Gabriela Alemán - Fuga permanente y otros cuentos

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Los cuentos reunidos en este volumen son deslumbrantes y, a la vez, frágiles trofeos de una vocación genuina. Insumisos ante su tiempo, cada uno de ellos nos enseña a mirar desde el asombro y la paciencia. Son fotografías verbales de un mundo subyugado por la precariedad de lo efímero, testimonios de la intimidad, el amor y el deseo, las deudas afectivas o los anhelos por conocer y explorar de modo incansable los límites de la naturaleza. Sea a través de la digresión, el relato de un vulnerable y distraído mundo interior; o a través de la memoria o el documento – las fuentes de un deambular curioso, tan propio de la crónica -, las historias de Gabriela Alemán avanzan a menudo por sobre el borde de algo, arriesgadas y despreocupadas a la vez, anunciando la catástrofe de una caída o de un silenciamiento que nunca ocurre. No conozco una aventura narrativa más delicada ni más poderosa que esa en la actualidad; ni a una narradora más valiente y necesaria que ella.

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—Ah, ah, o, no.

—¿Qué?

—Nada, pensaba en voz alta.

—¿Cuándo llegas?

—Presto y a la hora bella dama. A propósito, ¿cuál es?

—¿Qué?

—¿La hora?

—Las doce.

—¿Tantas así?

(Con voz atiplada y un atisbo de tirantez:)

—Para el amor no la hay.

(Rápidamente y allanando asperezas:)

—Pero para los buses sí.

—Ah.

—¿Un taxi?

—¿A Carapungo, a la noche? ¿A qué le suena un préstamo, corazón?

—A imposible.

—Con mis cinco, ni hablar.

—¿No estaba encantado tu jefe contigo?

—¿Qué?

—¿No te subían el sueldo?

—Hace rato que acabó la luna de miel.

—¿Y eso?

—Damita, a asuntos menos callosos.

—¿Y entonces?

—Que la raspadura es dulce pero no es suave.

—¿Cariño de mis cariños?

—¿Si?

—Que ni hablar, ni presto, ni a la hora. No llego.

—Ay, caballerito.

Lola Si Qué haces Qué voy a hacer hablar contigo bobo No no - фото 7

—¿Lola?

—¿Si?

—¿Qué haces?

—Qué voy a hacer, hablar contigo, bobo.

—No, no. ¿Qué haces?

—Sostengo el teléfono.

—¿Y el cordón?

—A mi costado, rozándome ligeramente.

—¿Sobre qué?

—La cama.

—Tormento de mis tormentos.

—¿Si?

—Le ofrezco trescientos cuarenta y cinco…

—¿Qué?

—besos, los reparto sin remilgo por toda su espigada y delgada humanidad. ¿Procuro detalles?

—Ay, Rubén Darío.

—¿Ah? ¿Cuántas aperturas?

—¿Qué?

—Te ayudo, tu boca…

—ah, una…la nariz…

—tres…

—mis oídos…

—cinco…

—¿?

— Lento cariño, lento. Tu rostro…por ellos

—Mis ojos…

—siete.

—Los cubro. ¿Te aflijo?

—Oh, no (ah, ah, o, no).

—¿Prosigo?

—Ajá.

—¿Desciendo sur?

—A tu poniente.

—¿Barlovento?

—Arriba, ah, lento.

—¿Levanto?

El tiempo tic tic toc se hace accesorio a la compulsiva palabra y compensa - фото 8

(El tiempo —tic tic toc— se hace accesorio a la compulsiva palabra y compensa el arreglo: todo es equilibrio en la balanza del tendero. Labios tentadores a la derecha, deseo caustico a la izquierda, aunque acuse mayor plomo la siniestra mientras pasan las horas).

—Querida y, ¿ahora qué?

—Nada, nos asaltó la mañana. Tú a tu trabajo, yo al mío.

—Y, ¿un punto medio?

—¿La Alameda a las doce?

—¿El segundo tiro al blanco frente al Churo?

