McTavish sonrió y, cuando vi que pretendía apoyarse en el piano, carraspeé.
—Aileen Dunn —me presenté desde el sofá, sin moverme.
McTavish se acercó a mí y se quedó unos instantes de pie, esperando a que me incorporara. Tal vez, de no haber sido por las velas, me habría importado lo que pensara, pero el caso fue que me quedé como estaba.
Al final, decidió sentarse en un sillón y poner los pies sobre la mesa. Yo sonreí. Era raro ver a un norteño que no fuera extremadamente estirado.
—Siga tocando, por favor —le dijo a Sara.
Ella me miró, alzando las cejas, pero continuó cuando me encogí de hombros.
—¿Tu primera vez en Rowan? —le pregunté a McTavish.
Él se giró hacia mí, sorprendido. Pese a lo cansado que se le veía, aparentaba menos de treinta años. Demasiado joven para haber estado implicado en la guerra y que lo hubieran expulsado de la corte; pero su forma de comportarse, tan irreverente, parecía indicar que nunca había estado en Rowan.
—¿Tanto se nota? —me contestó observando su ropa.
—No es la ropa, tranquilo.
Aunque no se veía a mucha gente en la corte con el tipo de traje que él llevaba. McTavish se quitó el sucio abrigo de todas formas y lo tiró a mis pies, sobre el sofá. Me reí.
—¿Y tú? ¿De dónde eres? —Se subió las arrugadas mangas de la camisa—. Falda sureña, blusa norteña… ¿De dónde es tu acento?
—Soy mestiza —contesté con alegría. Sara falló una nota al oírme—. A Sara no le gusta la palabra, pero a mí me da igual. Soy de Olmos, pero no se me nota en el acento, no sé por qué.
Me desperecé sobre el sofá, dejé caer mis botines al suelo y puse los pies sobre el abrigo de McTavish.
—¿Y la señorita Blaise? —me preguntó—. No, espera, déjame adivinarlo…
McTavish se inclinó hacia delante, mirando a Sara de arriba abajo.
—Nirwan.
Ella siguió tocando, pero yo no pude evitar una exclamación, sorprendida.
—¿Cómo lo has sabido? —pregunté antes de darme cuenta de la explicación más lógica—. ¿Por el apellido?
—Cada uno tiene sus talentos, Dunn. El mío son las señoritas norteñas.
—Permíteme dudarlo —le dije, con una carcajada.
Fue su turno entonces de ahogar una exclamación de falsa indignación.
—Oye, ¡perdona!
Me volví a reír, más divertida de lo que había estado en mucho tiempo. Hubo un momento de silencio, en el que Sara terminó la canción, y luego continuó con otra.
—No conozco a muchos mestizos —dijo McTavish—, pero no suelen vestirse así, ¿no?
Me encogí de hombros.
—Lo mejorcito de cada sitio —le contesté—. Y si a alguien no le gusta, no es mi problema.
Sara me miró un breve instante, apretando los labios.
—A la señorita Blaise no parece gustarle.
—Mi sentido de la moda le resulta ofensivo —dije—. Pero no todas podemos tener su estilo.
—Sería insoportable para mí, desde luego —siguió flirteando él.
Sara se sonrojó, pero antes de poder protestar, alguien más entró en la Sala de Música.
—¡James! Te estaba buscando.
Velas relajantes o no, al reconocer la voz de Luther Moore me incorporé de golpe sobre el sofá. Él se acercó hasta James y ambos se abrazaron con fuerza.
—Perdona, me he distraído —le contestó.
Sara, a su espalda, había dejado de tocar. Luther frunció el ceño al verla y ella se sonrojó aún más.
—James…
Justo entonces se giró hacia mí. Su cara cambió enseguida a una de sorpresa.
—Aileen.
—Luther —lo saludé cruzando las piernas sobre el sofá y estirándome la falda para intentar parecer algo más presentable.
James me observó un segundo, luego miró a Luther. Y después esbozó una enorme sonrisa que Luther le borró de un codazo en las costillas.
—Será mejor que nos vayamos si pretendes instalarte antes de la cena. Señorita Blaise. Aileen.
