Tony se acercó entonces a mí y se puso en cuclillas a mi lado, con los codos apoyados en las rodillas y los brazos cruzados.
—Escúchame bien, William, ¿me escuchas? Si dices algo, vendremos a por ti. Si vas a la policía, vendremos a por ti. Si nos delatas, vendremos a por ti. Y por último (y esto es muy importante, William, así que presta atención), si nos metes en problemas, te buscaremos, te encontraremos y acabaremos contigo. ¿Y sabes qué es lo primero que te haremos? Lo primero que te haremos será arrancarte la polla y luego iremos desguazándote, cacho a cacho, hasta que no quede absolutamente nada de ti. ¿Me has entendido, William? Seguro que sí. Eres un chico listo. Tienes pinta de chico listo. ¿A quién se lo vas a contar, William?
Tony se me quedó mirando y, al ver que no le contestaba, me cogió del pelo y me pegó un tirón hacia atrás.
—Disculpa, no te he oído bien. ¿A quién se lo vas a contar, William?
—¡A nadie! ¡A nadie! —respondí.
—Eso está mejor. —Tony se puso de pie—. ¡Venga, vámonos antes de que esos cerdos nos arruinen la noche!
Los vi alejarse rápidamente hasta que desaparecieron por completo. La papelera había empezado a arder y lo único que pude pensar fue en las páginas de mis libros consumiéndose al instante, convirtiéndose en ceniza. ¿Qué había pasado? Me dolían los brazos, las piernas, el estómago; como si hubiera estado luchando durante horas encima de un cuadrilátero contra un peso pesado llamado suerte —la suerte, tan esquiva y difícil de contentar: a veces de nuestra parte, mejor no tenerla de enemiga…— y hubiera caído derrotado encima de la lona, exhausto. Toalla blanca. Vítores al campeón. Sentí que Clarisse me hablaba en susurros y me acariciaba con dulzura la espalda, pero debajo de aquel olmo de ramas desangeladas sólo estaba yo. De pronto oí las pisadas de alguien que se acercaba, alcé los ojos y me sorprendí al ver de nuevo al chico joven. Me miraba sin querer mirarme, me miraba con lástima. ¿Por qué había regresado? «Lo siento», dijo con un hilo de voz temblorosa. ¿Qué había pasado? Me sentía confuso. El chico se aproximó y me dejó en el suelo diez dólares que llevaba en la mano; luego, se esfumó. La brisa nocturna amenazaba con llevarse el dinero. No me importó. Me lo habían quitado todo. ¿Qué había pasado? Me dolían los brazos, las piernas, el estómago. La sirena del coche patrulla se había dormido. Ya no se escuchaba nada. La noche, en silencio.
Había transcurrido ya media hora, quizá un hora, quizá muchas más, cuando Sasha me encontró. Aquella noche, después de su actuación en The Works, Sasha decidió regresar a casa dando un paseo en vez de tomar un taxi, como acostumbraba a hacer, y al llegar a la esquina de Waverly Place con Washington Square West le pareció escuchar una especie de sollozo ahogado que le llevó a pensar que tal vez alguien necesitara su ayuda. Ese alguien era yo. Así que Sasha no dudó en entrar en el parque a pesar de la oscuridad, desobedeciendo esa voz interior que le advertía que estaba cometiendo una estupidez y que se estaba comportando de manera necia e insensata. No tardó demasiado en dar conmigo —ya que apenas me encontraba a unos metros de la acera exterior que rodeaba el parque, y de la entrada noroeste— y cuando lo hizo, arrojó de inmediato a tierra su pequeño bolso de cuero rojo decorado con piedras strass y se arrodilló enfrente de mí.
—¡Dios Santo! ¿Quién te ha hecho esto? —preguntó mientras me sujetaba por los brazos e intentaba incorporarme lentamente, al mismo tiempo que trataba de mantener la calma—. ¿Cómo te llamas, cariño?
