Todos tenemos una voz, e independientemente de si hacemos de ella un uso profesional o no, es fundamental cuidar el vehículo que nos da la posibilidad de comunicarnos con el mundo, sea para explicar un proyecto o para decir «te quiero». Insisto. Un problema de voz es un problema de salud, para todos, sin excepción.
El miedo y la vergüenza son dos emociones que hacen acto de presencia casi siempre que se sufre un apuro vocal. ¿Qué debo de tener? Esta es la primera incógnita que planea sobre el cerebro. Deseo y temor se mezclan ante la necesidad de conocer el causante de nuestro problema. ¿Será grave? Automáticamente sentimos amenazado nuestro futuro profesional, pero solo si descubrimos el alcance de la lesión podremos disipar la incertidumbre que nos acecha. Dicen, y no puedo estar más de acuerdo, que el miedo solo sirve para que no te atropellen por la calle. Pero lo cierto es que el miedo aparece y paraliza hasta el punto —he conocido algún caso— de no querer cantar nunca más. El encaje del problema vocal dentro de la vida personal y laboral provoca reacciones psicológicas diversas, totalmente comprensibles y respetables. Cuando de niños volvíamos sin voz de una excursión nos producía cierta gracia aquel cambio tan peculiar en la acústica de nuestra voz e incluso hablábamos aun más para hacer del todo audible a diestro y siniestro nuestra vocecilla alterada. De mayores, y dedicándonos a hablar o cantar las veinticuatro horas del día, no tiene pizca de gracia. Seamos más o menos conscientes del uso que hacemos de nuestra voz, lo cierto es que ir por el mundo con una voz de cazalla no es nada profesional. Hete aquí la vergüenza que a menudo sentimos y la tendencia a disimular hasta donde podemos el sonido roto, estropeado o ronco de nuestra voz.
Cuerpo y voz sufren desgaste porque los profesionales de la voz trabajamos a diario con estas dos herramientas y, por muy buen uso que les demos, pocos nos vamos a salvar de padecer ni que sea fatiga muscular. Sería como pretender que un deportista no se lesionara jamás de los jamases. Entender y aceptar como un hecho normal que alguna vez podamos sufrir problemas vocales puede ser un antídoto para la vergüenza, del mismo modo que para el miedo lo es el hecho de tomar las decisiones oportunas con suficiente rapidez para ganarle a nuestra mente la carrera de los 100 metros libres en malos pensamientos. Posponer la visita al médico por miedo a lo que pueda encontrar es un parche, cuyo zurcido se rompe el día menos pensado. Tenemos que perder el miedo a ir al foniatra, es más, hace falta instaurar el hábito de visitarlo al menos una vez al año; si trabajas con la voz, aun con más motivo, una visita semestral o anual tiene que ser obligada.
Cada día son más los oficios en los que la voz se convierte en la principal herramienta de trabajo. El grado de exigencia vocal es ciertamente diferente pero la necesidad es común: actores, políticos, cantantes, empresarios, profesores y muchos otros profesionales necesitan comunicar eficazmente en un marco de salud. Es bastante probable que todos estos profesionales sufran algún percance con la voz porque la utilizan a diario horas y horas y horas. Muchas horas. En estos oficios, la competencia profesional está relacionada, en gran parte, con la competencia comunicativa, y esta depende directamente de la competencia vocal. No se trata de tener una buena voz sino de tener una voz en buenas condiciones, permeable, flexible y preparada para adecuarse a los usos y necesidades de cada registro comunicativo. Y aun otro aspecto a tener en cuenta. Una lesión vocal tiene un alcance físico pero sus consecuencias se extienden al terreno emocional y psicológico, cuyas alteraciones influyen a su vez en el proceso de la recuperación vocal y la confianza personal. El mejor tratamiento que podemos dar a nuestra laringe es la prevención basada en unas pequeñas medidas de higiene que surten grandes efectos. Día a día. Poco a poco. Con constancia. Como el agua que a fuerza de deslizarse por encima de las rocas las modela y les cambia la fisonomía.
