—El señor… Thompson. El señor Thompson es profesor de Literatura —el señor Thompson era, en realidad, el cartero de Lanesborough.
—Así que el profesor Thompson… Pues lo siento mucho, pero tu profesor se equivoca. En esta biblioteca no disponemos de ningún ejemplar de esa novela. —Le costó pronunciar novela—. Y ahora, si me disculpas, tengo cosas que hacer…
—¡Justo lo que mi profesor me advirtió que diría usted! Pues bien, también me aconsejó que debería ponerle una queja por ser usted una mala bibliotecaria. Así que quiero ponerle una queja. ¡Solicito una hoja de queja, por favor!
La señora Strauss enfureció de repente, estampó la revista contra la pared, se puso de pie de un salto y dirigió su mirada repleta de ira desatada contra Brian, que se esforzaba por disimular la media sonrisilla pícara por haber podido alterar tan fácilmente a la bibliotecaria.
—¡Escúchame bien, jovencito! ¡Esa novela es perversa! ¿Me oyes? ¡Perversa! ¡Este libro fue prohibido cuando se publicó hace años! Sólo los europeos, creo que los franceses exactamente, permitieron que se leyera; pero ya sabemos todos cómo son los franceses, ¿no? Con sus oh là là! y su asquerosa lascivia… Ahora va el Supremo y dice que no hay peligro en leerla…
—¿Y no deberíamos hacerle caso al Supremo?
—¡No! —gritó con fuerza la señora Strauss.
—Pero si el Supremo…
—¡Al diablo con el Supremo! ¿Qué sabrá el Supremo? ¡En esta biblioteca mando yo! ¡Y puedes ponerme una queja o veintiuna que no te dejaré leer Trópico de Cáncer! ¿Me has entendido, jovencito?
—Pero… —seguía discutiendo Brian.
Aproveché la fuerte discusión que ambos estaban teniendo para sacar un pañuelo del bolsillo, envolver mi puño derecho con él y propinarle un golpe contundente en uno de los bordes del cristal, que se rompió en mil esquirlas que cayeron esparcidas por todo el pasillo. Temí por un momento que la señora Strauss hubiera oído el golpe, pero supuse que no había oído nada puesto que seguía gritándole a Brian lo perversa que resultaba dicha novela de Henry Miller. Busqué rápidamente los libros y los encontré en cuestión de segundos: En la carretera y Aullido y otros poemas. ¡Ya eran míos! Pensé en llevarme alguno más, pero rechacé la idea casi de inmediato: aquello no era un robo, sino un acto de rebeldía, de desobediencia civil. Incluso se podía considerar un rescate.
Cogí los dos ejemplares y me los escondí debajo del jersey verde que mi madre me había comprado por mi último cumpleaños —a nadie pareció impresionarle que llevara jersey en pleno junio—, sujetándolos con la cintura del pantalón. Una vez ocultos, salí por el pasillo central. Seguí adelante hasta la puerta esperando el momento en que la señora Strauss me detectara y tuviera que salir corriendo, pero nada de eso ocurrió; así que un par de pasos antes de cruzarla, silbé y salí apresuradamente a la calle. Brian se disculpó brevemente con la señora Strauss y se despidió de ella, que ahora parecía no entender cómo la discusión llegaba a su fin de una forma tan abrupta, pero que agradecía poder volver a su revista y a su vaso de agua y su bolsita de té. Miré la fachada de ladrillo visto una vez más antes de alejarnos: aquella sería la última excursión a la biblioteca de Pittsfield.
—Bueno, ¿y me vas a decir ya por qué son tan importantes esos libros para ti, Robbie? —me preguntó Brian al mismo tiempo que montaba en su bicicleta, dispuesto a volver a Lanesborough. Era mejor mantener al señor White lejos de estos asuntos.
—Porque sí, Brian, porque cuando los leí por primera vez supe que quería ser escritor. —«Porque me recuerdan a Vicky», pude haber añadido, pero no lo hice.
—¿Y qué vas a hacer ahora que ya son tuyos?
