La mayor parte de las historias son una suma de trazos de luz y de sombra. Una gota de pintura alejada de las demás no significa nada, hay que mirarlas todas de lejos para entender: ahí el nenúfar, ahí un jardín, ahí una tarde de domingo en la isla de la Grande Jatte. Pero hay otro tipo de historias más difíciles de contar, que empiezan y terminan en cada trazo del pincel. Esas historias hay que escribirlas con pulso de miniaturista y necesitan ser leídas con pupilas miopes, atendiendo a cada punto. En ese tipo de historias lo que más importa es el detalle, lo único que importa es el detalle, realmente.
Como en un álbum de sellos de colección, no es sencillo saber cómo ha llegado allí cada uno de los ejemplares ni cuántos son precisos para que signifiquen algo para los demás, pero todos han recorrido un camino de casualidades para conseguir el emplazamiento donde están, y podrían extraviarse fácilmente para comenzar un viaje nuevo. El coleccionista serio sabe cuáles especímenes debe dejar marchar y sabe cuál es la importancia exacta de cada uno, pero rara vez los entrega si no es para recibir algo a cambio. Ese es, a un tiempo, el mecanismo y el sentido del juego. Y es también así como toda colección se convierte en un animal cruel y cambiante, igual que una novela. Igual que esta novela.
Mi amiga Natalia coleccionaba infinidad de cosas de niña, pero de adulta limitó la costumbre solamente a objetos singulares. Coleccionar es un talento. Tenía una caja en la que guardaba cosas extraviadas por sus dueños. Sobre todo pequeños objetos personales. Cuando alguien perdía un pendiente, le pedía si podía darle a ella el que quedaba, la pareja del pendiente perdido, inservible desde una perspectiva ortodoxa. Muchos años después de que ella la iniciara, escribí una pequeña serie de poemas sobre aquella colección, y sobre la idea de que alguien que te entrega un pendiente porque ha perdido el otro que completa la pareja es alguien que ha renunciado en algún punto a encontrar lo perdido.
Me parece que nada de lo que yo guardo puede llamarse colección. Me deshago con solvencia de los objetos, incluso de los que en algún tiempo fueron queridos, y siempre significan cosas para mí de manera individual, no en grupos. Mi tendencia es la selección y el descarte rápido: en un conjunto de objetos, habitualmente reparo en los que sobran. También con las palabras. Supongo que por eso no escribo novelas largas.
Tuve series de tebeos y de libros juveniles de niña que sufrieron una criba estricta en la última mudanza atendiendo a la calidad literaria y no al valor sentimental. No me apego fácilmente a nada. Estoy acostumbrada a perder lo que amo con frecuencia. La escritura es algo así, parecido a desprenderse, tal vez.
Durante mi infancia pasábamos el verano en una casa que mis abuelos tienen frente al mar y leo allí tebeos con frecuencia. Mi tío guarda en una caja llena de polvo y humedad los más típicos en su generación. Esa manera de guardarlos escenifica su condición de lecturas de segunda clase. Devoro las aventuras de Astérix, que son mis favoritas. En una ocasión le pregunto a mi padre por qué los romanos pierden siempre al final de cada aventura y él me explica algunas cosas que ya no recuerdo bien, pero dice algo que habrá de removerme la cabeza hasta este mismo momento en el que escribo. Argumenta que el Imperio romano cayó porque no fueron capaces de inventar el número cero. Estamos sentados donde la arena mojada se junta con la arena seca, escuchando batir las olas, coge una concha entre sus dedos y traza con ella una cruz en el suelo, un eje cartesiano. Los números son lugares, dice. El número cero también. Me explica la recta numérica y yo entiendo que las cosas que designamos ocupan siempre e inevitablemente un espacio, incluidas las ideas.
