Jorge Consiglio - Sodio

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Hay experiencias de la infancia que irradian sus consecuencias durante toda una vida, a veces incluso imperceptiblemente. Ese pareciera ser el caso del protagonista de esta historia, cuando a los diez años conoce a Leonardo Del Vecchio, su primer profesor de natación, y el agua se convierte en su nuevo hábitat, un refugio para los momentos en los que la existencia en tierra firme se vuelve demasiado frágil.
Y después, el derrotero de una vida hecha de pequeñas rutinas como una suerte de conjuro contra la incertidumbre: una adolescencia tranquila en Mar del Plata; una carrera de Odontología en Buenos Aires; un viejo amor de la juventud que reaparece en la adultez; un prometedor trabajo en Brasil.
Jorge Consiglio construye una novela cautivante, como solo puede hacerlo quien sabe fijar la mirada en lo ínfimo, en el detalle, para luego pasar, en apenas unos segundos, al avistamiento de lo imposible.

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La carrera implicó algo de esfuerzo y mucha verticalidad. Un grupo de amigos me ayudó a estudiar, fui muy productivo. En aquel momento, se me había alargado la cabeza; fue el primer cambio evidente de la adultez. Para disimular esa forma medio ovalada –el mentón casi me rozaba el pecho−, me había dejado unas patillas largas que parecían branquias. Usaba camisas blancas impecablemente planchadas que, cuando empezaba a hacer un poco de calor, despedían olor a almidón.

No me costó conseguir empleo: me contrataron en el mismo instituto en el que había trabajado mi madre. El director, el doctor Lacunza, un panzón de corbata siempre llamativa, cada vez que me cruzaba, decía que jamás había conocido una persona más talentosa que ella y, aunque sus palabras aludían al plano laboral, alcancé a distinguir en el tono de su voz un esmalte de emoción que, a las claras, traducía un vínculo de otra índole. Por supuesto, empecé a pensar en otros términos nuestra abrupta ida a la costa.

En el instituto me encargaba de Ortodoncia. Quería juntar plata para instalar un consultorio con un par de colegas. Uno de ellos tenía contactos para conseguir prepagas. Nuestra idea era prosperar rápido y con el menor esfuerzo posible. En esa época, estaba asentado en una felicidad tan elemental que no me alcanzaba ningún revés: mi padre, en la costa, había condensado su pensamiento; ahora, para él, la comida, el pan concretamente, era metáfora de todo.

Buenos Aires me trataba bien. Nadaba dos veces por semana, compraba comida hecha y dormía estupendamente. Había una pileta en la calle Paraguay que me quedaba de paso. Cuando salía de entrenar, tomaba un café en un barcito de Azcuénaga y entraba relajado –con el ambo sobre el cuerpo y olor a coco en el pelo− al instituto. Todo era simple en mi existencia; la logística de los días me resultaba placentera. Cumplía ocho horas frente al sillón, pero ni lo sentía. Cada tanto, cruzaba al estacionamiento del Clínicas y fumaba como un gran señor. La brasa del cigarrillo se volvía un punto rojo y yo pensaba en lo bien que me estaba saliendo todo. Las personas, que iban de un lado a otro en la calle, parecían sensatas y metidas en sus asuntos. De alguna manera, ese automatismo las preservaba; sin embargo, la resolución que mostraban en su andar se esfumaba apenas abrían la boca en el consultorio.

Mi momento preferido del día era el atardecer. Fumaba el último cigarrillo y, no sé si porque ya me faltaba poco para irme a casa, sentía que el aire se volvía cortante y definitivo.

Un día, Raisa, la hermana de mi antiguo amigo Kreimer, se presentó en el instituto. Hacía más de una década que no la veía. Había llegado a mí por recomendación de un conocido. Ortodoncistas como vos hay pocos, me dijo. Tenía una dentadura perfecta, pero quería corregir un diastema casi imperceptible. De un momento a otro, nos sentimos cómodos. Hablamos de Mar del Plata y de Ariel, mi compañero, que ahora era dueño de un negocio en la avenida Luro. Ella, en cambio, se había dedicado al piano. Acababa de llegar de Europa. Por lo que contó, seguía la técnica de Mendelssohn: tocaba con las muñecas alzadas para lograr un sonido redondo. Conservaba la misma mirada –la atención no coincidía con el objeto enfocado por los ojos− que yo había registrado la primera vez que la vi. Al igual que los peces, casi no pestañaba. Tenía boca grande y sonrisa gingival. El turno que había tomado era el de las 12.30, el último de la mañana; después yo hacía un receso para almorzar. No pude resistirme y la invité a la cafetería, no quería interrumpir el flujo de la charla. Aceptó antes de que terminara de hacerle la propuesta.

