar el silencio absoluto, mientras presiento que llego al fondo del río, ocurre precisamente lo contrario, miro cómo mi cuerpo se desplaza hacia arriba, el río se confunde con el cielo, se hacen uno solo, mi cuerpo asciende por encima de las copas de los árboles del parque, donde dejo abandonadas las bolsas del mercado, ahí quedan huérfanos los huevos, el jamón, la leche y el cereal.

Surco las nubes atravesándolas como natilla. Desde esa altura puedo ver a Vargas recoger su ropa y sus pertenencias, poner todo en un par de maletas, tomar su chamarra beige y partir en el Nissan. Mientras me abandona escucha el American Garage de Mays y Metheny.

Voy más allá, en el tránsito de la corriente, del río que ya no existe, que es el cielo y a la vez el tiempo. Veo a los hijos de Tomás que atienden a sus clases con esa mirada seria y hosca que ostentaba su padre, tengo lástima por esos hijos que no son míos.

La corriente me lleva, veo el mundo, es de un color precioso, las vallas publicitarias tan solo empañan un poco la luz verde de los pequeños pastizales que sobreviven al concreto, pero son tan verdes que emocionan.

Y aunque algo adentro mío implora para que abra los ojos, no puedo dejar de volar o nadar o dejarme arrastrar por esa corriente. La canción ya se acabó, aunque la melodía todavía persista, me digo. Así que escucho lo que suena detrás o en medio del rugir de las aguas y de las nubes. Escucho, logro oírlo, es una canción de amor. ¿Para quién estará sonando?

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