Mónica Martín Gómez - El libro rojo de Raquel

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El libro rojo de Raquel: краткое содержание, описание и аннотация

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Apenas unos años de distancia sepultados en el recuerdo separan a tres personas que lidian en la misma batalla interior. Tony, superdotado e hiperactivo, diagnosticado erróneamente como enfermo bipolar vive en una lucha constante por superar los fantasmas de su pasado; Marta, bailarina aficionada que tras varios desengaños amorosos ha decidido no mantener más relaciones sexuales y sueña con ser una estrella del Pool-dance y Raquel, repartidora de mercancías de dudosa legalidad en la gran ciudad, que vive en el permanente abandono de las personas que le rodean. Los tres son vulnerables. Los tres son objeto de un destino que insulta a su propia supervivencia.Cada minuto que pasa, cada vivencia, cada nuevo acontecimiento, les sitúa en una difícil encrucijada en el que pueden optar por convertirse en mejores personas o dejarse llevar por la irracionalidad que les rodea. Solo tienen dos opciones: esconderse y esperar, o luchar contra sus propios demonios y evitar convertirse en un depredador más. El libro rojo de Raquel es una búsqueda trepidante de la verdad acerca de cuánto mal llevamos dentro, narrada desde un universo erótico impregnado de un cruento realismo mágico.

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Llegó el día en el que la tensión sexual que me desencadenaba tenerla cerca hizo que pasara de ser la chica tímida que está al fondo de la clase a convertirme en la arpía descarada que intentaba atraer su atención aunque fuera de malos modos. Como no conseguí más que recibir un par de broncas por parte de mi profesor, volví esa rabia contra mí misma y contra John, con quién realizaba cada vez prácticas sexuales menos provistas de cariño y más agresivas, hasta que llegué al punto en el que nada me saciaba, excepto tenerla a ella cerca, y le propuse una apuesta que a ambos nos pareció divertida, porque implicaba algo de peligro. Si yo conseguía seducirla antes que él, nos casaríamos en un casino de Las Vegas.

No sé cuál fue el momento exacto en el que perdí el norte por completo, pero me volví loca de repente y decidí que podría seducir a cualquiera que se pusiera en mi camino sin tener que pagar ningún precio por ello. Nunca pude llegar a imaginar las consecuencias de tan estúpida e irresponsable apuesta. Para él no fue más que una anécdota divertida, una conversación trasnochada a la que no le dio la mayor importancia. Otra nota a pie de página más en nuestro historial emocional que hacía que su sexualidad fuese un poco más abrasiva de lo que ya era, puesto que imaginar a su novia con otra chica hacía que su excitación fuese más allá de lo evidente. Para mí se convirtió en una carrera de seducción a contrarreloj en la cual él y por tanto todo el mundo heterosexual me daba permiso para ejecutar de pleno mis deseos más íntimos y lascivos hacia ella.

Me lo tomé en serio, todo lo que se lo toman las personas que están enamoradas.

No me costó mucho entrar en ella. Era una persona afable, abierta, extrovertida, social, que disfrutaba ampliamente de la compañía de los demás. En cuanto le pedí ayuda y le expuse, en tono lastimero, que tenía serias dificultades con algunos ejercicios, no tuvo problema en encontrar ventanas de tiempo para ayudarme a depurar mi técnica. Al principio, traté de ser descarada en mis citas con ella. Quería que John supiera que estábamos juntas, que me estaba tocando y que yo la tocaba, aunque fuera de forma impersonal y artística. Lo hacía con el objeto de ponerle celoso y de satisfacer, en parte, mi deseo ciego por ella, por él y por dominar a ambos. Pero, con el paso del tiempo y la voluntad de ella, su indiscutible belleza y atractivo personal, se me hizo complicado mantener la distancia emocional y lo que había sido un simple juego en el que podía a veces rozar su cuerpo y el mío y a veces no se había convertido en una tortura de grado tres, en la que toda mi piel no quería ni podía despegarse de ella. Guiselle me decía que lo hacía cada vez mejor y yo veía en esos susurros de refuerzo una carga sexual que mi desbocada imaginación satisfacía a golpe de tórrido encuentro con John. Me esforzaba mucho en hacerlo bien, en seguir los consejos que ella me daba para que no quisiera dejar de tocarme, elevarme, guiarme y abrazarme en el paso de los minutos que necesitaba para estar cerca. Para mantenerme cerca.