*

Raisa –llevaba el pelo planchado y las uñas pintadas de rojo cereza– cuando hablaba, sonreía. Disfrutaba los Preludios de Chopin –dijo que era el pianista más revolucionario y el más clásico− y los paisajes tropicales. Por esa razón –porque últimamente había decidido organizar su vida de acuerdo al placer− había aceptado dar una clínica musical en dos ciudades de Brasil. Nos despedimos. Me quedó una sensación de frescura en el cuerpo. El mar, dije en voz alta. Pensé en Brasil. En mi última visita, una bahiana me había adivinado la suerte. Yo no había entendido el idioma, un portugués hermético, ni las predicciones. Oché : sangre en las venas. Usted no tiene destino, había dicho la mujer para despedirme.

Caminé hasta Pueyrredón y compré un atado de Marlboro. La humedad –eran exactamente las 14.10− hacía de Buenos Aires un pantano. En la puerta del instituto, me sumé a una rueda de fumadores, había colegas y personal administrativo. Estaban cerca de uno de esos ceniceros metálicos de pie. Con el cigarrillo entre los dedos, dije algo sobre el clima y largué una columna de humo hacia al cielo. Imaginé a Raisa frente al piano y, con algo que no sé si llamar intuición o capricho, percibí que esa mujer, a diferencia del resto del mundo, tenía un finísimo registro de sí misma y de su prójimo.

Mi hermana Emi también se había venido a Buenos Aires. Estaba casada con un veterinario que trabajaba en un laboratorio de análisis clínicos. Era un tipo raro, despedía olor a pollo. No era un vaho ocasional sino una atmósfera –tenía cierta materialidad− que crecía de a poco. Vivían felices en Adrogué, en una casa grande, con dos hijos varones, traviesos hasta la locura.

Emi fue de rápida evolución: en seis meses se convirtió en un satélite de su marido. Apagó su individualidad y sobrevivió como un ente que orbitaba en torno al veterinario. Igual que mi madre, amaba la Segunda Guerra pero, a diferencia de ella, mi hermana se detenía en curiosidades. Para Emi, esas rarezas, que descubría en eternas derivas por internet, eran erudición. A veces, muy de vez en cuando, algún que otro domingo, yo iba a almorzar a su casa. Soportaba como podía la embestida de mis sobrinos. El más chico me pisaba los zapatos y me obligaba a jugar con él. Emi hacía ravioles con salsa de champiñones, nuez moscada y pimienta negra. Durante la comida, nos contaba sus hallazgos. Elijo al azar. Un general alemán confesó que prefería a los italianos como enemigos antes que aliados: para vencerlos necesitaba cinco divisiones, para defenderlos, veintisiete.

Con los años, las cejas se me pusieron igual a las de mi madre, una más gruesa que la otra. La metafísica de los padres, pensé. Recordé el gesto que hacía ella, me llegó como una especie de revelación, y lo repetí –arqueé la ceja más poblada− para distinguirme. Son pequeños ademanes que en ciertas ocasiones producen cambios formidables.

Fui materialista toda mi vida; sin embargo, sería tonto negar la importancia de la energía en la confección del destino. Al tiempo de esta alteración –al de las cejas, me refiero− recibí una noticia, una de las malas. Mi hermana se había enterado –se lo había contado el conocido de un conocido− que Leonardo Del Vecchio, nuestro viejo profesor de natación, acababa de morir. Beatíficamente: infartó mientras dormía. La verdad es que el hecho me afectó poco y nada. Me acordaba muy seguido de Del Vecchio, pero era un afecto del pasado. Cuando Emi me lo dijo, hice un chistido de lamento en el teléfono y enseguida, como para despejarme la garganta, tomé un sorbo de café. Es hoy, dijo Emi. Lo velan en la calle Acevedo. Hay que ir. Me negué. Tenía cosas que hacer y pocas ganas de moverme, pero ella estaba convencidísima. Empujó hasta que cedí. Venite en taxi hasta el instituto. Vamos al velorio, después te llevo a tu casa, le dije.

La tercera vez que Raisa vino al consultorio, me invitó a uno de sus conciertos. Es algo chico en el Colegio de Escribanos, aclaró. Y se miró las manos como si fueran alhajas. Agendé la cita: miércoles a las diecinueve. Esa tarde, en la sala del Colegio de Escribanos, Raisa se sentó al piano con displicencia. Nada de lo que pasaba le importaba demasiado: ni la luz cenital, ni el público, ni el presentador. Yo me había puesto un traje moderno que usaba en contadas ocasiones y me dio la sensación de que todos me miraban. Al final de la función, cuando me acerqué a saludar, me encontré con Abel Kreimer, que me abrazó con mucho cariño. Los vínculos de la infancia suelen ser eternos: a los diez minutos habíamos recuperado la intimidad. Me dijo que se iban a La Biela a tomar una copa y, nobleza obliga, me invitó. No nos podés decir que no, exigió y le temblaron las mejillas. Nos sentamos al lado de una ventana por la que entraba el olor de la plaza. Pedí un Martini seco con aceituna –copa que había visto en la escena de alguna película− y otra vez me sentí el centro de las miradas. Éramos cinco en dos mesitas redondas. Uno de los tipos, creo que era un director de orquesta o algo así, empezó a hablar de la importancia de la mano izquierda en las composiciones de Schönberg. Todo lo que decía me parecía estúpido.

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