Por un momento, no supe cómo hacerlo, pero vi a Luther haciéndolo por el rabillo del ojo y, de pronto, me pareció sencillo. Reabsorbí la magia que había en mis manos, sintiéndome más fuerte.
McTavish seguía muy concentrado y me sorprendió lo maduro que parecía con esa seriedad en el rostro. No le pegaba, la verdad, lo prefería risueño.
Tras unos segundos más de silencio, Luther y McTavish compartieron una mirada llena de significado y pude sentir lo bien que se conocían, la complicidad que les permitía hablarse con solo mirarse a los ojos.
—Aileen, me gustaría probar algo —dijo McTavish.
Su tono parecía indicar que estaba pidiendo mi permiso, así que asentí.
—No es muy ortodoxo.
Miré a Luther, pensando en nuestra discusión y entendiendo a qué se refería McTavish con «no muy ortodoxo». Fue a decir algo, pero asentí otra vez antes de que lo hiciera. Era difícil recordar los límites de mi curiosidad en aquella sala.
—Muy bien. Sube las manos.
Obedecí y cada uno de ellos cogió una de mis manos entre las suyas.
—Déjate llevar —me dijo Luther.
Al instante, noté un cosquilleo en mi palma. Sentía su piel en mi dorso, pero también algo más. De forma instintiva, relajé mi mano ante esa sensación extraña y familiar a la vez, y una nueva bola de magia azul apareció sobre ella.
Percibí entonces un extraño pinchazo en la zurda. No llegaba a ser doloroso, aunque la mano que McTavish estaba tocando parecía arder. Fruncí el ceño y, sin darme cuenta, intenté retirarla, pero McTavish apretó su agarre, concentrado. De alguna forma, se abrió camino a través de mi piel y mi rechazo, y una bola de color verde oscuro apareció sobre mi palma, pesada y extraña. La mantuvo unos segundos y luego se apartó, haciéndola desaparecer. Solté a Luther y me froté el dorso, mientras él observaba sus propias manos, en silencio.
—¿Estás bien? —me preguntó McTavish.
Asentí y me fijé en el sudor que perlaba su frente. McTavish se dejó caer en el sillón con un suspiro. Nunca había visto a nadie usar magia oscura y no estaba segura de que eso fuera lo que acababa de ocurrir, pero era lo único que se me ocurría.
—Lo dejaremos aquí —dijo Luther agachándose junto a McTavish.
Estuve a punto de replicar, ya que no me habían explicado nada de lo que habíamos hecho, sin embargo, vi el rostro cansado de McTavish y decidí obedecer y marcharme.
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Esa noche estaba ya durmiendo cuando unos fuertes golpes en la puerta exterior me despertaron. Encendí una vela con un chasquido de mis dedos y miré la hora. Eran las tres de la mañana.
Algo asustada, salí de la cama y de mi dormitorio. Sara no parecía haberse despertado, así que corrí descalza hasta la puerta y abrí antes de que pudieran volver a llamar. Me llegó el intenso olor del alcohol antes que la imagen de James McTavish.
—Hola —me saludó.
—Shhhh —le chisté entrecerrando la puerta a mi espalda.
—Perdona —dijo con un susurro teatral—. Vengo a por mi abrigo.
Lo miré, incrédula.
—¿A las tres de la mañana?
—Es que tengo frío. Y mañana no me voy a acordar. Y hace mucho frío.
McTavish se balanceó de un lado a otro sobre sus pies, con los ojos entrecerrados, completamente borracho.
—Espérate aquí —le dije—. Ahora mismo te lo traigo.
Junté la puerta con cuidado y fui de puntillas a mi cuarto. Cogí su abrigo, pero cuando volví a la salita McTavish ya había entrado.
—No, no, no —murmuré mientras él se dejaba caer en el sofá.
Sara salió de su habitación a tiempo de verlo apoyar la cabeza en el respaldo y cerrar los ojos.
—Soluciónalo —me dijo antes de entrar de nuevo en su dormitorio y cerrar de un portazo.
McTavish se hizo un ovillo en el sofá, tiritando.
—Lo siento —susurró—. Hace mucho frío.
Me agaché junto a él y vi que tenía los ojos vidriosos. Toqué su frente, cubierta de sudor, y sentí su magia, pesada, como un perfume demasiado dulzón.
