Jake Shears - Los chicos siguen bailando

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El cantante del grupo musical Multiplatino Scissor Sisters explora su evolución como joven artista: desde su adolescencia en la zona noroeste de Estados Unidos y Arizona, hasta su llegada a la electrizante Nueva York, donde encontrará una escena musical en constante cambio que permitirá la explosión de Scissor Sisters y el advenimiento de la fama internacional recién entrado el nuevo milenio. Cándida y valiente, la escritura de Shears tiene la misma presencia poderosa y espiritual que podemos ver en sus actuaciones. Estas memorias entretenidas y evocadoras serán toda una inspiración para aquellos que tengan determinación y un sueño que cumplir.

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Yo ya no era un niño pequeño. Impaciente, deseaba experimentar la cultura con temas mucho más maduros. Quería ir al cine, y me daba igual lo que se estuviera proyectando. Cada viernes, cuando conducíamos por la calle principal, pegaba mi nariz a la ventanilla del coche e intentaba averiguar qué ponía en la marquesina descolorida del cine. Pegaban una impresión hecha desde un ordenador, con el título y los dos pases de la película, tras un cristal rayado de plexiglás.

Un amigo mío y su madre, que tenía un gusto cosmopolita, me llevaron a ver mi primera película clasificada R[8] , Working girl. Con la escena inicial de Nueva York y la Estatua de la Libertad, mi corazón se elevó mientras Carly Simon cantaba Let the river run. También estuve al tanto de las complicaciones de los adultos. Cuando los créditos aparecieron, me di cuenta de que la mayoría de las películas que había visto antes que esta eran una absoluta bazofia. ¿Esa película de Bobcat Goldwaith con un caballo parlante? ¡Basura! ¿Ernest goes to camp? ¡Material para bebés! Cuando escuchaba a la gente decir “joder” en voz alta, o entreveía un culo de hombre y unas caderas que empujaban, sentía un espasmo inexplicable, un deseo de ser mayor, de vivir esos papeles que veía en la pantalla.

Me convertí en un fanático del cine. En sexto, mientras abandonaba el cine, la madre de uno de mis compañeros me vio y se acercó con mirada curiosa. «Es extraño verte salir de Delitos y faltas», me dijo.

También me preocupé por conseguir libros más jugosos. Mi hermana Sheryl se había dejado por ahí una copia de bolsillo del Tommyknockers, de Stephen King. Yo lo escondí detrás del sofá de la sala de estar y lo leía durante horas, poseído por su terrorífica imaginería. También había aprendido a ser precavido: una niña de mi clase me había pillado leyendo If there be thorns, de V.C. Andrews, en la biblioteca escolar. Lo agarró y me lo quitó de las manos, luego se giró hacia sus amigas y afirmó con cierto disgusto: «¡Oh, Dios mío, es un jodido gay!».

[6]Vestido típico de Hawái. (N. del T.)

[7]Laca para el cabello, producto cosmético. (N. del T.)

[8]Las películas clasificadas R en Estados Unidos no permiten el acceso a los menores de 17 años si no van acompañados de un adulto. (N. del T.)

3

Mis nuevos y exigentes gustos se saciaban cuando mis padres se iban de la isla. A menudo me dejaban a cargo de una de mis hermanas. Windi conseguía llenar inmediatamente la casa con amigos que lucían unos abdominales perfectos y eran algo toscos. A cambio de mantener la boca cerrada, se me permitía ver el canal Playboy que, para mí, en 1987, era el pináculo del entretenimiento.

El canal Playboy era mi paraíso. No lo encontraba sexualmente atrayente, pero me deslumbraba toda esa estética lujosa y trash. Los centerfolds[9] en vivo y en directo eran un interminable desfile de pechos, corrientes de champán y mujeres con peinados perfectos y cuerpos bronceados en piscinas azules que parecían sacadas de David Hockney. Eran el epítome del decadente glamur, pavoneándose con sus espaldas arqueadas y sus gafas de sol enormes, las tetas mojadas al aire, lamiendo sus labios brillantes de manzana de caramelo. No había nunca una mujer en la piscina que no llevara sus tacones puestos.

Un día tuve el valor de confiar en Joseph Alred, un chico deportista con un corte de pelo a lo militar que iba al mítico quinto curso, por encima de mí. Pensándome que éramos amigos, le dije que había estado viendo el canal Playboy en casa cuando mis padres estaban fuera. En cuestión de segundos, me traicionó y me amenazó con decírselo a mis padres si no le daba dinero. El pensamiento de mi padre y mi madre descubriéndolo de repente convirtió aquello que era tan colorido e inspirador en algo obsceno. Sentí la culpa y el miedo y empecé a darle un poco de dinero cada semana a Joseph durante el resto de mi año escolar.

