La falta de educación sexual exacerba prejuicios y genera un impacto negativo sobre la salud física y psicológica. En general son de origen informal los contenidos que circulan entre la población: consejos de pares, pornografía, sitios web, opiniones escuchadas en bares, contenidos televisivos, radiales, gráficos. Abundan los comentarios sesgados, sexistas, discriminatorios y por lo tanto errados. Para empeorar el panorama, es muy escasa –y de pobre evidencia científica– la literatura médica sobre el tema.
Las dificultades que tanto médicos como pacientes experimentan cuando hablan sobre sexualidad vaginal aumentan cuando se trata del coito anal, más aún si la conversación es entre varones. Una encuesta realizada a 736 médicos de California (llamativamente respondida sólo por el 13%) reveló que el 18,3% se sentía incómodo a veces o con frecuencia al momento de atender un paciente homosexual.1 En cambio, según una encuesta online realizada a 399 médicos y psicólogos de la República Argentina, sólo el 3,6% manifestó incomodidad frente a la atención de individuos homosexuales.2 Es probable que esta diferencia se relacione con los nueve años transcurridos entre una y otra encuesta, y con la mayor aceptación de la población homosexual en la última década.
Tanto en nuestro país como en el extranjero, resulta notable la falta de capacitación profesional en materia de diversidad sexual. Por ejemplo, según una encuesta realizada a decanos de 150 Facultades de Medicina de Estados Unidos y Canadá, el tiempo promedio dedicado a la temática LGBTI durante toda la carrera fue de cinco horas y el 33,3% de los encuestados dijo no haber recibido ni una sola durante los años clínicos de formación.3
Aunque en nuestro medio no registramos trabajos como éste, es probable que los médicos argentinos suframos un déficit similar. Por lo pronto, recién en 2017 el Ministerio de Salud de la Ciudad de Buenos Aires incorporó contenidos sobre diversidad sexual, incluyendo la Ley de Identidad de Género Nº 26.743, en los exámenes para residencias médicas.4
Es fundamental que el médico cuente con evidencia científica: esto le permitirá asesorar adecuadamente a los pacientes y ayudarlos a combatir mitos y prejuicios.
Para la Organización Mundial de la Salud (OMS) y la Organización Panamericana de la Salud (OPS), la salud sexual es la “experiencia del proceso permanente de consecución de bienestar físico, psicológico y sociocultural relacionado con la sexualidad y no la mera ausencia de disfunción, enfermedad o de ambos”. Para que la salud sexual sea tal, es necesario que los derechos sexuales individuales sean reconocidos y garantizados por el Estado, la sociedad en general y el equipo de salud en particular. Requiere de un enfoque positivo y respetuoso de la sexualidad y de las relaciones sexuales, así como la posibilidad de tener experiencias placenteras y seguras, libres de discriminación, imposiciones y violencia.5
Esto implica el derecho a contar con información. El profesional sólo podrá ofrecerla si posee la capacitación necesaria para abordar un tema muy amplio, que excede el conocimiento de enfermedades y sus tratamientos. De esta necesidad surge este libro que incluye una revisión de la literatura científica vigente sobre la relación entre sexo anal, salud y patología anorrectal.
Epidemiología
A diferencia de los genitales, el ano es una estructura anatómica común a todos los seres humanos, independiente del género o la identidad sexual. Tiene una rica inervación sensitiva, por lo que forma parte de la sexualidad de muchos individuos. Probablemente por eso, y por la disminución de los prejuicios frente a distintas prácticas sexuales, el coito anal ha aumentado en los últimos años.