—Al mediodía…

—con alta consideración y estima. ¿Se lo había dicho ya?

—Contadas veces. ¿Desde ayer? Sesenta y nueve.

(La provocación irrumpe en susurros, acallado estupor y risas poco cuantificables en tiempo transcurrido. Pero que, sin embargo, corre).

—¿Si?

—¿Llegas?

—No, ya se pasó mi hora.

—¿Y ahora?

—Que perdí el trabajo: fácil llega, fácil se va.

—Si te apuras llamas y dices amanecer indispuesto.

—Como si uno no tuviera su corazoncito. ¿Mentir? No amor, pocas veces tan bien.

—Entonces, ¿abandonamos La Alameda hasta el atardecer y nos encontramos bajo el árbol a las cinco?

—Si las seis tal vez logre un préstamo, ¿en diagonal a la maternidad, madrecita?

—A lo mejor, la Panamericana sigue… (ah, ah)

—(O) la huelga…

—Y si (no) un derrumbe...

Y le digo que la quiero (ah, ah)

que es mi único anhelo (o, no)

Willie Colón

De paso

El tiempo no pasó:

Aquí está.

Pasamos nosotros.

Solo nosotros somos el pasado.

José Emilio Pacheco

El verano es la estación de los opuestos: si no mueres, sobrevives. Es lo que me decía al regar las bromelias y astrolabios abrasados por el sol. No intentaba sosegar mi espíritu sino darme un pie para registrar el dato en mi cabeza. Cualquier cosa, no me estoy poniendo más joven y toda ayuda es bienvenida. Como ya no puedo ir a gran velocidad abrazo las tardes en el balcón aunque riña con el calor. Suelo responder a su flagelo a la sombra de mis helechos, con una gran jarra de jugo de naranja y mucho hielo a mi costado. A las tres de la tarde me senté, vaso en mano, dispuesta a arrinconar al mundo desde mi asiento; mi lentitud me abruma —aún no logro, después de tantos años— registrar mi impotencia frente a la desesperanza universal. En eso pensaba cuando llegó el frenazo a raya de un automóvil en la esquina. Hasta levantar la vista el carro ya había arrancado y lo único que alcancé a ver fue a una mujer que jalaba las trenzas de una niña de tres o cuatro años mientras cargaba a otro niño o, más bien, lo llevaba prendido de su piel. Entré a casa, advertido el peligro, para colocar más azúcar en mi bebida, pero no por ello dejé de interesarme por lo ocurrido abajo. Podía ver la mímica de la mujer regañando a la niña. Salí, me incliné sobre la baranda y comencé a gritar.

—Hay personas a las que les gusta sufrir. Les pone un corsé y les saca pecho, ¿ve? Y así se sienten importantes.