Sasha me ayudó a sentarme y pude así apoyar mi espalda contra la agrietada corteza del tronco de aquel olmo, testigo silencioso de todo lo ocurrido. Ella se puso de pie de inmediato y empezó a andar en círculos, visiblemente alterada. Tan pronto como volvió a dirigir su mirada hacia mí, se percató de que me hallaba prácticamente desnudo, a excepción de aquellos calzoncillos blancos que ahora estaban sucios y cubiertos de tierra. Estaba temblando, ya no de miedo —aunque también—, sino de frío. Sasha se quitó rápidamente su abrigo de rojo terciopelo y me lo colocó sobre la espalda
—¿Cómo te llamas? —preguntó de nuevo; sin embargo, yo seguía siendo incapaz de responder. Por un momento llegué a pensar que nunca más podría volver a hablar—. ¿Dónde vives? ¿Eres de por aquí? ¡Qué tontería! ¡Por supuesto que no eres de por aquí! Si fueras de por aquí sabrías que éste no es un buen lugar para pasear por las noches. —Sasha respiró profundamente antes de continuar—. ¿Tienes algún lugar al que ir, alguien a quien podamos llamar? ¿Algún familiar? ¿Un amigo, quizá? Cariño, pretendo ayudarte, pero si no me contestas…
Sasha se puso a andar en círculos otra vez. Yo me agarré al tronco del olmo con todas mis fuerzas e intenté ponerme de pie, pero las rodillas no me respondieron y caí una vez más en tierra. Me sentí frustrado, completamente inútil.
—¡Espera, espera! ¡Te vas a hacer daño! —dijo ella al verme tendido en el suelo—. Déjame ayudarte.
Sasha me agarró el brazo derecho y lo pasó alrededor de su cuello; después me sujetó por la cintura, contó hasta tres —uno, dos, tres— y fue levantándome poco a poco hasta que volví a verme de pie. Las piernas me flojeaban y me sentí ligeramente mareado, además temía que de un momento a otro me viniera abajo nuevamente, pero entonces me fijé en su sonrisa, que parecía querer decirme: «Tranquilo. Te tengo», y me sentí —de un modo insólito y muy poco usual— confiado; todo lo confiado que te puedes sentir con una completa desconocida.
—No te preocupes, cariño. Te diré lo que vamos a hacer. —Me sonrió mientras se inclinaba para recoger su bolso de la tierra—. Te vas a venir conmigo a casa, ¿de acuerdo? Allí podrás descansar toda la noche y recuperarte. No puedo ofrecerte una cama, pero sí un sofá, y créeme: es realmente cómodo. Mañana, con el nuevo día, ya me dirás quién eres y cómo demonios has acabado… así, y encontraremos una solución, ¿de acuerdo? —Asentí levemente. En aquellos instantes lo único que quería era salir de aquel parque, alejarme de allí—. ¡Venga! ¡Vámonos de aquí!
Empezamos a caminar hacia la calle, y la distancia que tuvimos que recorrer se me antojó como insalvable, ya que a cada paso que daba se me iban clavando en la planta de mis pies descalzos trozos de rama o pequeñas piedras. Sasha, que se mantenía alerta para que no pisara ningún trozo de cristal ni ninguna aguja de jeringuilla usada, dejó en todo momento que me apoyara completamente en ella, y me resultó sumamente extraño la fuerza que tenía —y no sólo su fuerza me resultó extraña, sino toda ella en su conjunto: sus desgreñados cabellos rojizos color Redwood que parecían una peluca, el exceso de maquillaje, su llamativa vestimenta o el portentoso abrigo de terciopelo que ahora descansaba sobre mis hombros—. Tan pronto como llegamos a la acera, Sasha me ayudó a sentarme en el bordillo y ella esperó de pie a que pasara algún taxi por allí. Cruzaron un par de ellos con la señal de libre hacia la Sexta, pero no fue hasta media hora más tarde, quizá una hora, quizá muchas más, que un taxi se detuvo delante de nosotros. Sasha abrió la puerta y me ayudó a ponerme de pie aunque esta vez sólo tuvo que darme la mano: por suerte empezaba a encontrarme un poco mejor y ya las piernas parecían volver a funcionar. Entramos como pudimos en aquel vehículo y nada más cerrar la puerta, Sasha le indicó la dirección al taxista.
—Elizabeth con Bleecker, por favor. —Y el taxista se puso en marcha.
Sasha era la estrella del espectáculo, la única razón por la cual la gente acudía cada noche a The Works, el local nocturno más famoso de Christopher Street. Iban por ella, para poder disfrutar de su fantástica y prodigiosa voz mientras cantaba el Downtown, de Petula Clark, el These boots are made for walking, de Nancy Sinatra, o el Baby Love, de The Supremes. El escenario acabó convirtiéndose con el paso de los años en su hábitat natural y cuando se subía a él, el público enmudecía al instante esperando el momento en el que se decidiera a sostener de nuevo el micrófono entre sus manos. Y era en ese preciso instante cuando se desataba una locura colectiva de gritos eufóricos y rabiosos aplausos, cuando los allí reunidos coreaban al unísono su nombre y le pedían otra y otra canción más. Sin embargo, mientras nos dirigíamos camino de Elizabeth Street en aquel taxi, Sasha no me pareció en absoluto una estrella, sino más bien una auténtica chiflada.
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