Thomas Joseph White - El Señor encarnado

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Thomas Josep White es sacerdote dominico, director del Thomistic Institute del Angelicum (Roma) y profesor de teología. Doctor por la Universidad de Oxford, ha publicado numerosos libros y artículos en revistas especializadas. Entre sus libros destacan The Light of Christ. An Introduction to Catholicism (2017) y Wisdom in the Face of Modernity: A Study in Modern Thomistic Natural Theology (2009). Es miembro de la Academia Pontificia de Santo Tomás de Aquino y corredactor de la revista Nova et Vetera (english version).

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Los comentadores señalan normalmente la existencia de un precedente judío claro para esta forma de preexistencia atribuida a Jesús por el cristianismo temprano y que se encuentra en la literatura sapiencial del Antiguo Testamento24. En esos lugares, la «sabiduría» de Dios es comúnmente representada como un principio preexistente, idéntico a Dios o emanado de él, en el cual y por el cual todas las cosas fueron creadas25. La sabiduría de Dios es como un anticipo de todo aquello que será producido por creación, por una suerte de causalidad trascendente y ejemplar. «[La sabiduría] es irradiación de la luz eterna, espejo límpido de la actividad de Dios e imagen de su bondad […]. Se despliega con vigor de un confín al otro y todo lo gobierna con acierto» (Sab 7,26.8,1). En los evangelios de Lucas y Mateo, Jesús parece en algunas ocasiones atribuirse a sí mismo este poder de la sabiduría (Lc 7,35; Mt 11,28-30, 23,37-39)26. Pablo habla incluso de Jesús crucificado en este sentido, llamándolo «fuerza de Dios y sabiduría de Dios» (1Co 1,24)27. Como último ejemplo, podemos citar la concepción virginal de Jesús, tal como está narrada en los relatos de Mateo y Lucas. Algunos académicos no dudan en ver aquí reflejada la idea de la preexistencia del Hijo como la sabiduría de Dios, que toma carne en el seno de la Virgen María28. Al leer estos pasajes vemos que no se trata de ningún tipo de especulación mítica de tipo griego (que abordaría el problema de la deidad de manera antropomórfica), sino de una noción específicamente judía sobre el Creador que libremente toma la forma de una criatura sin dejar por ello de ser el Creador. La concepción virginal sucede por el poder exclusivo de Dios, y en este sentido, es un signo milagroso que quien ha sido concebido en el seno de María es realmente aquel que sostiene todas las cosas en el ser. Pues quien ha sido concebido es el «Enmanuel, que significa “Dios-con-nosotros”» (Mt 1,23; Is 7,14 [LXX])29.

Ahora bien, ¿qué queremos decir cuando hablamos de «sabiduría»? Conviene examinar ahora la hipótesis genealógica y considerar históricamente (con razonable probabilidad) cómo los términos monoteístas que el judaísmo usaba para referirse a la sabiduría preexistente de Dios podrían haber llegado a ser atribuidos a Jesús de Nazaret. Aunque la pregunta más radical es: ¿qué significamos ontológicamente al hablar de sabiduría divina? De hecho, para entrar en esta comprensión más profunda de la Escritura, necesitamos comenzar a pensar en términos estrictamente ontológicos. Para Tomás de Aquino, el término bíblico «sabiduría» refiere tanto al conocimiento como al amor. Una persona sabia es la que conoce aquello que merece ser amado y que ama inteligente y prudentemente30. En esta lectura de la Escritura, la divina sabiduría es el conocimiento que tiene Dios de sí mismo, pero no es una forma moralmente indiferente de conocimiento. Es el conocimiento que Dios tiene de su propia bondad divina, bondad impregnada del amor de Dios comunicativo y no egoísta de su propia bondad31. Aún más, este conocimiento amado que Dios tiene de sí mismo está en el origen de sus dones en el orden de la creación y de la gracia. Es decir, la divina sabiduría es un conocimiento capaz de crear y de comunicar la vida de gracia. Es un conocimiento que en sí mismo es comunicativo de la divina bondad32.