Estudios poblacionales de 1994 indican que en ese tiempo una de cada diez parejas heterosexuales reconocía practicar sexo anal. En diez años, esta proporción parece haber ascendido a una tercera parte, a la luz de una encuesta realizada en 2004 a 12.571 hombres y mujeres de 18 a 44 años.6
Según datos del Instituto Kinsey, el 46% de las mujeres de entre 25 y 29 años practicó sexo anal al menos una vez en su vida. Este porcentaje es progresivamente mayor en las poblaciones más jóvenes, lo cual refleja la normalización de esta conducta en las últimas décadas.7
De acuerdo con un estudio realizado en veinte ciudades estadounidenses, el 30% de las mujeres y el 35% de los hombres habían mantenido prácticas sexuales anales heterosexuales durante el último año.8 Otro sondeo realizado a 4.170 adultos de 20 a 69 años en Estados Unidos reveló que el 37,3% de las mujeres y el 4,5% de los hombres mantenían relaciones sexuales anales.9 Aunque varían mucho de un país a otro e incluso entre ciudades, estas cifras reflejan una alta prevalencia del coito anal heterosexual.
No se cuenta con estadísticas locales sobre este tema.
Como las personas heterosexuales, aquellas homosexuales también viven su sexualidad de distintas maneras. De los hombres que tienen sexo con otros hombres, la mayoría disfruta del coito anal pero no todos lo practican. Algunos no mantienen relaciones sexuales de ningún tipo y otros prefieren sólo el sexo oral ya sea genital o anal.10
Aquéllos que efectúan la penetración anal se denominan activos; aquéllos que son penetrados se llaman pasivos y quienes disfrutan de ambas prácticas, versátiles. De los 15.039 varones homosexuales encuestados para el United Kingdom Gay Men´s Sex Survey de 2014, cerca del 90% aseguró haber practicado sexo anal en algún momento de su vida; 11 Éste y otros trabajos desmitifican la creencia popular de que la totalidad de los hombres gay disfrutan del sexo anal pasivo.12 Por su parte, Breyer y colaboradores observaron que el 46% de ellos prefiere ser activo, mientras que el 43% elige el rol pasivo.13
Por lo tanto, no debe darse por sentado el tipo de práctica en función de la elección sexual, como tampoco suponer la orientación sexual del paciente de acuerdo al modo en que se viste o expresa. El único modo de conocer la realidad de cada individuo es a través de preguntas formuladas en el marco de la consulta. Los Centros para el control y la Prevención de Enfermedades (CDC) de Estados Unidos sugieren formas de abordar la sexualidad.14
Durante la entrevista se debe preguntar acerca de la orientación sexual, tipo de prácticas sexuales, número de contactos, nueva pareja, antecedentes de infecciones sexualmente transmisibles, consumo de sustancias que alteren la conciencia y la utilización irregular o inadecuada del preservativo. De acuerdo con la literatura, el uso de preservativo durante las relaciones sexuales anales es poco frecuente pese a que también conlleva riesgo de contagio. Muchas mujeres lo utilizan sólo durante el sexo vaginal y no durante el anal porque sólo temen un embarazo. Por otro lado, con la falsa sensación de tener controlado el Virus de Inmunodeficiencia Humana (HIV), las conductas sexuales seguras también se han relajado y ha aumentado la incidencia del resto de las infecciones como sífilis y gonorrea, entre otras.15-17
De 99 varones homosexuales evaluados de manera prospectiva en mi consulta, 36 dijeron que no usan preservativo de manera regular, 49 contestaron que se lo colocan para el coito ano-genital pero no para el sexo oral, y sólo 14 aseguraron que lo utilizan también para prácticas orales. Éstos últimos tenían diagnóstico de hepatitis B activa o HIV, es decir que son más conscientes de los riesgos de contagio y por lo tanto se cuidan más. Cabe destacar el elevado nivel cultural e informativo de estos encuestados y señalar que, pese a eso, la inmensa mayoría desconocía los aspectos básicos de la prevención de infecciones sexualmente transmisibles.18
De acuerdo con el United Kingdom Gay Men´s Sex Survey, el 64,1% de los encuestados tuvo al menos una relación sexual anal sin preservativo en el último año.11 El porcentaje de heterosexuales que utiliza condón de manera regular durante el sexo anal es aún menor. Según un estudio sobre 20.621 personas de 15 a 44 años que lo habían practicado, sólo el 20% de las mujeres y el 30% de los varones había usado el preservativo siempre.19
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