José Manuel Bernal Llorente - Mi vida, sin recato

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No es una autobiografía, nos dice el autor. 'Dios escribe recto con renglones torcidos; porque los caminos emprendidos se dibujan torcidos y disparatados; porque todo escapa a las normas acreditadas de la cordura, del buen sentido y la compostura convencional. Y, sin embargo, en el horizonte final, todo toma cuerpo y se esclarece. Lo disparatado se torna coherente, lo turbio se hace luz y la locura se convierte en cordura. Desde la atalaya final todo cobra sentido. Eso es precisamente lo que intento aclarar en este libro'.

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De este modo podríamos evitar el lamentable espectáculo, ejemplar por otra parte y cargado de méritos, de jóvenes sacerdotes, desplazándose los domingos de un pueblo a otro, para celebrar la misa dominical. Recurso que, por otra parte, no soluciona el problema. Porque ese sacerdote, que se desplaza afanosamente los domingos de un pueblo a otro para decir misa, aparece desvinculado de la comunidad a la que preside; y actúa, al menos aparentemente, como un funcionario y se manifiesta completamente condicionado por la urgencia y por las prisas. En todo caso nunca dejará de ser una solución provisional.

Tampoco resuelven el problema las celebraciones dominicales de la palabra, por muy piadosas y devotas que ellas sean. A mi juicio solo son un subterfugio o un sucedáneo del que se echa mano para paliar un grave problema. Porque solo la Eucaristía hace que el primer día de la semana, el domingo, sea «día del Señor». Porque, como saben muy bien los liturgistas, no hay día del Señor sin Eucaristía. En efecto, es en la Eucaristía donde proclamamos, confesamos, reconocemos, cantamos y celebramos el «señorío» de Cristo. El domingo, en efecto, es el día «señorial», porque en la Eucaristía celebramos el «señorío» de Cristo. Sin Eucaristía no hay día del Señor.

Termino esta reflexión. Mi amor a la Iglesia y mi deseo de comunión me impulsan a expresar mi voluntad de que no haya en adelante presbíteros en paro, fuera de servicio. No sería bueno, por otra parte, que esas prohibiciones, impuestas por la Santa Sede a los secularizados, al concederles la dispensa, se interpretaran como una especie de baldón, castigo o «sanbenito», impuesto a los sacerdotes secularizados por haber abandonado el ministerio, como si esto fuera un gravísimo pecado, un despropósito incalificable.

Apuesta por una Iglesia de comunidades

Como ya he comentado más arriba, al año siguiente de habernos instalado en Logroño, en 1987, tomamos contacto y nos incorporamos a la comunidad de la Esperanza. Una comunidad cristiana, formada por laicos comprometidos, deseosos de vivir a fondo su fe cristiana, animados por la pretensión, compartida por todos, de vivir un proyecto de Iglesia estrechamente inspirada en el Evangelio, preocupada por cultivar y compartir comunitariamente la fe, centrada en la celebración semanal de la Eucaristía, en un clima de sencillez fraterna y solidaria, escuchando y celebrando la Palabra, alabando al Señor con cantos, compartiendo juntos el cuerpo y la sangre del Señor en torno a la mesa eucarística, en la que todos se sienten comensales y hermanos. Desde esa fecha hemos seguido estrechamente vinculados a la comunidad. En ese entorno comunitario, animados por el impulso del presbítero inspirador y promotor de la comunidad, Gerardo Cuadra, hemos participado en grupos de oración y de reflexión; hemos trabajado en el estudio de la Biblia, abordando temas de actualidad; hemos proyectado actos y manifestaciones de protesta, denunciando situaciones injustas y reivindicando derechos sociales vulnerados. Para poder realizar estas actividades nos hemos asociado casi siempre con otros grupos y comunidades de Logroño, con las que compartimos preocupaciones y proyectos.

Esta experiencia nos ha abierto horizontes y nos ha permitido percibir posibilidades nuevas para la Iglesia. Porque las comunidades abrigan, en sus objetivos originales, la pretensión de constituir nuevas alternativas de Iglesia, es decir, nuevos modos de presencia de la Iglesia en el mundo y en la sociedad, nuevas formas de ser fieles al mensaje de Jesús, nuevos estilos de vida, menos sofisticados y más cercanos a la gente humilde, a la gente de la calle, sin convencionalismos y sin posturas artificiales.

