—Nueva York, nido de ratas —una voz ronca interrumpió nuestra conversación. El hombre a quien Clarisse había servido el whisky, y de quien yo me había olvidado por completo, seguía oculto en aquel rincón y mantenía la mirada agachada hacia el suelo y las manos alrededor de su vaso de cristal, que ahora estaba ya vacío.
—Lo tendré en cuenta, gracias —le respondí a Clarisse.
—¡Y otra cosa más! —añadió—. La próxima vez que te dejes caer por aquí, trae contigo algo de lo que escribas. Me gustaría leerte.
—¡Eso está hecho!
Sonreí por última vez esa noche, me di media vuelta y me encaminé hacia la salida. Una vez en la calle, por la ventana pude ver cómo Clarisse recogía el plato vacío con los restos de sirope de arce y lo dejaba encima de la barra; luego se dirigió hacia el hombre de la esquina. Me quedé unos minutos allí viendo cómo intentaba levantarlo y cómo lo acompañaba hacia la puerta que, supuse, conectaría con la cocina del lugar. Las luces del diner se apagaron y entonces supe que debía seguir con mi camino.
La voz ronca de mi vecino el señor White, el viejo gruñón y cascarrabias que vivía en el treinta y seis de mi calle, volvió a resonar con fuerza en mi cabeza a medida que me iba alejando del Sam’s Diner. «Fóllatelas a todas, hijo. Fóllatelas a todas». Pensé inevitablemente en Clarisse y en lo atractiva que me resultaba esa muchacha. Me hubiera gustado preguntarle si tenía novio —o si se acostaba con alguien, para ser más exactos; o si hubiera querido acostarse conmigo, para ser más exactos todavía—, pero sólo hablamos de Scott Fitzgerald, ¡maldita sea! De pronto nos imaginé allí, en aquel diner solitario y desértico, sin ningún viejo a cobijo en cualquier rincón. Ella y yo tumbados en el suelo entre las mesas desnudas: nadie más. Me la imaginé sentada sobre mi cintura, ligeramente inclinada mientras buscaba mis labios y los encontraba, y los mordía con delicadeza, y luego los besaba. Imaginé sus manos de caramelo desabrochándome los botones de la camisa y acariciando mi torso, segundos antes de repetir el proceso con su blusa y dejarme entrever su sujetador negro —me lo imaginé negro, quizá porque de ese mismo color era el sujetador de Daphne, aquella mujer que se dejaba cambiar el nombre con tanta facilidad—. Luego imaginé sus pechos, que serían como sus mejillas y tendrían el agradable sabor de la canela y de igual modo sería su aroma, y me dejé embelesar por ellos y quise imaginar que los acariciaba. Sin saber muy bien cómo ni por qué, la imagen de Clarisse se desvaneció y en su lugar apareció la de Claire, la hija de los Spencer, mi primera novia —si alguna vez habíamos llegado a considerarnos como tal—. Y ya no estaba en Nueva York sino de vuelta en Lanesborough, en la planta de arriba de su casa, en su habitación de paredes de color ocre rojo y cenefas con motivos florales. Sus padres se habían marchado a Greenfield a ver a una tía que estaba enferma —hora y media de viaje la ida, otro tanto la vuelta— y contábamos con la seguridad de que no iban a aparecer hasta bien entrada la noche. Le ayudé a quitarse el suéter y ella se desabrochó la falda, aunque prefirió darse la vuelta cuando llegó el momento de deshacerse de su ropa interior. Yo me quité lo que llevaba puesto y me senté en el borde de la cama, algo avergonzado —ya que era la primera vez en mucho tiempo que me quedaba desnudo delante de una mujer—, cubriendo con mis manos los genitales. Ella se volvió hacia mí de nuevo, ya sin sujetador, aunque aún llevaba las bragas, y se sentó a mi lado. Nos fuimos tumbando de manera acompasada hasta que los dos caímos encima de las sábanas y, tras unos segundos de pánico que dejaban al aire nuestra total inexperiencia en la materia, le acaricié el brazo y acerqué mi barbilla a la suya con la intención de darle un beso. Fue durante aquel verano de 1972, apenas unas semanas después del rescate de los libros presos, cuando hice el amor por primera vez.