Había algo en el fondo de sus ojos cada vez que nos mirábamos tras el esfuerzo o en medio de este que me llevaba a plantearme si el deseo que nacía como algo natural en mí también nacía como algo natural en ella y, en estas dudas y estos pasos y estos tempos y estos roces o la ausencia de ellos, nos quedamos mirándonos una noche, cuando había entrado casi la madrugada y tumbadas en el mismo suelo que antaño compartiéramos, yo con John y ella con nuestro mentor, nos besamos. Guiselle tenía los labios finos y suaves. Siempre me han gustado los labios carnosos porque disfruto la sensación de morderlos, tanto en mujeres como en hombres. Me gusta atrapar y masticar, lamer y succionar la piel frágil que protege nuestras palabras de los otros, en parte porque me parece el lugar por el que nos liberamos y en parte también porque es el lugar en el que guardamos nuestros mayores secretos. Sus labios eran todo lo que no me había dicho, en la fragilidad y el frío de aquel momento en el que le susurré que no podía repetir el movimiento que me había mostrado, que lo suyo era puro arte y que era imposible que ninguna otra persona en la faz de la tierra pudiese igualar su talento. Sus labios se entreabrieron buscando los míos, un poco de aire en mitad del sudor que transpiraba y también, supongo, buscando una brizna de aliento por el que no se le fuera la vida. Qué podíamos saber nosotras sobre el amor si nuestro amor por el baile lo era todo, si nos dejábamos la vida en el escenario y con ello renunciábamos a todo lo que la vida nos traía. Qué podía hacer yo frente al amor o frente a la forma en la que se mostraba, si cada vez que lo hacía tenía bastantes problemas como para llenar dos vidas enteras. No me entendía a mí, no la entendía a ella, ni comprendía ninguna de las relaciones que había tenido en mi vida. Quería estar en un mundo en el que no tuviera que decidirme por ningún sexo y entonces sería libre. Tanto como lo era su beso, tan seguro y tierno, tan brillante. Tan húmedo, cálido e inesperado. Tan certero como una flecha que va directa al corazón y lleva la punta cargada de un veneno que te hará dormir durante siglos. La aguja de una rueca maldita que va dando vueltas en torno a mí y en la que me pincharé irremediablemente, una vez y otra y otra y otra, hasta que se haga el día y con él vengan a mi lecho de paja todos los príncipes azules del mundo que quieren sacarme de mis pesadillas llenas de princesas. Guiselle tenía los labios finos, pero eso no fue ningún impedimento para que con ellos recorriera mi cuerpo y no dejara un solo rincón sin saborear. En el frío suelo de madera que ahora descansaba bajo nuestros cuerpos, el sudor de mi espalda se quedaba pegado a la tarima, anegándola de una sustancia extraña que quería parecerse al amor, pero que, con cada golpe sobre la madera, se convertía en un deseo puro y vibrante, haciendo que todas las barreras que pudiera tener en mi interior y todos los juegos y apuestas y demás maldades se quedasen calladitas en el fondo de mí, para no levantar sospecha al abrir mi cuerpo ante ella. Tuve miedo de que no le gustara. Mi cuerpo, mi sabor, el fluir de mis tejidos dilatados en medio de la noche. El líquido caliente que salía de mi interior, pero ella era un animal hambriento que quería devorarme con sus labios sutiles y finos mientras fuese posible. Guiselle siempre parecía un ser delicado cuando bailaba, con sus pequeñas y blancas manos acariciando el aire y sus movimientos inquietantes y maravillosos, dibujaba surcos y figuras en el cielo y la tierra. Parecía que era la Música misma que había tomado forma humana, pero al quitarse la ropa se convirtió en una serpiente que resbalaba por mi cuerpo, apretaba mi carne y penetraba en ella una y otra vez, haciendo con sus labios finos y su lengua grande y ágil una marioneta de mi cuerpo, un ave de paso de mi alma. Teniendo la segura convicción de que me transformaría en muerte, y con ello, me daría vida.

Me había olvidado de todo aquella noche. De que eran casi las dos de la mañana, de que no habíamos cenado porque cuando estábamos juntas no teníamos hambre y de que a Guiselle también la estaría esperando alguien en su casa. En realidad, nos habíamos olvidado las dos. Del reloj, de que había cerrado el metro, de que fuera hacía un frío endemoniado, de que John y su homólogo en otra parte de la ciudad nos estarían esperando. Habíamos obviado que éramos dos personas con sendos compromisos, que tenían cada una su vida construida en los cimientos de relaciones serias y estables, que no podían equivocarse en los pasos que daban, puesto que eran especialistas en danzar sobre la tarima de la vida. Nos habíamos dedicado a mirarnos a los ojos, a quitarnos la apretada ropa y a contemplarnos. A quitarnos la apretada ropa y saborearnos. Obviándolo todo, incluso la apuesta que yo había hecho con John, y cómo había dejado de gustarle que ahora pasase tanto tiempo con ella y cómo ella me lamía el cuerpo y después los pies y más tarde el alma.

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