Mónica Martín Gómez - El libro rojo de Raquel

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El libro rojo de Raquel: краткое содержание, описание и аннотация

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Apenas unos años de distancia sepultados en el recuerdo separan a tres personas que lidian en la misma batalla interior. Tony, superdotado e hiperactivo, diagnosticado erróneamente como enfermo bipolar vive en una lucha constante por superar los fantasmas de su pasado; Marta, bailarina aficionada que tras varios desengaños amorosos ha decidido no mantener más relaciones sexuales y sueña con ser una estrella del Pool-dance y Raquel, repartidora de mercancías de dudosa legalidad en la gran ciudad, que vive en el permanente abandono de las personas que le rodean. Los tres son vulnerables. Los tres son objeto de un destino que insulta a su propia supervivencia.Cada minuto que pasa, cada vivencia, cada nuevo acontecimiento, les sitúa en una difícil encrucijada en el que pueden optar por convertirse en mejores personas o dejarse llevar por la irracionalidad que les rodea. Solo tienen dos opciones: esconderse y esperar, o luchar contra sus propios demonios y evitar convertirse en un depredador más. El libro rojo de Raquel es una búsqueda trepidante de la verdad acerca de cuánto mal llevamos dentro, narrada desde un universo erótico impregnado de un cruento realismo mágico.

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“Imagínate que voy y gano la apuesta”, le decía y él se sonreía. Con una sonrisa triste que ya había perdido todo su halo de picardía y ahora que ya no le montaba, ni pasaba mis labios por su torso, ni soplaba en su nuca, ni mordía sus orejitas, ahora que me había convertido en una autómata que le desnudaba y se saciaba de él sin apenas mirarle, había caído en una tristeza inexacta que delataba todas mis ausencias.

“Imagínate que voy, gano la apuesta y me caso contigo”, le decía.

Imagínate que voy y me enamoro de ella.

Nos quedamos dormidas, sobre el suelo. Ella abrazada a mí y yo abrazada a ella. Era tarde, no teníamos nada con lo que taparnos y nos transmitíamos el calor corporal la una a la otra, mientras una corriente de felicidad y placer recorría nuestros cuerpos recordando todo lo que acaba de suceder. Yo todavía estaba semierecta, húmeda, excitada, ebria de placer. Aunque hubiese experimentado el orgasmo más intenso de mi vida, sentía que no podía conciliar el sueño totalmente en su compañía. Estaba tan feliz que no quería dormirme. Ella emitía un ronquido gutural, plácido, como un cachorro que acaba de caer en la cuenta de que ha comido demasiado y necesita descansar entre los brazos de su mamá.

Recuerdo haber escuchado ruidos en la calle, voces de hombres que me resultaban conocidas, pero a las que no di demasiada importancia porque creí estar soñando. Recuerdo la luz del pasillo iluminando el cerco de la enorme puerta de la entrada de la academia y cómo se deslizaban los pasos de un gigante hacia nosotras y no tener la suficiente fuerza de voluntad para levantarme, vestirme y plantar cara. Recuerdo la sombra de su vida estructurada y la mía dibujarse contra el fogonazo cegador de la escalera que dio paso al fin de lo que estaba sucediendo y las manos de Guiselle tapando su cara y escondiendo su cuerpo ante la flagrante evidencia de lo que acababa de suceder, mientras yo permanecía abierta, atónita y semiinconsciente todavía por el placer.

Nos despertaron a voces. Nuestro mentor, su novio, y unos amigos. Nos tiraron la ropa por encima y, cuando nos habíamos vestido, nos echaron a la calle. A ella la metieron en el coche. A mí me echaron a la gélida acera amenazando con romperme los huesos si no me iba para no volver. Nunca olvidaré su mirada, en el frío de la noche, cómo supo instantáneamente que no volveríamos a vernos en mucho tiempo y sus lágrimas, rompiendo la tibia felicidad que habíamos compartido. Yo regresé andando a casa, sola, deseando que alguien me descerrajara un tiro en la sien. Queriendo que fuera cierto cada mito que habían construido sobre las peligrosas calles del mundo americano. Esperé que pacientemente se levantará algún indigente y me rajará por los cuatros dólares que llevaba en el bolsillo, pero no sucedió. Simplemente, llegué a mi piso compartido, que estaba en silencio alrededor de las cinco de la mañana. Abrí el frigorífico y tomé un trago de leche fresca que me supo agria y, tras meterme en una fría y dura cama, rompí a llorar hasta que me quedé dormida.