—Te veo mañana, Luther —le dije, sintiendo forzadas las palabras.
Él asintió, entendiendo que había aceptado sus disculpas.
—Ha sido un placer, Aileen. Estoy seguro de que nos veremos pronto —se despidió McTavish estrechando mi mano—. Señorita Blaise.
Sara volvió a darle la mano, pero esa vez él le besó el dorso.
—Oye, ¿qué es eso de «Aileen»? —repliqué mientras se alejaban—. Para ti soy la señorita Dunn.
—¿Señorita Dunn para mí, pero Aileen para Luther? No lo creo.
—James —masculló Luther arrastrándolo hacia el pasillo.
McTavish se despidió con la mano una vez más antes de salir y no pude evitar sonreír.
—Qué persona tan desagradable —protestó Sara inmediatamente.
—Lo siento —contesté a falta de algo mejor.
—¿Has visto qué barba tan desaliñada lleva? —añadió ella negando con la cabeza—. No estoy nada relajada, ¿podemos irnos?
—Por supuesto.
Me agaché a por mis botines, apagué las velas y al levantarme me di cuenta de que McTavish había olvidado su abrigo a los pies del sofá.
—Déjalo —me dijo Sara—. Seguro que lo ha hecho adrede.
Dudé un momento, pero al final lo cogí.
—Yo me encargo de él cuando venga a buscarlo —le respondí sacudiéndole el polvo antes de doblarlo sobre mi brazo.
—Eres demasiado buena —me dijo Sara mientras salíamos.
—Es mi lado sureño.
Ella me dio un golpe en el brazo y yo me reí.
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Sin embargo, James McTavish no vino a nuestras habitaciones a buscar su abrigo esa noche. Al día siguiente me lo encontré en el lugar más inesperado: la Sala de Esgrima. Estaba sentado en un sillón, en medio de la sala, como si de un rey extranjero se tratase. Excepto porque estaba mordiéndose las uñas.
Luther estaba de pie a su lado, hablando en voz baja. Había vuelto a cerrar las cortinas.
—Buenos días —saludé, sorprendida.
—El señor McTavish nos va a acompañar en esta sesión —me informó Luther.
—Aileen —saludó McTavish, dejando sus uñas tranquilas.
—Señorita Dunn —le recordé—. Por cierto, McTavish, ayer te dejaste el abrigo en la Sala de Música.
—¡Ah! ¡Fue ahí! Menos mal, pensaba que había sido en la taberna y después de lo de anoche…, como para volver pronto.
Luther chasqueó la lengua, pero yo no pude evitar sonreír.
—Lo tengo en nuestras habitaciones, en la parte antigua del Ala Oeste.
—¿La parte con ventanas diminutas y techos bajos?
Alcé las cejas, pero Luther habló antes de que pudiera contestarle:
—¿Comenzamos?
Asentí y me coloqué junto a ellos. Luther empezó a guiarme y, en apenas unos instantes, mi magia estaba fluyendo. Cuando abrí los ojos era McTavish quien estaba delante de mí, observándome con una expresión de concentración.
—Junta las manos, como si quisieras coger agua —me indicó manteniendo el tono de voz bajo y suave de Luther—. Llénalas de magia.
Una vez más podía sentir el peso de la magia en mis manos. Fue en ese momento, al mover los pies para recuperar el equilibrio ante la extraña sensación, cuando me fijé en que Luther estaba a mi lado, en la misma posición.
—Ahora visualízala. Sabes lo que es. Sabes cuál es su forma, su color. Puedes verla.
Y podía. De repente, mi magia tenía un color azulado, intenso, como los nomeolvides que habíamos creado hacía unos días. Era una bola sólida y gaseosa a la vez, inexplicable. Luther extendió su mano hacia nosotros y pude ver una esfera idéntica en ella. Me pregunté si él había pensado en lo mismo.
Los segundos parecían alargarse eternamente, hasta que por fin McTavish volvió a hablar:
—Ahora recupera esa magia. No la dejes ir, no la deshagas. Absórbela de nuevo a través de tus manos.
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