José Antonio Garriga Vela - El anorak de Picasso

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"Si Walt Whitman encabezó uno de sus libros con aquel imponente «Quien abra este libro, no estará abriendo un libro: estará abriendo un hombre», José Antonio Garriga Vela bien podría advertir de
El anorak de Picasso:
"Quien abra este libro, no estará abriendo un libro: estará abriendo una casa". Una casa encantada, por cierto, de la que Garriga Vela parece no haber salido nunca, a pesar de haber recorrido el mundo unas cuantas veces. Hace quince años Garriga Vela publicó
Muntaner 38, una hermosa novela que recuperaba la dirección de la casa de su infancia y donde tejía la realidad y la ficción con mano tan audaz que transcurrido el tiempo ni él mismo parece capaz de saber qué cosas pertenecen a la realidad y cuáles a la ficción, porque sus novelas están hechas, como todas las novelas importantes, de realidad imaginada y de ficción vivida.

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Tras morir su abuelo, Santiago Rusiñol se trasladó al piso de sus hermanos en la Gran Vía y eso hizo aumentar la amistad con Clarasó. A pesar de llevar tiempo trabajando, el escultor era un hombre pobre y por las noches subía a cenar al piso de los hermanos Rusiñol, que siempre contaron con el respaldo económico de la familia. Fue entonces cuando Santiago Rusiñol le propuso a Enric Clarasó alquilar el piso bajo primera de calle Muntaner.

Alrededor del taller pronto se reunieron un grupo de amigos. Aparte de Rusiñol y Clarasó también acudieron Ramon Casas, Ramon Canudas, Soler y Rovirosa, Joan Cerdá, Frederic Rahola, Albert Llanas, Josep Yxart, Raimon Casellas, Sánchez Ortiz y varios más. Casi todos eran desconocidos, aunque algunos ya empezaban a despuntar en el mundo del arte. Al final, la mayoría de ellos alcanzó la fama. El grupo se reunía los sábados a tomar café, beber absenta y conversar sobre lo divino y lo humano. Josep Pla dice que eran jóvenes entusiastas y repletos de vitalidad. Cualquier éxito o fracaso era motivo de celebración. Lo festejaban todo. Hacían fiestas en el taller, comían y bebían copiosamente y el ingenio brotaba de manera espontánea. Después se ponían a cantar. Entonces se cantaba mucho más que ahora. Aquellos eran tiempos agradables en los que aún no se había perdido la dulzura de la vida.

El taller no tenía nombre. Hasta que un día decidieron bautizarlo. Fue puesto a votación y por mayoría ganó la palabra Cau, que en catalán suele utilizarse con un sentido peyorativo. Podría traducirse como agujero, sótano, algo oculto y siniestro. Al haber tantos hierros acabó llamándose Cau Ferrat: Agujero de Hierro. Para celebrar el bautizo encendieron velas que distribuyeron por todos los cuartos de la casa y también pusieron algunas en el balcón. Los vecinos bajaron alarmados creyendo que había sucedido una desgracia. Los transeúntes que pasaban por delante del bajo primera de calle Muntaner 38 se asomaban al balcón y los artistas del Cau Ferrat los saludaban, como si estuvieran en el interior de un acuario con los cristales abiertos. Como si el arte se refugiara en un mundo aparte. Un acuario que los distanciaba y a la vez les protegía del resto del mundo. Aquellos jóvenes fueron los pioneros de la bohemia.

Al cabo de los años, ese acuario fue el comedor de la novela Muntaner, 38 . Entonces, yo aún no conocía la vida de Rusiñol ni el libro de Josep Pla ni la existencia del Cau Ferrat. Sin embargo, una noche también iluminé el piso con velas, como las velas que ellos encendían en sus fiestas, y me desnudé, allí, en el mismo comedor de Rusiñol, y la sombra gigante de mi cuerpo temblaba en el techo y las paredes como temblaba la mano del artista cuando ya era viejo, tenía reuma y pintaba los jardines tristes de Aranjuez. Luego me tendí junto a la silueta de tiza de Cristina Moslares como un perro guardián. Cristina Moslares era la protagonista de mi novela. Mi heroína. La muchacha que se fue a Nueva York y posó para el fotógrafo Cecil Beaton. Mis dedos eran un pincel que iba acariciando la línea de sus piernas, la curva del pecho, el perfil de la cara. Cada mañana tenía que remarcar de nuevo su silueta. Un día con el mismo jaboncillo azul que mi padre utilizaba para señalar las telas, otro con el rosa, y el blanco. Luego coloreaba el interior con los tonos pastel que de niño utilizaba para pintar los mapas. Ella permanecía quieta, igual que al maquillarla antes de posar para una sesión fotográfica. Yo mantenía el resplandor de su imagen con el cuidado y la delicadeza de un restaurador.

