Nina - Con voz propia

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Desde su infancia, música y canto han sido los acompañantes imprescindibles de Nina. Una carrera profesional dedicada al espectáculo. Trabajo, esfuerzo y dedicación durante más de tres décadas se recogen en unas intensas páginas en las que Nina pone en alza la voz como instrumento profesional y protagonista de toda su trayectoria profesional. Desde Operación Triunfo hasta la actualidad, siendo protagonista del musical Mamma Mía! Nina rinde un homenaje a la voz y a los comportamientos que hay que tener para no dañarla y otorgarle la importancia que tiene como valor individual de todo ser humano.Un libro que sin duda será de gran utilidad para los amantes de la música, el teatro y sobre todo de la voz.

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No sé si alguna vez el abuelo Joan recordaría las 14 palabras que me dirigió —seguro que no con la frecuencia e intensidad con las que yo las he recordado siempre— el día que le planteé, aun no sé con qué valor, que el profesor de música francés con quien me aburría soberanamente en clase de música me había sugerido tomar clases particulares de solfeo con el objetivo de cultivar y potenciar mi, según él, singular oído. Creo que escogí un mal día para planteárselo, había demasiadas cajas de bragas por cortar. «Siéntate aquí y corta esa caja de bragas que ya te enseñaré yo solfeo», me soltó por respuesta con el humor fino y socarrón que caracterizaba a aquel hombre que con once años emigró de su Andalucía, dejando atrás la caseta de la vía del tren en Los Gallardos, la aldea donde vivía y trabajaba con su padre y desde donde, una vez por semana, se desplazaba en burra hacia el pueblo de donde provenían, Palomares, para llevarles comida a la madre y las hermanas. Pasaba un día entero para ir y otro para volver. Un trayecto que hoy se hace en quince minutos. No solo entendí perfectamente la respuesta del abuelo sino que la esperaba. De hecho, la sabía incluso antes de que me la diera. Éramos pequeños, pero teníamos plena consciencia de la situación en casa. Trabajar, ahorrar y sacrificarse formaba parte de nuestro pan de cada día y era de lo más normal. No lo vivíamos como algo excepcional. Tenía que olvidarme de solfeos y puñetas y seguir cortando bragas. Las llegué a odiar, las bragas, quedé muy harta de cortar sus gomas, una caja tras otra.

Si hoy me encontrara por la calle al profesor de música francés, lo abrazaría y le daría infinitas gracias. Años más tarde entendí su gesto y supe apreciar y valorar la intención educativa en que se apoyaban las palabras que me dirigió. Potenciar las habilidades con las que nacemos y por las que destacamos cuando somos pequeños debería ser el objetivo prioritario del sistema educativo, casi obligatorio, diría, si no fuera porque la palabra me provoca cierta urticaria. Todos nacemos con unas habilidades, un don. Llamadlo como queráis. El talento reside en algún giro de nuestro cerebro. Y aunque no tengamos ninguna prueba de ello, lo cierto es que el talento existe y crea gran admiración hacia los que lo poseen o, mejor dicho, para los que pueden y saben cultivarlo y desarrollarlo mediante la formación, el esfuerzo y la constancia. Nadie nos asegura que algún día lleguemos a ser Mozart, Einstein o Messi; no obstante, no hay otro camino que detectar el talento, formarlo y gestionarlo sabiamente para destacar, disfrutar, ser felices y sentirnos y ser útiles a nuestra sociedad.

Si hoy pudiera hablar con el abuelo Joan horas y horas como lo hacía antes, le daría gracias una y otra vez. Lo sabía cuando estaba vivo, pero cuando se fue aun me di más cuenta de la brutal herencia que me había dejado en cada una de sus palabras y acciones. El abuelo Joan, y tantos otros abuelos, nos han dejado en estima y ejemplo el patrimonio más valioso que ningún niño podrá tener jamás. Años más tarde, al comenzar a cantar profesionalmente, inicié los estudios del dichoso solfeo, pero nunca le dije al abuelo que el lenguaje musical me aburría hasta límites insospechados, que me dormía llevando el compás y que me mareaba solo con pensar que tenía que leer en tantas claves. ¿No bastaba con la de sol? ¡Pobre de mí! Entonces no tenía ni idea del puñado de disciplinas que tendría que aprender para poder desarrollar el oficio con todas las garantías. Yo solo quería cantar. Para hacer el oficio hacían falta dos cosas muy básicas: amarlo y dominar ciertas habilidades. Si quería desarrollar el oficio de cantante, tenía que comprometerme a conocerlo, y eso quería decir batallar en una colección de frentes que se me abrían delante. Se me amontonaba el trabajo, pues, y no precisamente cortando las gomas de las bragas. Ahora prácticamente no se ven overlocks, la gente no tiene telares en casa para ganarse la vida. Pero a menudo, en las sastrerías de los teatros, cuando veo una máquina de coser, un tornamallas o unas tijeras, me dan escalofríos.

