Quedaban pocos días para que el tiempo óptimo de la partida decayese. Las corrientes eran, ahora y solo ahora, las favorables para marchar, y precisamente para descanso de los artífices de esa expedición todo estaba preparado. El sol anaranjado que así mismo teñía de ese color el último atardecer antes de la partida, convertía a las fragatas en siluetas negras cargadas de cuerdas, aparejos y palos. La mar de fondo, que llegaba hasta el muelle, bamboleaba suavemente las naves, dándoles un matiz de animal imponente a la espera de la migración. Mientras, unos pocos hombres que acababan su trabajo aparecían como duendes esbeltos danzando entre las jarcias. La estampa era única, como únicas eran esas dos naves, que parecía que solo existían para patinar sobre el mar y portar su inmensa superficie de velas desplegadas.
Había calma, y órdenes expresas de reposar todo lo posible; así todos dormirían o descansarían despiertos en sus jergones, con la expectación del día postrero antes de la aventura de sus vidas.
CAPÍTULO II
EL PODER CUANTO MÁS…
Llegó el alba, el alba esperada de la partida. El primero en despertarse, sin siquiera tener la obligación de cumplir guardia alguna, fue Alekt, el incansable Alekt Tuoran. Su padre relativizaba sus carencias diciendo que de entre los marineros más sensibles, era el más duro y que, de entre los más perseverantes, era el más imaginativo. Pero Alekt se distinguía sobre todo por su ubicuidad y su tesón, como demostró en esa mañana. Revisaba aparejos, supervisaba las operaciones, registraba los eventos, mientras su cerebro pensaba aún más rápido que las acciones que realizaba. «Ya casi todo está listo» pensaba con una sonrisa en su rostro. Mandó que despertasen a Trucano y a su hermano: al primero para traducir las órdenes a los nalausianos que se incorporasen esa mañana y al segundo para dirigirlo todo con él, además de tomar posesión de la segunda fragata.
Su hermano llegó demorado pues la cura de sus heridas no había sido total. Alekt expresó la preocupación en su mirada de tal manera que Argüer ya sabía lo que pensaba: «¿Cuándo te han dicho que te curarás del todo?». Eso leía textualmente en su expresión. Argüer sin necesidad de que dijese una palabra ya le contestó, entre pasito y estremecimiento de dolor, apoyándose en un bastón:
—No te preocupes, solo me queda menos de una semana para que se cierre del todo la herida. —Alekt se alarmó, movido por el afecto a su hermano:
—¿Pero cómo es posible eso? ¿Y vas a hacer el viaje así? Me podrías haber dicho algo. —Argüer se molestó un poco y le contestó deteniendo ese nerviosismo:
—Si te lo dijo el cirujano y no le hiciste ni caso. Y además si estoy aquí es bajo mi responsabilidad. —Alekt volvió a reconocer al pragmático de su hermano:
—De acuerdo, de acuerdo. En ese caso ya no digo más. Se supone que se cicatrizará del todo, ¿verdad?
—Que sí, que sí, ¿no te lo acabo de decir? —Alekt se rio y dándose por enterado, cambió de tema centrándose en los preparativos para zarpar. Discutieron los pormenores técnicos y meteorológicos. Al final Alekt concluyó:
—En unas horas estamos listos, hermano. —Esta vez, Argüer fue quien optó por la comunicación no verbal con una ilusionada sonrisa de asentimiento. Pero algo no le cuadró en cierto momento al capitán: no se había registrado la entrada de Gotert Muntro, notable imperial de la caballería. Argüer no le dio más importancia:
—Aún quedan unas horas como bien has dicho, ya verás como ese lechuguino de Gotert, recordándonos que es valido del emperador, llega en el último momento como suelen hacer este tipo de personas. —Y nada más decir esto se percibió un rumor y una agitación en las calles que daban al muelle. Algo, que preocupaba a la gente de la calle, se aproximaba pero no se podía percatar uno de qué o quién era. A la mente de los hermanos les venía al que acababan de citar. Alekt lo comentó como lo pensaba:
—Ahí debe venir el susodicho. Me parece un impresentable y no nos lo podemos quitar de encima, pero es parte del acuerdo con el emperador. —Argüer sonrió con ironía y añadió—: Seguro que llega como si no hubiese roto un plato en su vida.