Al día siguiente, inmigración se presentó en mi casa. Aporrearon la puerta hasta que pude levantarme. Sentía el cuerpo cansado. No solo por las horas de ejercicio, sino también por el impacto de lo sucedido la noche anterior. Estaba mareada, no tenía la certeza de que estuviese en la mejor de las formas físicas para enfrentarme a nada, pero igualmente entraron con una brutalidad que me hizo temer lo peor, me pidieron mi documentación y no de forma educada precisamente. Casi antes de que pudiera articular palabra, me habían tirado al suelo y puesto las esposas. Al decir que no tenía visado y que era ciudadana española, me metieron en el coche con lo que llevaba puesto de la noche anterior y me llevaron esposada directamente al aeropuerto. No me dejaron hacer la maleta, ni ir al baño, ni vomitar ni nada.

Llegamos allí por la puerta de atrás, por la que sale la gente que entra como no debe. No vi despedidas, ni niños, ni abuelos, ni padres que lloran al dejar a los hijos. No pude ver nada.

Me metieron en un cuarto con una luz indigesta, en el que un señor me explicó muy despacio para que pudiera entenderle, en un perfecto inglés americano, que no podía permanecer por más de tres meses en EE.UU. sin visado y que llevaba nueve. Siendo ciudadana europea, iba a ser deportada, lo que implicaba irse tal cual, con una mano delante y la otra detrás, en el siguiente vuelo junto a otros ciudadanos europeos en mi situación y que, extraoficialmente, podía dar gracias de que fuera así, porque si hubiera sido latina me hubieran puesto en un autobús tercermundista y acercado a la frontera con México, lugar en el que me habrían dejado a mi suerte en mitad del desierto. Se permitió la licencia, sabiendo que no podía hacer nada al respecto, de recordarme que en su país la homosexualidad no disfruta de un trato tan permisivo como en Europa. Quien me había denunciado lo había hecho a conciencia, asegurándose de que las manos a las que iba a parar me sacarían sí o sí de su país. Podría haberle rebatido, haberle insultado en castellano, haber puesto algún tipo de resistencia, pero sabía lo que sucedería si decidía retirarme el pasaporte y darme otro tipo de trato, así que firmé cuanto me pusieron por delante y permanecí callada hasta que subí en el avión que supuestamente me llevaría de vuelta a España. En el transcurso de ese tiempo, no pude apartar mi pensamiento de Guiselle, de lo que habría sido de ella, de John, cuando no volviese a verme, de todo el tiempo que había pasado en ese país, y al darme cuenta de que no podría volver en mucho tiempo allí me eché a llorar, siendo consciente de todo lo que había ganado y perdido al mostrarme tan obstinadamente orgullosa.

No tengo más recuerdos de lo que pasó desde que me comunicaran que volvía a suelo patrio hasta que llegué a España. Solo sé que no me quedaron ganas de volver a hacer la maleta en mucho tiempo. Regresé a la casa de mis padres con las orejas agachadas, temiendo lo peor, que no querrían volver a verme. Que me odiarían o me desterrarían o algo parecido, pero nada más lejos de la realidad, en cuánto mi padre abrió la puerta de casa y me vio, me dio un abrazo enorme. Nos echamos a llorar. Lo encontré más delgado, cansado, con algunas canas más en el pelo. En seguida buscó mi equipaje, pero yo no traía nada, llevaba más de cuarenta y ocho horas con tan solo mi pasaporte encima. Mi ropa estaba sucia, había intentado asearme todo lo posible en los baños públicos de la T4 del aeropuerto en Madrid, pero aun así mi aspecto era demoledor. Necesitaba un baño, un poco de comida caliente, una cama en la que descansar y, casi sin mediar palabra, mis padres, como siempre, me lo dieron todo.

Después dormí durante catorce horas aproximadamente, en las que entre sueños podía oírles conversar y elaborar teorías sobre qué habría sucedido conmigo. De dónde vendría. Incluso desarrollaron la idea de que una secta me había secuestrado y había conseguido escaparme. Aquello, mientras yo descansaba plácidamente, no dejaba de tener su gracia, conseguía que se me escapara una sonrisa. Conseguía que la alegría de volver a estar en suelo conocido fuese creciendo en mí, pese a lo mucho que recordaba a Guiselle y las ganas que tenía, por lo menos, de poder darles una explicación.

Al fin conseguí levantarme, y no solo de la cama, sino también emocionalmente. Encontré la fuerza para salir de mi antigua habitación y contarles a mis padres toda la verdad. Ya no podía seguir luchando por más tiempo con la desoladora sensación de mantener oculto todo lo que yo era, todo por lo que había terminado así. Al principio, se quedaron en shock. No sé si no pudieron asimilar bien el hecho de que, ante sus ojos, mi primera experiencia lésbica se había dado en suelo americano, si es que verdaderamente provenía de una secta que nos obligaba a bailar y las exigentes condiciones físicas en las que nos mantenían nos había llevado a ello, si es que concluyeron que finalmente yo no estaba bien de lo mío y necesitaba la ayuda de un profesional o qué, pero definitivamente se creó un silencio alrededor de las circunstancias por las que había regresado a casa que resultaba indignante.

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