Las pequeñas comunidades surgen a raíz del Concilio y se multiplican como hongos. Hay una insaciable búsqueda de formas de vida cristiana que encarnen con fidelidad el mensaje de Jesús y el estilo de vida anunciado por él en el evangelio. Se fija la atención en el ejemplo de las primitivas comunidades cristianas, tal como se relata en los Hechos de los Apóstoles: «Se mantenían constantes en la enseñanza de los apóstoles, en la comunión, en la fracción del pan y en las oraciones» (Hch 2,42). Más adelante: «Todos los creyentes estaban de acuerdo y tenían todo en común, vendían sus posesiones y sus bienes y repartían el importe de las ventas entre todos, según la necesidad de cada uno. Acudían diariamente al Templo, con perseverancia y con un mismo espíritu; partían el pan en las casas y tomaban el alimento con alegría y sencillez de corazón, alabando a Dios y gozando de la simpatía de todo el pueblo» (Hch 2,44-47). Estos resúmenes sobre la situación de la comunidad se repiten varias veces en las primeras páginas de los Hechos. Voy a trascribir otra noticia que corrobora y completa lo dicho anteriormente: «La multitud de los creyentes tenía un solo corazón y un solo espíritu. Nadie consideraba sus bienes como propios, sino que todo lo tenían en común» (Hch 4,32); «No había entre ellos ningún necesitado, porque todos los que poseían campos o casas los vendían, traían el importe de las ventas y lo ponían a los pies de los apóstoles y se repartía a cada uno según su necesidad» (Hch 4,34-35).

En estos escritos se inspira el estilo de vida de las comunidades cristianas de base en la actualidad. Está pasando lo mismo que ocurrió en la edad media, cuando aparecieron las órdenes mendicantes; también entonces, estos grupos de hermanos mendicantes, que recorrían los viejos caminos de Europa predicando el Evangelio, y los fraticelli del poverello de Asís, tuvieron como espejo y punto de referencia el ejemplo de las primeras comunidades. De ellas han aprendido a cultivar la palabra de Dios a través del estudio de la Biblia y la celebración de la Palabra. Esto nos ha impulsado, en el seno de las comunidades, a estudiar la enseñanza de los grandes maestros de la espiritualidad y de la teología; a prestar atención a los acontecimientos de la vida política y social, a los conflictos laborales, a las calamidades y sufrimientos de la sociedad, para interpretarlos desde la fe, examinando sus causas y tomando decisiones y actuaciones evangélicas.

Junto a esto nos urge de modo especial en las comunidades poner en práctica la comunidad de bienes, creando una sensibilidad solidaria y comprometida, abierta a las necesidades de los grupos sociales marginados, de los grupos humanos que integran las llamadas bolsas de pobreza. Muchos de los nuestros, pertenecientes a las comunidades, colaboran en muchas de las actividades promovidas por Caritas y por otro tipo de organizaciones (las ONG) que prestan servicios entre los inmigrantes, los trabajadores temporeros, los internos en las prisiones, los sin-techo, drogadictos, víctimas del sida, etc. Esta es, a nuestro juicio, la forma moderna y actual de reproducir hoy el comportamiento solidario de las primeras comunidades cristianas.

El centro medular en torno al cual se desenvuelve la vida de las comunidades es la Eucaristía, como lo fue la fracción del pan en la Iglesia primitiva. Las comunidades de base buscan hoy un estilo nuevo de celebración, que encaje con el pequeño número de participantes y con el reducido espacio donde tiene lugar la liturgia, a veces en casas particulares, con sabor a hogar doméstico y a estrechas relaciones familiares. Hay que idear un lenguaje nuevo, diáfano y directo, sin estereotipos ni tonos grandilocuentes; pero cultivado y limpio. Hay que evitar los gestos ampulosos, adecuados quizás en una catedral, pero impropios en un recinto pequeño; ni el incienso, ni las procesiones, ni las grandes polifonías, ni los desplazamientos solemnes, ni siquiera el sonido del órgano. Hay que buscar unas expresiones litúrgicas adecuadas. Hay que recuperar el estilo de las primitivas celebraciones en las casas, las domus ecclesiae, sencillas e intensas, como la Eucaristía romana del siglo II que describe san Justino mártir. Lo importante es la comensalidad fraterna, la caridad que les une a los participantes; y, sobre todo, el encuentro intenso con el Señor resucitado y glorioso, al que reconocemos presente al partir el pan. A él le glorificamos, le alabamos, le reconocemos como Maestro y Señor. Él es el eje, el impulsor de la vida de la comunidad. La celebración de la Eucaristía culmina al compartir los hermanos, juntos, el cuerpo y la sangre de Cristo en el pan y en el vino; sentados a la misma mesa, compartiendo el banquete del Reino, el sacrum convivium cantado por Tomás de Aquino; al sentirnos comensales del Reino mesiánico, a la espera de su última venida.

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