Lo curioso es que se estaba armando demasiado revuelo como para pensar que fuera una sola persona, la gente se empezaba a apartar y a mover de la bocacalle de la que se suponía que llegaría el aludido. Alekt y Argüer no tenían ángulo para ver qué es lo que se aproximaba por esa vía. El resto de la tripulación también lo oía y de vez en cuando dedicaban una mirada para ver qué era todo ese jaleo, pero no prestaban demasiada atención dada su ocupación. Argüer mandó al vigía, a ver qué pasaba:
—Nástil, baja un momento a tierra a ver qué es lo que se aproxima.
—De acuerdo patrón.
El curtido Nástil, un strooliano con diez años de servicio con los Tuoran, bajó con aire cansino y poco motivado, por tener que desempeñar un encarguito impropio de marineros, pero que acataba por la sobrada autoridad de los Tuoran. Cuando se encaró hacia la bocacalle que una hilera de casas tapaba a la visión desde las fragatas, el hombre pegó un respingo, e inmediatamente alertó de un grito:
—¡Gente militar! ¡Y mucha!
Los patrones no contestaron, simplemente se estremecieron y se dispusieron a descender a tierra. Alekt cogió a su hermano de los hombros y le conminó a que se quedase en reposo, que no le convenía saltar o correr y él le contestó «vale, vale, ve tú». Así Alekt bajó en cuatro zancadas adonde estaba Nástil y vio a lo largo de la calle cómo se acercaban con paso lento y marcado dos hileras de soldados fuertemente pertrechados y en medio a caballo, revestido con su coraza negra, y tan lleno de condecoraciones como de falta de escrúpulos, el susodicho Gotert Muntro. Detrás venían dos carros militares, de los que normalmente solían transportan munición o vituallas. Alekt comprendió inmediatamente que ese cruel muchacho quería imponerse en la expedición y había que pararle los pies, aquel viaje no podía hacerse a cualquier precio. Se quitó la casaca de capitán y se la dio a Nástil:
—Guárdala y di a todo el que pueda bajar a tierra que baje, venga vamos. —Nástil respondió haciendo automáticamente lo que le pidió mientras Alekt corrió hacia el engreído jinete. Los soldados no se fiaron de la llegada de ese extraño ni de la proximidad creciente a su líder, desenvainaron sables, cargaron ballestas y arcos y le apuntaron. Gotert, ordenó calmarse a su tropa con un gesto de su mano. Alekt ya estaba a pocos metros y le increpó sin más miramientos:
—Pero, por lo más sagrado. ¿Pretendéis embarcar esta tropa? ¿Quién nos ha consultado? ¡Debemos partir en unas pocas horas! ¡No es posible registrar y alojar toda esta gente y material en...! —Alekt miraba cada vez más confuso y angustiado los inconvenientes inesperados que imponía Gotert, entonces con creciente ira se encaró con el valido—. No debéis, ni podéis meter todos estos hombres en mis barcos. Mis fragatas no son ninguna barcaza militar y al parecer vuestras entendederas en cuestiones de navegación no os han permitido captar esa realidad. Os ruego, por el bien de la expedición, que estos soldados vuelvan por donde han venido. —Alekt mostraba una evidente irritación al contrario que el despiadado muchacho, lo cual empezaba a convertirse en una torpeza ante él. Este mostraba con obscena chulería que tenía más poder del que Alekt podía sospechar. El joven notable le habló así:
—Mi querido capitán, ante todo te recomiendo que te calmes. Y segundo que reconozcas quién detenta la autoridad. Eso es esencial para este viaje, porque lo estás haciendo gracias a esa misma autoridad. —Alekt se encrespaba aún más, tal y como indicaba el color enrojecido de su piel. No supo contenerse y gritó a Gotert:
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