Indudablemente, al hablar así de la sabiduría, ya hemos comenzado a pensar en términos estrictamente ontológicos para referirnos a Dios y a la realidad de la creación. De hecho, esto solo es un trabajo de aclaración previa. En efecto, si el Hijo de Dios es la sabiduría de Dios, ¿qué significa afirmar que preexiste? Y exactamente, ¿a qué preexiste? En otras palabras, ¿cómo el Hijo preexistente es distinto de la creación que depende de él? Negativamente podríamos decir que el Hijo de Dios no existía como criatura antes de la encarnación. Bíblicamente hablando, una criatura es algo o alguien que comienza a ser o deja de ser y que existe únicamente en una relación de dependencia causal inmediata a Dios que es la causa actual de su ser. Pero el Hijo no puede existir de este modo, ya que él existe eternamente, por él las cosas han sido traídas a la existencia y de él dependen para su existencia. En efecto, todo ente físico y temporal llega a ser por la generación o la corrupción física y en una dependencia causal simultánea con la actividad de otros entes físicos. El Hijo, sin embargo, preexiste a nuestro presente estado de cosas. Parece, por tanto, que si el Hijo ha sido eternamente engendrado antes de los siglos por el Padre como su «Verbo» (Jn 1,17), esto no significa que el Hijo exista eternamente del mismo modo que las criaturas, que son materiales, físicas y temporales. Al contrario, debe proceder necesariamente del Padre de un modo distinto, que no implique comienzo temporal o físico33.

De este modo, como puede verse, la atribución al Hijo de la causalidad creativa está implicada cuando se predica de él la idea de sabiduría divina. El Hijo como sabiduría por quien Dios crea no puede venir a la existencia como una criatura del Creador, puesto que él es la causa del llegar a ser de las criaturas. «Todo fue creado por él y para él» (Col 1,16). Positivamente, esto significa que el Hijo existe de un modo más elevado y diverso que las criaturas; el Hijo existe como existe Dios o como existe el Padre, porque por él todas las cosas fueron hechas. El Hijo existe, sin embargo, no como la persona del Padre, sino como distinto personalmente de Padre y como siendo uno con el Padre. El Hijo es por quien todas las cosas fueron hechas.

Decir todo esto sugiere que una vez que comenzamos a pensar seriamente en la idea de la preexistencia de Jesús, lo mismo que en su distinción respecto del Padre, ya estamos en camino para pensar a Dios como Trinidad. El Hijo es eternamente distinto del Padre y del Espíritu Santo, pero es también verdaderamente Dios, uno eternamente con el Padre y el Espíritu Santo. Tal como señalamos más arriba, sin embargo, la preexistencia del Hijo es una idea fundamental para comprender el Nuevo Testamento. Consecuentemente, la creencia en la Santísima Trinidad está exigida dentro de una lectura correcta del Nuevo Testamento. Una reflexión sobre la identidad ontológica de Jesús es fundamental para hacer una lectura correcta de los testimonios apostólicos y es también un elemento necesario para cualquier interpretación correcta del texto de la Sagrada Escritura.

La soberanía de Cristo

El concepto bíblico de Cristo como principio preexistente de la creación nos invita a pensar en la soberanía de Cristo en términos de «causalidad eficiente». Todas las cosas llegan a ser en y por el Verbo que es la Sabiduría de Dios. Ahora bien, podemos también pensar en la identidad de Cristo dirigiéndonos directamente a su soberanía encarnada. Aquí la Biblia nos invita a considerar la identidad personal de Jesús de Nazaret. La pregunta «¿quién dicen los hombres que soy yo?» (Mc 8,27) se responde a lo largo de todo el Nuevo Testamento recurriendo al título Kyrios propio de la Septuaginta, un término que frecuentemente denota de modo explícito la divinidad. Jesús es «Señor» en el mismo sentido en que el Dios de Israel es el Señor34. Pero ahora él es ese Señor encarnado.

Podemos percibir este tema teológico, por ejemplo, en la parábola del juicio final (Mt 25,31-46), donde el Hijo del Hombre separa las ovejas de los cabritos basándose en la respuesta que dieron a las necesidades del pobre, del enfermo y del encarcelado. Las ovejas y los cabritos, por su parte, preguntan al Hijo del Hombre: «Señor, ¿cuándo te vimos hambriento o sediento o forastero o desnudo o enfermo o en la cárcel?» (Mt 25,44). La autoridad en el juicio escatológico que Israel normalmente reserva exclusivamente a Dios se reconoce ahora como presente en el Hijo del Hombre, en Jesús que es «el Señor»35. Tal como lo narran los evangelistas, probablemente con este espíritu deberíamos entender la percepción imperfecta, aunque real, de la autoridad de Jesús que tienen aquellos que se encuentran con él en su vida pública: «Señor, si quieres, puedes limpiarme» (Mt 8,2), «Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo; basta que lo digas de palabra y mi criado quedará sano» (Mt 8,8). Cristo lleva en sí mismo un poder y una autoridad análoga a la de Dios. Puede realizar acciones que están normalmente reservadas a Dios. Lo vemos casi en el primer capítulo de Marcos cuando Jesús perdona los pecados por su propia autoridad, ante lo cual los judíos murmuran: «¿quién puede perdonar pecados, sino solo Dios?» (Mc 2,7-10). Marcos también da a entender que Jesús mismo posee el poder, propio del Dios de Israel, de perdonar los pecados36.

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