Thomas Joseph White - El Señor encarnado

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Thomas Josep White es sacerdote dominico, director del Thomistic Institute del Angelicum (Roma) y profesor de teología. Doctor por la Universidad de Oxford, ha publicado numerosos libros y artículos en revistas especializadas. Entre sus libros destacan The Light of Christ. An Introduction to Catholicism (2017) y Wisdom in the Face of Modernity: A Study in Modern Thomistic Natural Theology (2009). Es miembro de la Academia Pontificia de Santo Tomás de Aquino y corredactor de la revista Nova et Vetera (english version).

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El cristianismo primitivo, por tanto, no dudó en atribuirle a Cristo resucitado el título de Señor. Aún más, hay bastante evidencia en el Nuevo Testamento de que adoraban a Cristo, una práctica reservada durante el judaísmo del Segundo Templo exclusivamente a Dios bajo pena de pecado grave37. Vemos en los Hechos de los Apóstoles, por ejemplo, que cuando Esteban es lapidado, reza directamente a Jesús como Señor y le dice: «Señor Jesús, recibe mi espíritu» (Hch 7,59). Pocos capítulos después, cuando Cristo se dirige a Saulo en su camino a Damasco, él le responde: «¿quién eres, Señor?» y recibe esta respuesta: «yo soy Jesús, a quien tú persigues» (Hch 9,5). Se dice de aquel que vivió entre nosotros como un hombre mortal y que también murió, que ahora está vivo por la resurrección. Pero también se da a entender que siempre ha sido el Señor, incluso en su vida humana, en su muerte y en su resurrección38. Consecuentemente, san Pablo puede decir: «en cuanto a mí, Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo» (Gal 6,14).

Conforme a la presentación que Lucas hace de la conversión de san Pablo, descubrimos también la idea de que el discípulo de Cristo de algún modo está en el Señor39. Aquellos que persiguen a la Iglesia persiguen a Cristo. Este tema neotestamentario sobre la incorporación al Señor manifiesta claramente la idea de su divinidad. Por gracia podemos ser incorporados a Cristo y, en consecuencia, a la vida de Dios. «La gracia de nuestro Señor Jesucristo esté con tu espíritu» (Fil 4,23); «mujeres, sed sumisas a vuestros maridos, como conviene en el Señor» (Col 3,18); «considera el ministerio que recibiste en el Señor, para que lo cumplas» (Col 4,17); «ahora sí que vivimos, pues permanecéis firmes en el Señor» (1Ts 3,8). Hay una identidad colectiva de Cristo a la que otros se pueden incorporar, porque Cristo es el «Señor» en quien el discípulo reside por el don de la gracia40. Podemos morir «en Cristo» (cf. 1Co 15,18-20). El Apocalipsis se refiere a Dios Padre y también al Cordero como «Señor» en quien los bienaventurados han puesto su morada. «Pero no vi Santuario alguno en ella; porque el Señor, el Dios Todopoderoso, y el Cordero, es su Santuario» (Ap 21,22). Viéndolo todo por la luz del Cordero, los bienaventurados «no tienen necesidad de luz de lámpara ni de luz del sol, porque el Señor Dios los alumbrará y reinarán por los siglos de los siglos» (Ap 22,5)41.

Lo que aparece inevitablemente en todos estos pasajes es la pregunta: ¿qué queremos significar cuando afirmamos que Jesús de Nazaret es el Señor, el Dios de Israel? Y podemos también reformular esta pregunta de modo que hagamos referencia explícita al sujeto personal que es Cristo: ¿qué significa para Dios, nuestro Señor, ser personalmente un hombre? Nótese que ya no estamos hablando aquí del Hijo como causa de la creación, sino del Hijo encarnado. ¿Cómo Cristo es a la vez Dios y hombre? Hacer esta pregunta es entrar en un misterio central del Nuevo Testamento, el misterio que posteriormente la teología designará como «unión hipostática». En el cristianismo primitivo, el título de «Señor» aplicado a Cristo como sujeto personal contiene las semillas de este desarrollo teológico. Nos empuja a pensar la unidad personal de Cristo como aquel que es Dios y hombre, como Señor que es uno con el Padre y también como Señor crucificado. Solo una cristología que atienda directamente al problema ontológico es capaz de una reflexión así y, sin embargo, si yerra en esta reflexión, el Nuevo Testamento permanece radicalmente ininteligible.