Si Joseph Alred me estaba tratando como un empollón enclenque no era por mi falta de empeño en convertirme en uno. Me emocioné muchísimo cuando mi vista empezó a darme problemas, porque siempre había querido llevar gafas. Creyendo que proyectaba sofisticación en vez de debilidad, vestía camisas estridentes y a veces una corbata, e imploré a mi madre para que me comprara un maletín en el que llevar las libretas llenas de mis serpenteantes e inacabadas historias. Intenté compartir una de ellas con mi bibliotecaria preferida y me sentí algo dolido cuando se negó a leerla. «No puedes darme hojas de libreta —dijo—. Tienes que mecanografiar todo esto».

Los adultos eran la estimulación que yo estaba buscando; por lo menos entendían de qué quería hablarles. La mujer de la tienda de libros usados me dejaba holgazanear por la caja registradora y charlar con ella entre cliente y cliente. Los dependientes de la farmacia me seguían la corriente en mis reflexiones casi a diario, mientras lanzaba una retahíla sobre cotilleos de celebridades y acontecimientos. Yo era un niño divertido y me encantaba hacer reír a la gente, utilizando el factor sorpresa si nada de lo otro funcionaba. Las madres de mis amigos eran todavía un objetivo especial. Algunas mantenían la distancia conmigo, lo que yo veía como un reto a mis poderes de cortejo. Otras parecían disfrutar de mi compañía mientras les contaba con detalle el escándalo del PTL Club de Jim y Tammy Faye Baker, o cuando Zsa Zsa Gabor abofeteó a un agente de policía en Beverly Hills. Mi padre estaba especialmente desconcertado por mi fascinación por Zsa Zsa. La llamaba farsante. A mí no me importaba lo que fuera; yo tan solo quería comprar su vídeo de ejercicios para la tercera edad.

Mi profesora de sexto, Sheila Dyer, fue una jipi feminista y mundana. Tenía el pelo largo y marrón, llevaba gafas y no se afeitaba las axilas, para el horror de la clase. A veces ella y yo nos quedábamos en clase a la hora de la comida, y sus comentarios me hacían tanta gracia que incluso llegaba a echar la leche por la nariz. Si su interés era fingido, consiguió engañarme. Mis anotaciones en mi diario y mis historias eran dignas de sus valoraciones críticas, pero amables. Para Halloween, solo porque sabía que Ms. Dyer se partiría de risa, me disfracé como Geraldo Rivera con la nariz rota —se había golpeado fortuitamente con una silla que habían lanzado por los aires mientras presentaba un programa con miembros del Ku Klux Klan como invitados—. Me pregunto ahora si sentía algo de lástima por mí. Me había transformado en un chico raro que llevaba gafas de color rosa y tenía una risa estridente y gestos amanerados. Sí, mi madre me dejó elegir las gafas rosa.

Había algo de tensión ocasional entre Ms. Dyer y yo. Los límites se volvían borrosos y yo me pasaba de la raya pintando unos dibujos poco favorecedores de su novio, o llamándola vieja. Sabía que podía llegar a cabrearla, pero nuestras riñas se quedaban en privado. Ninguno de los dos queríamos exponer públicamente nuestra relación tan exclusiva. Algo preciado, por lo menos para mí. Sentía que, más que nadie, ella entendía mis inquietas fascinaciones. Nuestra amistad me permitió saborear por primera vez qué era aquello de ser autónomo, de haber crecido. Me hizo preocuparme menos por lo que los otros niños pensarían de mí: su aprobación era la única que me importaba. Supongo que ella fue mi primera musa.

* * *

Esos últimos años en la escuela elemental estuvieron plagados de momentos en los que mis hermanas se metían en problemas. Cuando nos mudamos a la isla, las mandaron a estudiar los dos últimos años de la secundaria a un internado en Tacoma. A Windi la expulsaron por escaparse y por beber siendo menor de edad, y regresó a la isla para acabar su último año de instituto. Entonces me sentaba en mi habitación, asustado de las continuas discusiones que mantenían ella y la que alguna vez fue mi feliz madre. El teléfono sonaba en mitad de la noche: Windi no volvía a casa. «Estamos aquí si nos necesitas», escuchaba a mi padre. Él parecía resignado.

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