1 ...6 7 8 10 11 12 ...15 El sufrimiento
Cuando Cristo se dio a sí mismo por nosotros, no sólo murió sino que también sufrió.Y su sufrimiento no fue sólo el de la cruz, sino que fue y es un sufrimiento que surge de su identificación con su esposa, la Iglesia. Esta es la razón por la cual Pablo, que perseguía fanáticamente a la Iglesia, oyó repentinamente clamar a Jesús: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?” (Hechos 9:4). Cristo sufre por su esposa, y los esposos deben también sufrir por su esposa.
Cuando usted decide uncir su vida a otra vida, es candidato a un viaje frenético con enormes altibajos. De la misma manera que cuando uno ama realmente a Dios experimentará dificultades que no entiende un corazón que no ha aprendido a amar, igual ocurrirá en el matrimonio. Usted compartirá las injusticias, las crueldades y las decepciones que le dará su esposa. También experimentará sus malos ratos, su inseguridad y su desesperación. Claro que también experimentará una serie de placeres más allá del alcance de los que no han aprendido a amar. Transitará a través de algunos valles oscuros, ¡pero también se remontará a las estrellas!
La intercesión
La noche que Cristo se dio a sí mismo por nosotros, Juan 17 dice que oró en este orden: por sí mismo, por sus doce discípulos y por nosotros los que habríamos de creer después. Cuando terminó de orar por su futura esposa, fue a la cruz. Luego vinieron su muerte, su resurrección, su ascensión y su entronización a la diestra del Padre, donde constantemente intercede por nosotros. Por eso entendemos que el darnos a nosotros mismos por nuestra esposa implica la intercesión devota a su favor. ¿Ora usted por su esposa con algo más que “Señor, bendice a Margarita en todo lo que hace”? Si no lo hace, está pecando contra ella y contra Dios. La mayor parte de los hombres cristianos que dicen amar a su esposa jamás ofrecen más que un reconocimiento superficial a las necesidades de ella al dirigirse a Dios. Usted debe tener una lista de las necesidades no expresadas o manifiestas de su esposa para presentarlas vehemente a Dios, por amor a ella. ¡Orar por su mujer es la obligación conyugal de todo esposo cristiano!
El mandamiento llano y liso es: “Maridos, amad a vuestras mujeres, así como Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella” (Efesios 5:25). Tenemos el llamamiento divino de morir por nuestra esposa, llevar sus sufrimientos como si fueran nuestros e interceder por ella.
EL AMOR SANTIFICADOR
El matrimonio que está bajo el señorío de Jesucristo es una relación mutuamente santificadora que nos mueve hacia la santidad. La mayoría de nosotros, cuando nos casamos, somos como una casa con numerosos muebles, muchos de los cuales deben ser retirados para hacerle sitio a la nueva persona. El matrimonio ayuda a vaciar esas habitaciones. El verdadero amor conyugal revela habitaciones llenas de egoísmo, y cuando uno vacía esas habitaciones encuentra otras de egocentrismo. Más allá de éstas, al seguir con la limpieza de la casa, están las habitaciones de la autosuficiencia y de la testarudez. El matrimonio hizo realmente eso en mi favor: ¡Yo no tenía idea de lo egocéntrico que era hasta que me casé! George Gilder, en su muy comentado libro Men and Marriage [Los hombres y el matrimonio], incluso sostiene que el matrimonio es la única institución que domestica el arraigado salvajismo del hombre. 2Con el paso de los años, un buen matrimonio puede hacernos mejor, volviéndonos casi irreconocibles. Hay, en realidad, una santificación recíproca en el matrimonio.
Pero el énfasis de las Escrituras está en la responsabilidad que tiene el esposo de amar a su esposa: “para santificarla, habiéndola purificado en el lavamiento del agua por la palabra, a fin de presentársela a sí mismo, una iglesia gloriosa, que no tuviera mancha ni arruga ni cosa semejante, sino que fuera santa y sin mancha” (vv. 26,27). Eso es lo que Cristo hará mediante nuestro divino connubio con Él, ya que a su regreso la Iglesia lavada y regenerada le será presentada en absoluta perfección. Esta será la reafirmación del más grande romance de todos los tiempos.
