Cristina Morales - Terroristas modernos

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Las nociones de terrorismo, modernidad, burguesía y democracia conviven pacíficamente en el tránsito de los siglos XVIII a XIX. El
primer acusado en la Historia de terrorista, esto es, de ser un agente o partidario del régimen del terror (según reza el diccionario de la Academia Francesa de 1798, que inaugura el término), no fue ni un anarquista, ni un comunista, ni un neonazi, ni un abertzale, ni un yihadista, sino el neonato Estado liberal francés, la primera democracia moderna de Europa. Con esto muy presente y con España hecha un barrizal tras la invasión napoleónica, en 1816 un grupo de españoles urdió un plan para convertir su
Reino, aburrida cocinilla de Dios, en
Estado, flamante máquina humana. Entre ellos había algún prohombre de la resistencia contra los franceses y algún líder de la guerrilla, pero la mayoría eran militares degradados sin más muda de ropa que el uniforme, exguerrilleros vueltos mendigos, sastras cuyas confecciones eran censuradas por la Iglesia y poetas cansados de neoclasicismo y por ello ninguneados en las imprentas ilustradas. El plan no consistía ni en un pronunciamiento, ni en un motín popular, ni en una conjura palaciega, ni en una revolución a la francesa. Lo que la historiografía dio en llamar
"la Conspiración del Triángulo" constituyó una infrecuente experiencia de rebelión en la que desclasados de diversos escalones de la jerarquía social se aliaron y hasta invirtieron sus roles de clase, género y raza. Cristina Morales narra en Terroristas modernos el forjamiento de esas alianzas políticas inesperadas, la intrahistoria de esa subversión, y traslada los profusos conflictos de la trama al estilo literario, problematizando el lenguaje y el sustento ideológico del lector.

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El cervatillo representa la honra perdida. El padre, siempre preocupado por preservar la honra de la hija, es quien la deshonra. Torres se aceleraba por el rodar del razonamiento. La sobreprotección doméstica hacia la hija conlleva la desprotección en los extramuros familiarno dejan a la catalana que se case contigo, lo interrumpió Yandiola. No, aseveró Torres, pero bueno. Tampoco son tan ricos. El padre es un servil ignorante. Dice que ni editor ni poeta ni periodista son oficios ningunos. José Antonio Yandiola estiró los dos bucles del lazo y lo oreó. Se sentó en la cama girado hacia la manta, de espaldas a Domingo Torres, y asintió ahí lleva razón el viejo. Torres volvió al papel y también asintió y dijo sí, en realidad tiene razón. Ser diputado de cortes en una monarquía absoluta es lo que da dinero hoy en día, y en el trascurso de esa frase Yandiola concluyó la operación. Se levantó pertrechado, con ganas ahora sí de demorarse. Pensó en la estufa que tenía en su anterior casa, en su panza rayada, en el pequeño infierno de su interior. ¿Sabes?, dijo. Voy a comprar una estufa. Domingo Torres arqueó las cejas mientras escribía. Tengo algo de dinero ahorrado y, bueno, tú compraste los colchones. Ya he comprado yo una estufa, dijo Torres. Mañana nos la traen. Es que pesaba mucho para cargarla yo solo. Juan Antonio Yandiola terminó de abotonarse el abrigo y susurró ah. Yo también tenía algo ahorrado, añadió Torres. También he comprado un poco de carne y de vino, por si no tienes ganas de salir a la calle con este mal tiempo. Está en mi bolsa. ¿Carne?, preguntó Yandiola. Para celebrar el año de malvivir que llevamos aquí juntos, respondió Torres. Juan Antonio Yandiola se sintió sospechoso, descubierto. Se vio a sí mismo de pie y desgarbado. Bueno. Me hace falta… dijo, y se obligó a necesitar algo, a encapricharse por algo, y volvió a experimentar el vértigo de viejo. Me hace falta un reloj. Para que luego digáis que no tengo oficio ni beneficio, exclamó Torres, y añadió cierra por fuera, no tengo ganas de levantarme.

6

El hijo de la casera se puso en la puerta de José Vargas a la hora de la siesta y empezó a gritar don José, la mensualidad, don José, la mensualidad, don José, la mensualidad, la mensualidad la mensualidad mensualidad mensualidad. Los vecinos se asomaron y comentaron lo gentuza que eran la casera o el Vargas o los dos, el poco respeto por los demás. El niño cogía aire y repetía. Al cabo de cinco minutos se cansó y se fue a su casa, y su madre le dio un bollo. Al día siguiente a la misma hora el niño regresó a la puerta de José Vargas y gritó de nuevo. Al asomarse los vecinos, los niños aprovecharon y salieron corriendo. Unos bajaron y otros subieron las escaleras para encontrarse en el rellano donde estaba el hijo de la casera y se pusieron a gritar con él mensualidad don José mensualidad. Hicieron competiciones de a ver quién aguantaba más o quién lo decía más rápido o más alto, jugaron a decirlo más grave y más agudo, y a la vez zapateaban en el suelo y golpeaban la puerta. Los vecinos se unieron al griterío llamando a sus hijos y maldiciendo a su madre y al niño de Satanás, al moroso, a la lluvia, al frío y a los franceses. Dentro, José Vargas se tapaba los oídos. Las madres fueron a por los hijos y se los llevaron a rastras, y todavía en el camino a sus casas gritaban mensualidad don José hasta que les pegaban o les tiraban de las orejas y lloraban. El hijo de la casera siguió ahí, mucho más motivado que el día anterior, y cuando todos los demás niños ya se habían ido exclamó ¡ah, he ganado yo! y lo cantaba ¡he ganado yo-o, he ganado yo-o! Volvió a su casa y se comió el bollo paseándose por la cocina. Al tercer día almorzó más deprisa y fue a la puerta de José Vargas sin que la madre tuviera que ordenárselo. Carraspeó, cogió aire e inició su perorata. Ningún vecino se asomó al pasillo, así que gritó más fuerte, más y más hasta que tosió y se puso rojo, pero nadie le mandó callar ni se le unió nadie. Exclamó malhumorado los últimos señor don José mensualidad y fue a exigir su bollo.