—Está bien. Descansa un poco.
Lo tapé con su abrigo y encendí el fuego de la chimenea. Me senté en el suelo junto a él, observándolo.
—Lo siento —dijo una vez más.
—No pasa nada.
Me levanté de nuevo y McTavish extendió una mano helada para cogerme de la muñeca.
—No te vayas —me suplicó.
—Voy a traer algo para abrigarte ,¿de acuerdo?
Tras un momento, McTavish me soltó y fui a mi cuarto a por una manta. Lo arropé con ella y me senté otra vez en el suelo junto a él.
—¿Recuerdas dónde están tus habitaciones? —le pregunté en voz baja.
McTavish rebuscó en su bolsillo y sacó un papel arrugado. Era un mapa del Ala Oeste del castillo, con varias indicaciones hechas a mano. Memoricé el camino para acompañarlo cuando entrara en calor, pero no parecía que fuera a ser pronto. McTavish siguió tiritando, tan fuerte que podía escuchar el rechinar de sus dientes. No paraba de disculparse y pronto me di cuenta de que estaba delirando.
Había pasado casi una hora cuando decidí que no podía seguir allí sentada. Al levantarme de nuevo, McTavish ni se percató. Me puse las botas y una capa sobre el pijama y me marché.
El castillo estaba frío y silencioso, vacío, aunque llevaba tantos años viviendo en él que no me resultaba siniestro. Sí estaba nerviosa, sin embargo, por lo que iba a hacer. Comprobando una última vez el mapa de McTavish, cogí aire, me tapé mejor con la capa, y llamé a la puerta con fuerza.
Antes de poder llamar una segunda vez, Luther Moore abrió. Iba descalzo y llevaba un pijama de seda gris, el pelo despeinado y una expresión de total desconcierto.
—McTavish está en mis habitaciones —le informé.
Luther frunció el ceño inmediatamente.
—¿Borracho?
Miré a ambos lados del pasillo, aunque sabía que estábamos solos, y negué con la cabeza, seria. Luther debió entenderme, porque cogió aire, despacio.
—Pasa. Dame un segundo.
Se retiró y desapareció por otra puerta. Yo miré a mi alrededor, curiosa. Era una sala de estar bastante impersonal, pero decorada al estilo norteño. Excepto por una gran maceta en un rincón, llena de flores silvestres. Me di cuenta, extrañada, de que era la misma planta de nomeolvides que habíamos hecho crecer juntos. No tuve tiempo de darle muchas vueltas a por qué Luther tendría flores tan sencillas en vez de elegantes arreglos florales, ya que volvió en ese momento, calzado y con una capa sobre su pijama.
—Vamos.
Hicimos el camino en silencio, por discreción y por falta de palabras. Nunca había visto en persona los efectos secundarios de la magia oscura, pero había leído sobre ellos y la reacción de Luther me había dado a entender que había acertado.
Cuando entramos en la salita, Sara había salido de su dormitorio. Estaba arrodillada junto a McTavish, mojando su frente con un trapo húmedo y diciéndole algo. Luther la saludó con una inclinación de cabeza y ella se levantó, apartándose para dejarle sitio.
—James —le susurró—. James, soy yo.
McTavish entreabrió los ojos y dejó escapar un gemido.
—Lo siento —murmuró.
—Lo sé. ¿Estás bien?
McTavish intentó incorporarse y Luther lo ayudó a sentarse. La manta y el abrigo cayeron al suelo y McTavish empezó a tiritar de nuevo. Luther cogió el abrigo y se lo puso, con mucha más paciencia de la que lo creía capaz. Su amigo se abrazó con fuerza, metiendo las manos dentro de las mangas, y lo miró con intensidad.
—No quería hacerle daño a Aileen —murmuró, intentando que fuera un secreto.
—Shh, Aileen está perfectamente.
Creí entender entonces lo ocurrido. McTavish debía haber usado magia oscura para el pequeño experimento de esa mañana y, en vez de dejar que me afectara a mí, había hecho que los efectos se revirtieran en sí mismo. No importaba que sus intenciones fueran buenas, iba aún más en contra de la naturaleza destructora de la magia oscura. ¿Cómo debían ser las consecuencias para que se hubiera emborrachado de esa manera, intentando paliarlas?
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