Mientras tanto, estas divinas nupcias son una parábola de lo que tiene que ser el efecto excelso del amante esposo sobre su esposa. El esposo tiene que ser un hombre amante de la Palabra de Dios, que lleva una vida de santidad, orando y sacrificando en favor de su esposa. Su auténtica espiritualidad estará dirigida a alentarla interiormente y hacia arriba, hacia la imagen de Cristo. El hombre que santifica a su esposa entiende que esta es su responsabilidad por decreto divino.
Olvidando por el momento la responsabilidad espiritual de nuestra esposa para con nosotros, ¿se da cuenta de que es su responsabilidad procurar la santificación de su esposa? Aun más, hablando sinceramente, ¿acepta que así sea? El matrimonio revelará algo en cuanto a su mujer que usted ya sabe: que su esposa es pecadora. El matrimonio lo revela todo: sus debilidades, sus peores inconsecuencias, las cosas que los demás nunca ven. Amar a nuestra esposa no es amarla porque es santa sino porque es pecadora. “Si la amamos por su santidad, no la amamos en absoluto”, 3dice Mason. Usted debe ver a su esposa como se ve a usted mismo, y la amará como se ama a usted mismo. Usted se dará cuenta de sus necesidades mutuas, y hurgará en la Palabra de Dios para oír de corazón y tratar, por su gracia, de obedecerla a fin de que su esposa se vea estimulada por su vida, convirtiéndose así en una esposa aun más hermosa para Cristo.
Esto hace surgir algunas preguntas serias: ¿Se asemeja mi esposa más a Cristo por estar casada conmigo? ¿O es ella como Cristo, a pesar de mí mismo?¿Ha disminuido su semejanza a Cristo por mi causa? ¿La santifico o le sirvo de tropiezo? ¿Es ella una mejor mujer por estar casada conmigo? ¿Es una mejor amiga? ¿Es una mejor madre?
El llamado es claro: nuestro amor debe ser un amor santificador.
EL AMOR A UNO MISMO
La mitología griega cuenta la historia de un hermoso joven que no se había enamorado de nadie, hasta el día que vio su propio rostro reflejado en el agua y se enamoró de ese reflejo. Estaba tan enfermo de amor por sí mismo, que finalmente se consumió y murió, convirtiéndose en la flor que lleva su nombre: Narciso. 4En realidad, ¡el amor narcisista no es nada bello! Sentimos repulsión por el narcisismo y hacemos todo lo posible por evitarlo.
Sin embargo, como algo increíble, en Efesios 5 se nos llama a un amor muy grande por nosotros mismos: “Así también los maridos deben amar a sus mujeres como a sus mismos cuerpos. El que ama a su mujer, a sí mismo se ama. Porque nadie aborreció jamás a su propia carne, sino que la sustenta y la cuida como también Cristo a la iglesia, porque somos miembros de su cuerpo, de su sangre y de sus huesos” (vv. 28-30). Este amor por nosotros mismos cuando amamos a nuestra esposa se base en la unidad de “una sola carne” de la que ya hemos hablado, del profundo intercambio de almas que se produce en el matrimonio que hasta puede hacernos parecer físicamente a nuestro cónyuge. Es el amor que el Lorenzo de Shakespeare alaba cuando le dice a Jessica que ella será puesta en “mi alma invariable”. 5¡Nuestro amor conyugal es nuestra alma invariable!
Amar a nuestra esposa como a nuestro propio cuerpo es algo grande y maravilloso. Significa darle a ella la misma importancia, el mismo valor, “la misma majestad existencial que nos concedemos naturalmente a nosotros mismos”. 6Ella se vuelve tan concreta como lo soy yo para mí mismo. Ella es yo mismo.
¿Cómo amar a nuestra esposa como a nosotros mismos? ¿Cómo cuidar de ella como lo hacemos con nosotros mismos? La respuesta implica tres encarnaciones:
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