El valor posicional de los números, la importancia de expresar a través de un signo que en un espacio concreto no hay nada, parece fundamental. Decir el vacío, nombrarlo, ponerlo en signo, es tender sobre el suelo una marca sobre la que segar más tarde. Yo me acuesto algunas veces en la playa de mi infancia y extiendo las piernas de manera perpendicular a la línea del horizonte, formando con las dos un eje. Escribo un poema sobre eso que formará parte de mi último libro de poemas. Encuentro así consuelo, representación.
Los árabes inventaron el cero. Escribo ahora desde ese número, desde nadie, desde nada. No sumo en absoluto. Mi psiquiatra me pregunta en la última de las consultas cuánta desgana me invade del cero al diez, siendo cero ninguna desgana y siendo diez no tener aliento para levantarme de la cama. Quiero explicarle que hay rectas que se estiran de maneras impensables por debajo del cero y más allá del diez, y que de cada punto nacen puntos infinitos que hacen imposibles las categorías absolutas. Me recomienda que haga deporte a diario, así que comienzo un curso para aprender a nadar. Algunas semanas más tarde estar debajo del agua es mi único propósito. El monitor del curso es joven y animoso. Si te desorientas sigue la línea recta del fondo, dice.
La carretera que corre paralela al océano atlántico, desde Lisboa hasta mi casa en Santiago de Compostela, es el eje vertical que me atraviesa. Es el lugar donde me busco.
Lisboa, 5 de diciembre de 2018
En las matemáticas, como en la noche, pueden nacer intuiciones que sobrepasan las palabras escritas. Es imposible perseguirlas con el lenguaje, son laberintos de caminos cruzados que desaparecen detrás de los pasos que los recorren. Tío Carlos fue quien me enseñó a convivir con la noche, con las intuiciones y con las palabras. De él aprendí también a amar las matemáticas como una forma de misterio. A pesar de ello, él nunca llegó a saber convivir con casi nada.
Supongo que toda convivencia propone un baile de renuncias y sé que la vida entera de tío Carlos es una deserción permanente en la que no tienen cabida los abandonos voluntarios. El día de mi séptimo cumpleaños me regaló un elefante blanco de trapo. «Le tengo miedo», le dije. «Yo también», contestó. Aún lo conservo, lo guardo en una caja donde convive con otros recuerdos y fotografías de cuando era niña. Lo he colocado sobre una columna de libros que ocupa sin permiso el suelo, junto a la mesa en la que escribo estas líneas, las primeras en muchos meses. Ya no le tengo miedo.
En la misma caja de zapatos donde el elefante blanco de tío Carlos durmió durante todos estos años, encuentro una fotografía singular. En el margen izquierdo hay un dedo que cubre parcialmente el objetivo de la cámara y en el resto de la imagen no se ve nada más que una negrura inquietante. Recuerdo el momento exacto en el que saqué la foto, con una cámara de un solo uso que Natalia y yo habíamos comprado en un área de servicio de la carretera que conecta Lisboa y Faro algunas horas antes.
Estoy mirando la noche a su lado en la terraza de un apartamento vacacional. En la barandilla de aluminio donde ella apoya los tobillos hay una marca de óxido con forma de árbol. Hay también una luz naranja de farolas, un ruido de mar y tráfico que viene de la avenida principal y un grupo de mujeres con abanicos que vocean por la acera del paseo marítimo. Saco la primera foto del carrete tratando de probar cómo funciona la cámara. Me doy cuenta de que no quiero enfocar nada de lo visible, y disparo contra la noche. La fotografía la recoge para siempre.
La distancia entre una estrella y otra, entre aquí y allí, me parece inconcebible. Aquí la luz eléctrica, el óxido, los abanicos, la cámara de cartón, el aire estancado. Allí un punto de luz turbador. Me asustan las magnitudes que imagino. Tengo miedo, desde que era una niña, de quedarme suspendida a la deriva en el espacio exterior, fuera de órbita. Tengo miedo de muchas cosas. Si cierro los ojos soy capaz de sentir ahora mismo en el estómago la ingravidez de la oscuridad, que es la misma que la de la serie numérica.
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