La naturaleza humana

El Nuevo Testamento se ocupa no solo de la divinidad de Cristo, sino también de la integridad de su naturaleza humana, su desarrollo y sus operaciones. Los evangelios y las cartas toman en serio la realidad y la estructura de la naturaleza humana de Cristo. La carta a los filipenses, por ejemplo, dice que «siendo de condición divina» tomó «la condición de esclavo» (cf. Flp 2,6-7), significando así la naturaleza humana que Cristo comparte con Adán. Mientras Adán en el pecado original rechazó servir a Dios, Cristo ha venido en la forma del siervo doliente (cf. Is 53,11-12) para reparar o restaurar la naturaleza humana, revirtiendo así la desobediencia de Adán que había dejado a los hombres en un estado de naturaleza caída42. El presupuesto narrativo, por tanto, es que Cristo comparte de algún modo lo que es común a Adán y a todos los seres humanos, la naturaleza o esencia que cada uno posee. El Concilio de Calcedonia no dudó en leer el pasaje citado más arriba de este modo:

[Este concilio] resiste a los que piensan en una mescolanza o confusión de las dos naturalezas de Cristo; expulsa a los que tienen la necedad de considerar celestial, o de cualquier otra substancia, aquella forma humana de siervo que asumió de nosotros; y excomunica, finalmente, a los que cuentan fábulas de dos naturalezas del Señor antes de la unión y de una sola después de la unión43.

Las teorías tanto de Apolinar como de Eutiques son aquí rechazadas, pues cada uno concibió (aunque de diverso modo) la unidad de lo divino y lo humano en Cristo según una única naturaleza44. Al mantener la distinción de naturalezas, el Concilio fue coherente con el testimonio bíblico relativo a la integridad de la naturaleza humana de Cristo. Ahora bien, la afirmación de las dos naturalezas en una persona suscita a su vez cuestiones profundas de tipo ontológico: ¿cuál es la relación entre las propiedades esenciales de la naturaleza humana y la personalidad individual?, ¿cómo debemos entender (lógica y ontológicamente) la relación entre las propiedades individuales de un sujeto personal (Pedro, Pablo, Jesús) y la naturaleza que es común a todos ellos?, ¿en qué consiste esta última? Nos encontramos aquí con temas especulativos que están en el corazón de la cristología neotestamentaria y que solo pueden ser abordados desde una abierta reflexión metafísica sobre las Escrituras.

Ahora bien, este tema no solo es importante por razones especulativas. La reflexión cristológica sobre el contenido normativo de la naturaleza humana está completamente relacionada con la reflexión del Nuevo Testamento sobre la forma práctica de la redención humana. En efecto, una de las premisas básicas del cristianismo primitivo era que normalmente los humanos yerran en la comprensión adecuada de lo que son. Están incapacitados, por la condición de su naturaleza caída, para descubrir el sentido último de su existencia y, por lo mismo, imposibilitados para orientar sus vidas hacia Dios como a su verdadero fin (cf. Rm 1,18-32)45. Por ello, solo Cristo puede revelar plenamente a la persona humana qué es y para qué está hecha radicalmente, a la luz del misterio de la adopción filial por la gracia46. Ahora bien, esto significa que la revelación de Cristo también debe corregir los múltiples errores del entendimiento humano, tanto prácticos como especulativos, que tienden a corromper el pensamiento humano caído con respecto a lo que significa ser hombre. Si esto es así, entonces la salvación de la persona humana depende en gran medida de una recapitulación cristológica y teocéntrica de la propia comprensión de la naturaleza humana. El estudio de la naturaleza humana de Cristo es algo ontológico, pero también posee una finalidad eminentemente práctica, pues se ordena a una recta comprensión del sentido de la existencia humana.

Por último, un estudio cristológico del sentido de la naturaleza humana también debe atender al tipo de vida que llevó Cristo: sus acciones y sufrimientos. Estas acciones proceden del amor de Cristo, de su obediencia y de la humildad de su corazón. A su vez, estas acciones dependen de una forma única de conocimiento profético que caracteriza el conocimiento de Jesús. Cristo ve el bien y lo busca libremente de una manera única y perfecta. Sus pensamientos y sus actos humanos, por tanto, son luminosos en la medida que nos revelan una naturaleza humana radiante de perfección espiritual y moral, «llena de gracia y verdad» (Jn 1,14)47. Esta revelación de la perfección humana alcanza su culmen en el misterio pascual. Aquí Jesús aparece sujeto a un sufrimiento y a una muerte insoportables, pero también transformado en una nueva vida de gloria en el misterio de la resurrección. En palabras del Concilio Vaticano II, «el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, Cristo nuestro Señor […]. El que sigue a Cristo, Hombre perfecto, se perfecciona cada vez más en su propia dignidad de hombre»48. ¿Cómo debemos pensar, por tanto, en el cuerpo físico y en el alma espiritual de Cristo en su pasión, muerte y resurrección? ¿En qué sentido nos invitan estos eventos a comprender nuestra propia naturaleza humana de un modo cristológico? La cristología conduce inevitablemente a la escatología, pero al mismo tiempo, nos invita a formular las preguntas fundamentales sobre la estructura natural de la persona humana y de su destino final.

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