Si bien siempre supe que llegaría el momento de abandonar Lanesborough, no fue hasta la mañana del 25 de octubre de 1978 que me despedí de mi madre y de mi hermana en la puerta de casa y subí al destartalado Chevrolet Camaro del señor White, el viejo gruñón y cascarrabias que vivía en el treinta y seis de mi calle, que tantas veces me había llevado a Pittsfield, y que ahora había accedido gustosamente a llevarme hasta Albany, desde donde cogería un autobús rumbo a Nueva York. El señor White sabía que ésta sería la última vez que subiría en su coche, y supuse que sintió una mezcolanza de nostalgia y alegría irrefrenable por perderme de vista.
Tan pronto como salimos de Lanesborough, el señor White encendió la radio y dejó que sonaran los grandes éxitos de Barry Manillow, Roberta Flack y Dolly Parton, mientras recorríamos el trayecto en silencio. Una vez dejado atrás el estado de Massachusetts y a tan sólo unos metros de incorporarnos a la Interestatal Noventa, con el río Hudson asomando y la ciudad de Albany cada vez más cerca, el señor White bajó el volumen de la radio y respiró profundamente.
—Cuando llegues a Nueva York… ¿Harás algo por mí, hijo? —me preguntó con su voz ronca sin apartar la vista de la carretera en ningún momento.
—¿Qué? —pregunté.
—Fóllatelas a todas, hijo. Fóllatelas a todas.
Después de aquella extraña petición, más aún si consideramos la escasa relación que nos unía al señor White y a mí —apenas hablábamos en los trayectos Lanesborough-Pittsfield—, volvimos al silencio al mismo tiempo que en la radio empezaba a sonar el Three times a lady, de The Commodores, que tanto me había hartado de oír durante el verano.
Llegamos pronto, todavía quedaba una hora para que saliera mi autobús, y el señor White se ofreció a invitarme a una cerveza en un bar cercano a la estación. Allí bebimos en silencio mientras en la televisión, cuya pantalla estaba cubierta de polvo, se emitía una repetición de un capítulo de All in the Family. Nos acabamos las cervezas y el señor White se acercó a la barra a pagar. Tan pronto como salimos del bar, el señor White se acercó a mí y me tendió la mano a modo de despedida, así que se la estreché.
—Recuerda lo que te he dicho en el coche —dijo.
—Claro —contesté yo.
—Y cuídate mucho, hijo. El señor White me dio un afectuoso abrazo que me cogió completamente por sorpresa. Después, se separó de mí y fingió que nada había pasado. Se acercó al coche, abrió el maletero y me entregó mi mochila sin apenas mirarme. Mientras se dirigía hacia el asiento del conductor escuché como musitaba una canción:
Wish me luck while you wave me goodbye,
cheerio, here I go, on my way.
Wish me luck while you wave me goodbye,
not a tear, but a cheer, make it gay…[1]
Una vez dentro del vehículo, el señor White arrancó y se fue.
Saqué el billete de autobús de la cartera y constaté el número del autobús, luego lo localicé y me subí en él. Decidí sentarme en la última fila. Abrí mi mochila de lona y cuero marrón y saqué mi ejemplar de En la carretera, con sus cubiertas desgastadas en negro y sus páginas arrugadas. Me vino a la memoria aquella tarde de junio, los gritos de la señora Strauss, la risa de Brian mientras pedaleábamos hacia casa, la excitación al sacar los dos libros de debajo del jersey y dejarlos encima de la cama. ¡Cuántas veces había imaginado la cara de la vieja harpía al ver la estantería número quince rota! Sonreí y abrí el libro de nuevo, dispuesto a releerlo una vez más —¿Cuántas iban ya? ¿Seis? ¿Siete? Había perdido la cuenta—. El conductor del autobús anunció que salíamos en cinco minutos. Y en diez, ya nos encontrábamos en marcha.
El viaje se hizo algo cansado pero, sinceramente, no me importó en absoluto. Todo el cansancio pareció desvanecerse tan pronto como bajé del autobús y vi los rascacielos y los taxis corriendo de un lado para otro, y las luces, y sentí toda esa vitalidad, el latido de la ciudad. BEAT. BEAT. BEAT. De repente me di cuenta de que se me había puesto dura, y no pude hacer nada más que reírme. Estaba, por fin, en Nueva York.
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