Se incluyen en este volumen nueve títulos que fueron publicados entre 1914 y 1940, las plaquets con un solo cuento, ¿Quién es el autor de la Imitación de Cristo? (1914) y Visita a Giovanni Papini (1933); el relato breve Constanza (1921); los libros de cuentos Almas inquietas (1916), Del pasado (1917), La canción de la lluvia (1920) y Zapotlán, lugar de zapotes (1933); y las novelas breves La de los ojos oblicuos (1919) y Zapotlán (1940). Hemos optado por presentarlos en orden cronológico para que el lector pueda apreciar el desarrollo de la prosa claramente modernista en los primeros textos hasta la búsqueda en los experimentos narrativos del siglo XX en Zapotlán .
Nuestra pretensión inicial era incluir aquí toda la narrativa, se realizó un arduo trabajo de recuperación de primeras ediciones, ediciones únicas y reediciones, en bibliotecas públicas, archivos, librerías de viejo, bibliotecas particulares e internet, y se consiguió un corpus valioso de material. Sin embargo nos fue imposible encontrar La ventana abierta (1923), esperamos en una futura edición poder subsanar esa ausencia. En cuanto al teatro, se trata sólo de dos pequeñas obras incluidas en Del pasado como remate o colofón de la colección de cuentos, decidimos dejarlas como parte del volumen respetando la decisión original del autor.
Queremos agradecer a las autoridades del Centro Universitario del Sur y a la Editorial Universitaria por su disposición para consolidar el rescate de la narrativa del autor, a su hija la señora Margarita Constanza Jiménez de Suárez por su importante contribución a la realización de este libro y su confianza en que esta empresa llegara a buen puerto, a todas las personas que nos abrieron sus bibliotecas personales, al Archivo Histórico de Zapotlán el Grande, a Joanna Contreras que hizo la transcripción de los textos, a Didiana Sedano que colaboró en la laboriosa y meticulosa tarea de cotejar el texto con los originales, así como en la unificación de criterios y la corrección. Todos ellos han contribuido a que este volumen de las Obras escogidas… de Guillermo Jiménez sea una realidad.

La riente campana del seminario anunciaba la salida de clase. Después de rezar, todos los estudiantes abandonábamos el aula ávidos de libertad y de sol; se oían risas jocundas, gritos jubilosos y, en medio de tanta algarabía, vibraba la voz grave del rector (Sr. Pbro. Ignacio Chávez Gutiérrez), que imponía silencio.
Éramos muchachos de trece a catorce años de edad y parecíamos una parvada de pájaros que, agitando sus ligeras alas en la opulencia de un cielo azul, en una diáfana mañana de primavera, emprenden el vuelo al país del ensueño.
Dios mío: ¿por qué no guardaste siempre blanco mi espíritu, como una flor de nieve bañada de sol?
¿Por qué permitiste que manchara mi cándida vestidura de niño?
¡Oh! Señor, ¿para qué pondrías esa gota de púrpura en el suave armiño de mi alma?
¡Qué hermosos tiempos aquellos!
Era un enfermo día de febrero; parecía que un gran manto de tristeza envolvía los contornos de las cosas… El día anterior habíase celebrado el onomástico de nuestro amado rector con una flamante fiesta literaria.
Tarareando el melancólico ritornello de unos misterios religiosos, se pasaba el rector Chávez por los corredores del colegio jugando unas llaves minúsculas y viendo a todos los colegiales que descomponían el adorno del salón. Unos desprendían de los arcos y de las columnas los festones de aromático pino y de flores de papel de china, descoloridas ya por la brisa de la tarde; otros, bajaban los pabellones de gasa, las grandes lámparas de gas que habían iluminado la fiesta.
El patio estaba saturado de sillas y de escombros, y un sonido ensordecedor producía el caer de los telones del foro provisional, de las decoraciones y de las bambalinas que ostentaban horribles cariátides de reír eterno…
—Venga jovencito —me dijo con voz preñada de cariño el virtuoso padre Chávez, tendiendo sobre mi hombro su mano paternal; luego continuó—: ¿Por qué no se acomoda esa corbata y se abrocha el chaleco? Ya sabe, no me gusta que mis estudiantes sean jarochos —Me dio mil consejos y ofreció hacerme bibliotecario.
Había tanta bondad y dulzura en las frases amables del casto varón, que me pareció que de sus labios brotaban pétalos de nardo llenando el ambiente de un perfume celeste. Me sentí envuelto con la ternura de sus palabras, bañado con la humildad de sus pupilas, acariciado con la seda de sus manos y pensé ser bueno.
Señor: ¿por qué no vuelves a encender en mi alma el oro de mi fe?
Señor: ¿por qué no haces que vuelva a florecer en mi pecho esa rosa de fuego?
***
Dos días después por orden del rector, entré a la biblioteca.
Abrí las maderas de una ventana y un magnífico chorro de sol inundó el silencioso salón, salón oliente a papeles viejos.
Brillaron los aurinos lomos de los libros, los pergaminos parecía que temblaban con la suave caricia de la luz y ésta besaba reverente las góticas letras de oro de los misales, que ocultaban viñetas admirables, hechas por linfáticos artistas, ascetas y monjes demacrados…
Los cristales azulosos de la vieja estantería espejearon con mágicos fulgores.
Comencé a ver títulos y libros.
La Patrología, ocupaba tres grandes estantes, seguían Opera Omnia, Scripturam Sacram, Theologiae … No pude resistir la tentación de hojear la espléndida edición de La Santa Biblia: lo primero que vi fue «Adán y Eva en el Paraíso», encantadora estampa del atormentado dibujante Gustavo Doré. Eva aparecía en su radiante hermosura como una excelsa figura de alabastro; Adán ostentaba la belleza de un dios pagano, y en sus ojos de terciopelo brillaba la inocencia de los ángeles.
Después «Eva tentada por la serpiente». ¡Oh!, cuánta vida palpitaba en aquellos cuerpecitos núbiles, cuánto fuego en los ojos y deseo en los purpúreos labios… y la serpiente se retorcía en el árbol del «bien y del mal» que pródigo ofrecía frutas de oro.
Muchas tardes duré hojeando aquel sagrado libro, que guardaba tantos secretos y un raudal de emociones; un gran número de veces me deleité con los maravillosos dibujos del artista francés; ¡cuántos paisajes ideales, qué esbeltez en las figuras, qué suave armonía en las líneas impecables, qué delicadeza en el todo y qué soberbia de luz…!
En otros entrepaños, dormía El año cristiano, las historias de los confesores y de los mártires… unos macerados, otros arrojados a las fauces asquerosas y sanguinarias de las bestias; aquellos, sumergidos en calderas de aceite hirviendo; pero todos con la sonrisa a flor de labio, poseídos del divino amor, glorificados por la gracia del Mártir de los Mártires.
Ahí estaban las vírgenes con epidermis de rosa y lino, ahí lucían sus rostros anémicos las santas viudas; ahí ostentaban su estupenda hermosura Magdalena y Margarita de Cortona… el purísimo rey de Francia con un lirio en las liliales manos, y el inmaculado San Estanislao.
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