Lo que quise decir, aunque no llegué a hacerlo, fue que deje a la niña en paz, que ya no tenía a donde más jalarle las trenzas y que, al muchachito, lo soltara. Que se cayera, que si eso ocurría una buena estampada contra el planeta no podía suponerle mayor agravio. Más valía ahora que después, así no le tomaría de sorpresa. Pero lo que seguí diciendo, más bien, fue: escúcheme, no se haga la que mira el sol, va a quemarse las pupilas y después quién se va a encargar de esos bichos, señalé con mi mano a sus niños, a la vez que abanicaba el aire, lanzada sobre la calle. No me va a decir que su — ¿marido?, ¿querido?, ¿el señor de la casa? —, los va a tomar a cargo. No bizquee, que los ojos se le van a torcer y después en el colegio seguro se burlarán de sus hijos. Piénselo y míreme, ahora sí le dije: suelte a ese niño, que corra, que se caiga. No por eso se va a dejar de parar. ¿Oyó? ¿Qué no es mi problema? Que sí lo es, señora. Soy vieja y doy consejos sin que me los pidan. Vaya destapándose la cera de los oídos que tengo mucho que confiarle, cosas que pasan inadvertidas para estas plantas trepadoras, pero que podrían interesarle: si le aumenta al lavado, en la última enjuagada, una tapita de vinagre, los colores se afianzan. Me inclino a hacerle esa confidencia porque noto que sus hijos llevan ropas nuevas que pronto no lo serán. Se lo agradecerán cuando la de sus compañeros comience a desteñir. Pero si quiere, siga, no deje que mi indiscreción estropee su paseo, yo estoy bien con mi jugo, además sus dos criaturas ya llevan perfectamente a la práctica lo que usted no quiere oír y yo neciamente solo puedo repetir. Pero hágalo así, cuídelos, no los deje correr solos por el asfalto de la ciudad, átelos. Vio, hasta le puedo recomendar una buena lectura: Boris Vian. Él cuenta que una señora, señora, se preocupa tanto por sus hijos —que no les pase nada, que estén bien rollizos y sanos— que pone una verja alrededor de su casa pero imagina que alguien se puede trepar —señora precavida— y compra candados para las puertas pero reflexionando sobre todas las caras de la moneda —la señora se fija en todo, sobre todo en sus niños—, piensa que alguien puede entrar de igual manera y sus joyitas, tan tentadoras. Encierra a sus hijos en un cuarto, pero resulta que los angelitos vuelan y ella continúa preocupada porque pueden rozar sus dulces y tiernas cabecitas contra el techo del inmueble protector y partirlas en mil coloridos pedazos. Entonces hace construir una jaula. Y ella, suponga señora, supongamos, los mira atrás de las rejas contenta y feliz. Digo yo, a lo mejor le interesa. Si quiere le doy el nombre de una librería donde puede conseguirlo, aquí a la vuelta, dígale a la dueña que va de mi parte y seguro le encuentra el libro. Habrá pasado enfrente, la Pomaire dice, después le envuelvo la dirección en una piedra, me sobran en los maceteros y se la tiro; no deje de recogerla. Vio que puedo serle útil. Eso señora, acomódese bajo la sombra del balcón de enfrente, que sirva para algo el espacio que ocupa en la manzana la víctima de La Pinta. ¿Por qué se lo digo? Porque el señor se queja todo el día y ¿hace algo? A diario me lo pregunto, y no encuentro respuesta. Trae el periódico y se sienta ahí enfrente a plaguearse —sí, como las siete plagas, señora— de los ministros, del mal servicio, del costo de la vida, de la mala calidad del agua y el transporte, de la insufrible burocracia, mientras su esposa va y viene del trabajo y continúa al mercado; mientras su señora se ocupa de los trámites y soporta interminables colas, el mal humor y servicio y regresa a cocinar; su mujer que ocupa el transporte público al que él no se ha subido en cuatro años. Y a la hora que ella intenta relajarse, hablar, tomar el fresco, el señor vecino le comunica que ella no sabe de qué está hablando, que él es el que maneja los datos y le informa que se calle la boca mientras pasa las páginas del periódico que ha releído todo el día y frunce el ceño, cansado como está de lidiar con gente que no entiende. Gente, ¿oyó? Pero, hablábamos de las trenzas de la niña. Ella le decía algo mientras yo salía del corredor y el sol de media tarde se filtraba por la ventana de mi sala: ¿qué le decía la niña, qué le decía que hizo que usted reaccionara ordeñando nuevamente su pelo mientras, sobre todo, me fijé, mantenía envuelto con tanta ternura a su hijo varón? ¿Andrés? Casi protegiéndolo de ella. ¿Qué quería? ¿Que la cargara? ¿Por malcriada, dice? ¿Quién la cría señora, usted o el perro?, que lo hace tan mal. Si no lo digo yo, repito sus palabras, pero siéntese y presuma que sabe de qué estoy hablando. Asuma que rápidamente voy a terminar. Humoréeme. ¿En qué pensaba mientras jalaba el pelo de su hija tan fuertemente y sin titubeo en este día tan limpio y veraniego? ¿Le tiraba el pelo por lo que le dijo o por lo que usted pensaba?

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