Aquella noche no pude cantar una sola nota. Tampoco cobré las 7.000 pesetas del bolo. No quise. «¡Te digo que cojas este dinero!», me decía Emili Juanals, entonces gerente de la Orquesta Costa Brava. «Que te digo que no los quiero», respondía yo entre gallo y gallo. Aprecio mucho a Milio, me hizo las veces de segundo padre. Tenía dieciséis años y, recién salida del cascarón, me había estrenado en mi primer trabajo como cantante apenas hacía seis meses. Trabajaba, viajaba, comía, y prácticamente vivía con 16 músicos. Con Milio, años más tarde, hemos hablado alguna vez de la anécdota y nos hemos reído una barbaridad. Pero aquella noche no me reí en absoluto. Viajábamos hacia Flix. Iba encajonada con cuatro músicos más en el asiento trasero de un Renault 12 de la época. Habíamos dejado la autopista en Hospitalet de l’Infant dirección Vandellòs, Tivissa y Móra para desviarnos hasta nuestro destino. Mes de agosto. Ventanillas bajadas todo el viaje. Y aquella carretera de curvas que no se terminaba nunca. Me recordaba mucho a la que entonces conectaba Lloret y Tossa. Aquellos kilómetros de curvas entre el último pueblo costero de La Selva y el primero del Baix Empordà me los conocía como la palma de la mano. Los de la Ribera d’Ebre se tornaron también familiares después de cinco años de cantar en las fiestas mayores de aquellas tierras. Durante las cuatro horas largas que duró el viaje no paré de hablar por encima de los decibelios producidos por la suma del viento y la velocidad del coche. La mudez de aquella noche en Flix fue una especie de preludio del resto de noches que me esperaban hasta entrar en quirófano.
El pólipo[4] no apareció aquella noche en Flix por culpa de la parlería que me dio en el viaje, aunque este tipo de lesiones suelen debutar de manera repentina, incluso pueden hacer acto de presencia de un día para otro. Basta con un grito de rabia y enfado como los que emiten al abroncar al árbitro algunos aficionados en los campos de fútbol. Cuando oigo según qué tipo de alarido, no puedo evitar visualizar un pólipo saliendo disparado por entre el pliegue vocal. El garbancito —así es como lo recuerdo cuando el médico me lo enseñó después de la operación— se fue incubando a base de cantar una media de cinco horas diarias en unas condiciones acústicas y ambientales nada recomendables. Un buen día, harta de esfuerzos, una de las cuerdas vocales dijo basta y explotó como un globo. Con el garbancito convivimos una temporada larga hasta que el Dr. Torrent lo operó. Treinta años atrás, después de una operación de este tipo te hacían callar durante quince días. Recuerdo ir con la libretita a todas partes para poder establecer comunicación. Dos semanas después de la operación tenía verdadero pánico a emitir un sonido.
Me habían dado el alta oficial y según los protocolos de la época ya podía hablar, y en cambio no encontraba el momento de abrir la boca y articular un sonido, y mucho menos sostenerlo afinado, es decir, cantarlo. Pensaba que quizás la voz habría cambiado, que la operación habría modificado su timbre característico. Hoy en día esta práctica del silencio absoluto y continuado durante quince días afortunadamente no se practica ni recomienda. El paciente puede y debe recibir rehabilitación tanto en el pre como en el posoperatorio y el logopeda será el encargado de llevarla a cabo. Por razones que no he sabido nunca, no me recomendaron hacer rehabilitación con ningún logopeda y yo desconocía entonces la existencia de este profesional sanitario. De modo que mi rehabilitación la hice sola; eso sí, conté con la ayuda de un guía excepcional. Mi cuerpo se encargaba de desvelarme las pautas de higiene vocal a seguir, solo necesitaba escucharlo con atención y ser consciente de las necesidades que se presentaban en función de la exigencia y las peculiaridades de cada proyecto vocal a desarrollar. Perder la voz fue un tropiezo que me ha enseñado a escucharme con plena atención mientras la uso. Lesionarme hasta el punto de no poder utilizarla en meses es una lección interesante de la que se aprende, entre otras cosas, a oír, escuchar y, sobre todo y más importante, a percibir la voz independientemente del feedback auditivo y al margen de este. Trabajar de forma consciente la percepción sensorial permite construir un sistema de monitoreo interno que facilita información sobre el movimiento y el grado de esfuerzo muscular que aplicas mientras intentas dotar del equilibrio necesario para emitir el sonido que deseas a un instrumento inestable por naturaleza.
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