La casera gritó por la ventana la próxima vez no le mando al niño sino a los guardas, choricero, y José Vargas pensó sí, por dios, mejor la inquisición que el niño, y dobló la esquina sin hacer vuelo con la capa. Llegó a San Antonio y le preguntó a un viejo si ya había pasado la ronda y le dijo no. José Vargas retiró los guijarros que guardaban su sitio y se sentó apoyándose en la pared menos iluminada. Se subió el embozo de la capa dejando la cara visible a medias. La luz era leve y terminaba en sus cicatrices. Se abrazó las piernas y se balanceó. El fraile que dirigía la ronda de pan y huevo era expeditivo e implacable. Señalaba a un mendigo considerando su apariencia y sus quejidos y ahí se dirigían las monjas y los cofrades para darle dos mendrugos de pan y dos huevos duros, o para subirlo al carro y llevárselo al hospital. No permitía que ninguno de los benefactores se desviara para socorrer a alguien que él no hubiera marcado como digno de piedad cristiana. Hay que saber distinguir a los desgraciados de verdad de los merodeantes, les recordaba antes de salir a las señoras.

José Vargas veía avanzar la comitiva y se preparaba. El fraile hizo un gesto con la cabeza y una mujer con un tocado de puntillas y una novicia con un cesto de mimbre se le acercaron. La señora se sujetó el tocado para que no se lo llevara el viento, le dijo dios te bendiga y sacó de la cesta un envoltorio. José Vargas dio las gracias y repitió dios la bendiga a usted y a su familia mientras buscaba los ojos de la novicia. Doña Leonor, vaya usted a atender al siguiente, que les alegra usted la cena con esa simpatía suya, ya me quedo yo dándole de comer a este pobre. La mujer sonrió ampliamente, mostrando todos los dientes y todos sus huecos. A cuantos más pobres se arrima una, más se arrima una a dios, dijo. Le dio la bolsa a la novicia Julia Fuentes y corrió dando pequeños saltos hasta ponerse detrás del fraile. José Vargas observó los dedos rechonchos y despellejados de Julia Fuentes desanudando la servilleta. Mientras ella sacaba el huevo y se lo acercaba a la boca, las manos de Vargas, cubiertas por la capa, se ponían en los bultos que las rodillas formaban en el hábito, y al morder el huevo las apretaba. Fuentes separó un poco las piernas y le puso un pedazo de pan en los labios. José Vargas mordisqueaba la corteza mientras se introducía en el hábito y encontraba la tiesa enagua de lienzo y la superaba, y entonces ella le sujetaba el pan en la boca, se sujetaba ella al pan porque José Vargas ya le tanteaba el sexo. Incidió en la firme carne de la vagina con una mano y en los pliegues de la vulva con la otra. Julia Fuentes cogió el segundo huevo y lo alimentó. José Vargas comía despacio y Fuentes se esforzaba por no cerrar los ojos y por no apretarse. El racimo que crecía y se hacía frondoso por las articulaciones de la novicia ardió y un espasmo zarandeó la cruz de madera del pecho, se cayó de rodillas apresando momentáneamente las manos de José Vargas, ya calientes, entre sus piernas. Rezaron dando gracias a nuestro señor Jesucristo por estos alimentos, le tendió ella el chusco de pan que aún quedaba en la servilleta y se marchó con prisa y sonrosada. José Vargas se olía los dedos royendo el mendrugo, y cuanto más aspiraba más frenéticamente mordía.

Diego Lasso va ligero por los márgenes de la calle. Estira las solapas de la levita y lleva el sombrero ajustado hasta las orejas. Desde hace una semana se va fijando en los abrigos que llevan los señores bien vestidos e imagina cómo le encargará al sastre el suyo. Se viene recitando la nación española es libre e independiente y no es ni puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona. Cuando cree que ya se lo sabe para en seco y lo dice en voz alta, de carrerilla. Si se equivoca chasquea la lengua y empieza de nuevo. Le pasa en libre e independiente, que junta las tres palabras y se traba al decirlo tan rápido, y lo mismo en no es ni puede ser. Tensa las manos y se dice a ver: ¿qué es la nación española? Es libre e independiente. ¿Y qué no es ni puede ser la nación española? No es ni puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona. No es ni puede ser, no es ni puede ser, no es ni puede ser, es libre e independiente, in, de, pen, dien, te, sí, pa, tri, mo, nio, no.

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