Con los conos de los hilos de coser en la overlock confeccionaba una especie de batería y con los trozos de caña que cortaba en la riera que había junto a la casa de los abuelos me hacía unas baquetas para apalear aquellos conos de plástico mientras cantaba. Tenía unos cuatro años. Este es el primer recuerdo que tengo de mí misma cantando. Me bastaba con oír una melodía solo una vez para reproducirla automáticamente y lo hacía constantemente porque era el juego que más me divertía. Soy de una generación privilegiada que creció y jugó rodeada de naturaleza, campos de labranza y ganado. Es una de las muchas cosas buenas que tiene el hecho de ser de pueblo. La diversión estaba en la calle, la riera o la montaña. Nunca mostré demasiado interés por los juegos convencionales específicamente de niñas; de hecho, en el cochecito, en lugar de muñecas llevaba conejos, los que se criaban en Ca la Lola, la payesa de delante de casa, donde pasaba todas las horas del mundo cazando renacuajos en el estanque o lavando allí zanahorias. En aquella barriada alejada del centro de Pineda encontré los primeros escenarios. El tejado de una cabaña de pastor medio derruida, uno de los pilares de la escuela donde me encaramaba en verano para cantarle al sol, mientras se iba, la misma canción cada atardecer. Y los conejos en el regazo. Los momentos vividos entonces con la voz están vivos como si hubieran sucedido ayer. Había un vecino que venía a menudo a nuestra barriada y me daba dos reales cada vez que le cantaba una canción. Yo no me hacía de rogar quizás porque en casa no tenían la costumbre de hacer cantar a la nena, hecho bastante enojoso cuando eres un crío muerto de vergüenza. De hecho, nunca me hicieron demasiado caso, bastante trabajo tenían en casa como para andar fijándose si apaleaba los conos o cantaba. En cambio, cuando a los diez años heredé la guitarra de mi hermana y empecé a rasgar aquellas cuerdas, mi madre empezó a escucharme con una paciencia infinita cada vez que se lo pedía. Ella y mis hermanas fueron el primer público incondicional. Y aun lo son ahora.

De mis treinta años de oficio, diecisiete han transcurrido en la ignorancia más absoluta en lo que se refiere a la mecánica de mi laringe; dicho con otras palabras, canté durante diecisiete años sin saber cómo hacía lo que hacía. El aprendizaje y el descubrimiento de la propia voz llegó escuchando otras e intentando reproducir, y por lo tanto imitar, aquello que estilísticamente me interesaba. Tener una voz versátil, capaz de responder funcionalmente a casi cualquier color o matiz vocal era una ventaja para iniciarme en el canto y explorar aptitudes y carencias. Los discos de vinilo fueron mis libros de canto, y los profesores, las voces que he admirado, de las que he aprendido, en las que me he reflejado y las que, en definitiva, han modelado la mía. No había teoría. Vino más tarde. Tenía veintiún años cuando decidí estudiar con una reconocida profesora de canto clásico en Madrid. Hacía unos meses que vivía allí. Me fui un caluroso día de julio de 1987 para actuar como invitada del Un, dos, tres, el concurso más famoso de la historia de la televisión, y me quedé cinco años. De un día para otro, exactamente de un viernes a un sábado, había dejado de ser Anna y me había convertido en Nina. 23 millones de espectadores son muchos millones de personas. Iba por la calle y tenía la sensación de que estaban todos ahí, juntos, los 23 millones, gritando mi nombre. Bueno, el nuevo nombre. En casa, por suerte, seguía siendo Anna Mari y, a pesar de la riada que bajaba, procuraba seguir el curso de la vida que ahora me llevaba a estudiar canto. La aventura con la profesora de clásico, sin embargo, duró un suspiro.

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