Mi padre dibujaba sobre la tela. La cortaba con unas grandes tijeras de hierro y después se dedicaba a hilvanar las distintas partes de la prenda con la paciencia y la pulcritud de un cirujano. Quizás por esa razón deseaba que yo estudiase medicina. Mi padre relacionaba la sastrería con la cirugía, la pintura, la escritura, decía que eran los oficios lentos de una época demasiado apresurada. Rusiñol opinaba lo mismo que mi padre. Me habría gustado saber qué pensaba mi padre cuando perfilaba las medidas del cliente sobre el tejido. Yo, al remarcar la silueta de Cristina sobre el suelo del comedor, pensaba en los momentos que jamás habíamos compartido. La tiza era una prótesis de mi dedo índice que acariciaba el contorno de su cuerpo en un comedor iluminado con velas, como si celebrara una fiesta. Una fiesta a la que, ahora que los conozco, me sentiría orgulloso de invitar a los artistas que estuvieron hace ya más de un siglo sobre el mismo suelo que años después habría de pisar Cristina Moslares.

Según Josep Pla, lo más digno de ser recordado del Cau Ferrat de Muntaner fueron las reuniones semanales de los sábados. Algunos cambios importantes, que con el tiempo se produjeron en la ciudad, tuvieron su germen en ese taller. No se hablaba con el lenguaje convencional que se suele emplear en los cenáculos intelectuales. El sentido del ridículo de los asistentes era demasiado agudo para que la pose, la afectación o cualquier otro dogmatismo se manifestaran. Quizás por ello las reuniones resultaban agradables y persistieron a lo largo del tiempo. El Cau Ferrat nunca fue el agujero oscuro que su nombre sugiere sino un lugar de reunión al que acudieron además del grupo permanente otros grandes artistas de la época, como la divina Eleonora Duse, Isaac Albéniz, Amadeu Vives, Ramon Pitxot y Joan Maragall. La vida del Cau barcelonés duró diez años. Hasta que Clarasó, Casas y Rusiñol viajaron a París y a partir de entonces siguieron celebrando allí las tertulias. Tras el regreso de París, Rusiñol trasladó el Cau Ferrat de calle Muntaner a calle Fonollar, en Sitges, junto al Rincón de la Calma.

El mismo año en el que Santiago Rusiñol y Enric Clarasó fundaron el Cau Ferrat en el número 38 de calle Muntaner, a mil cien kilómetros de distancia nació Pablo Ruiz Picasso en el número 36 de la Plaza de Riego, en Málaga. Pero lo más curioso no fue que al cabo del tiempo coincidiera Picasso con el grupo fundado por Rusiñol y Clarasó, lo más sorprendente, al menos para mí, consiste en la misteriosa conexión que se produjo entre el Cau Ferrat y Picasso con mi familia.

3

El año 1899 Picasso conoció a Rusiñol en la cafetería Els Quatre Gats regentada por Pere Romeu en la calle Montsió de Barcelona, muy cerca de Las Ramblas. Los mil cien kilómetros que los distanciaban en 1881 habían desaparecido y el destino unió a ambos artistas. Allí Rusiñol organizaba tertulias con sus amigos del Cau Ferrat. Era un superviviente. Su adición a la morfina lo había tenido contra las cuerdas. De tanto que la deseaba la temía. Cuando casi al final de su vida le preguntaron si la vida bohemia le había privado de trabajar, él respondió: “Yo he sido muy bohemio, pero he trabajado siempre como un negro y medio”.

En 1931 murió Santiago Rusiñol en la Gran Fonda del Comercio de Aranjuez. Unos días antes, Josep Pla fue a visitarlo y lo encontró pintando en los jardines. Rusiñol llevaba el pelo largo y despeinado. Los hombros de la americana estaban cubiertos de caspa y caminaba lentamente con el cordón de los zapatos sin anudar. Pero lo que más le impresionó a Josep Pla fue el temblor de sus manos. Le resultaba angustioso verlo sostener el pincel. Poco antes de morir Rusiñol confesó que no le importaba la vida, que lo único que no soportaba era la idea de tener que dejar de pintar para siempre. Durante los últimos años pintaba jardines tristes. Decía que lo más trágico de la existencia era la constatación de la propia ruina. Cuando Rusiñol descubrió la angustia y preocupación de Josep Pla por su reuma, sonrió expulsando el humo de la pipa y lo tranquilizó con estas palabras: “No se crea que me preocupa esta agitación de la mano. Aquí donde lo ve, este temblor es magnífico para pintar hojas mecidas por el viento. Fíjese –dijo mientras daba unas pinceladas-, este temblor, sobre todo en primavera, no lo cambiaría por nada del mundo”. Ignoro si esta respuesta influyó en la frase que escribió Josep Pla algunos años después de la muerte de Rusiñol: “Según la edad y las aficiones, cada hombre puede ir extrayendo el consuelo necesario”.

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