Cuando me quise dar cuenta, ya había dejado atrás casi una decena de cruces y me encontraba justo debajo del Empire State Building y, a pesar de que se estaba haciendo demasiado tarde y sabía que debía encontrar cuanto antes algún lugar donde pasar la noche, no pude evitar detenerme unos segundos y mirar hacia arriba, sentirme insignificantemente pequeño al lado de aquel edificio descomunal. Recordé haber leído en una de las revistas que mi madre solía traer a casa del restaurante de Tom Affley, donde acudía cada domingo por la tarde con sus bizcochos para que éste los intentara vender durante la semana, que el Empire State Building había ostentado el prestigio de ser el edificio más alto del mundo hasta 1972, año en el que se vio obligado a cederle el testigo a su vecina del Downtown, la Torre Número 1 del World Trade Center. —¿No les resulta curiosa la coincidencia? A veces me gusta pensar que mientras yo perdía la virginidad, el Empire State Building perdía su preciada hegemonía. Un par de años más tarde sería la Torre Sears de Chicago —llamada ahora la Torre Willis— la que conseguiría alzarse por encima de sus competidores. La ciudad del viento se imponía a los cinco distritos.
Seguí caminando avenida abajo hasta que llegué al Madison Square Park, que dormía plácidamente, y me di de bruces con el Flatiron Building: ese extraño y señorial rascacielos de planta triangular y estilo Beaux-Arts, el primero en la ciudad; el primero en hacerle cosquillas a las nubes cuando éstas amenazaban tormenta. Y allá a lo lejos, al final de la Quinta Avenida, divisé vagamente el arco de mármol que presidía la entrada al Washington Square Park. Sentí de repente que algo no iba bien. Un repentino escalofrío me recorrió la espalda hasta llegar a los talones, y empecé a escuchar los pasos de alguien que se me acercaba por detrás. Me volví discretamente y vi que tres jóvenes estaban siguiéndome. Uno de ellos se rio en voz baja y otro dijo: «Se va a escapar». Al escuchar aquello mi respiración se aceleró y mis manos empezaron a sudar. Seguí caminando unos pasos más mientras decidía qué hacer e intentaba recuperar la calma. Pensé entonces en echarme a correr, meterme por algún callejón, despistarlos; y así lo hice. Sin embargo, un par de calles más adelante, dos chicos más aparecieron de la nada y de un empujón me lanzaron contra la pared. Uno de ellos me propinó una patada en la rodilla y caí al suelo. Los otros tres llegaron en cuestión de segundos.
—Será mejor que te mantengas tranquilo si no quieres que la cosa se ponga fea —me amenazó uno de ellos.
—Nido de ratas —recordé en un susurro las palabras de aquel viejo en su rincón.
—¿Cómo dices? —preguntó otro de ellos; pero no buscaban respuesta alguna. Me pegaron otra patada en el costado y acto seguido, haciendo caso omiso al grito de dolor que acababa de soltar, me ordenaron que me levantara.
Me llevaron a empujones hasta llegar al Washington Square Park y una vez allí me condujeron hacia una de las esquinas del parque. Pasamos por delante de un mendigo que descansaba acostado en uno de los bancos de madera anclados al suelo, cubierto por una sábana mugrienta y ajironada y unos cartones, que al ver lo que estaba sucediendo, no sólo no hizo nada por intentar ayudarme, sino que me mostró una cruel y desdentada sonrisa y se dio media vuelta. Me arrojaron con fuerza contra el robusto tronco de un olmo y al intentar minimizar el impacto me rasqué las palmas de las manos con la áspera corteza. Mientras discutían qué hacer conmigo, pude distinguir a los diferentes miembros de aquella banda. El más alto, un joven delgado llamado Tony que lucía una pequeña cicatriz a la altura de la ceja derecha y que todavía no había abierto la boca, era sin duda el líder. Luego estaba el Gordo —corpulento, de estatura baja—, que parecía ser el segundo de abordo, el hombre de confianza; y dos chavales que debían de ser gemelos, David y Jonah, de semejante complexión atlética e idénticos rasgos faciales. Quedaba, dos pasos por detrás de sus compañeros y con una mirada algo tímida y asustadiza, el pequeño de todos, de no más de dieciséis años supuse, cuyo nombre nadie había pronunciado aún. Tony, que mantenía una expresión hierática y los brazos cruzados, alzó ligeramente la mano izquierda y el resto se calló ipso facto. Entonces, dio un par de pasos hacia donde me encontraba, me cogió de la barbilla, me miró durante unos segundos y sonrió.
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