Jane Glover - Handel en Londres

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Una biografía completa, porque narra todas las vicisitudes –especialmente, las musicales– del gran compositor en la capital británica. Y lo hace de manera detallada y amena, ampliando así la literatura no demasiado amplia ni acertada que existía sobre uno de los compositores más importantes de la Historia.
En 1710, Georg Friedrich Handel viajó a Londres con licencia de su patrón, el elector de Hannover, para pasar unos meses en dicha ciudad. Pero el tiempo iba pasando y, para enojo del príncipe, Handel seguía sin regresar. Y no lo haría ya nunca, salvo alguna esporádica visita a su tierra natal, porque en 1712 el compositor decidió establecerse definitivamente en Inglaterra, donde coincidiría solo dos años más tarde con su antiguo patrón, coronado rey de Gran Bretaña e Irlanda con el nombre de Jorge I. Esa supuesta «breve estancia» se convirtió en casi medio siglo, pues Handel viviría en Londres hasta su muerte, acaecida el 14 de abril de 1759.
A lo largo de estas casi cinco décadas, Handel acumuló fama y gloria, aunque no dinero, ya que, pese a gozar de una buena posición económica, sus aventuras empresariales enfocadas a implantar la ópera italiana en las islas británicas fueron siempre ruinosas, además de una fuente permanente de disgustos, enfrentamientos y hasta enfermedades. En Londres cultivó todos los géneros musicales conocidos e, incluso, alguno más, como el oratorio, pues si bien es cierto que este ya existía, no es menos cierto que el compositor de Halle lo elevó a las más altas cumbres conocidas y por conocer.

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Y el disfrute de esta música no se limitó en absoluto al rey y a sus «personas de calidad», ya que el río entero se llenó de barcos de todos los tamaños, que formaban una ordenada multitud acuática para acompañar al monarca mientras este navegaba tranquilamente por la poderosa arteria de Londres.

La música de Handel para este extraordinario evento era la más importante que había compuesto hasta entonces para instrumentos solos, «sin cantantes», como había observado Bonet. Pero, a pesar de estar lejos de su feudo teatral o ceremonial, Handel superó con creces el insólito desafío de crear una música que pudiera tocarse y escucharse al aire libre en una barcaza en movimiento; como en tantas ocasiones, sus principios rectores fueron la textura y el contraste. Además del habitual soporte orquestal de cuerdas, oboes y fagots, había conjuntos de trompetas, timbales, trompas y flautas, con flautas de pico sopranino, y en total compuso veintidós movimientos independientes, que conforman casi una hora de música. La adición de los potentes instrumentos de metal fue una solución práctica para la interpretación al aire libre, y los vigorosos movimientos en los que intervenían debieron sonar impactantemente a ambas orillas del río, pudiendo ser también disfrutados por la flotilla de súbditos del rey que navegaba detrás. Los números de textura más sutil en los que intervenían flautas o flautas de pico estaban probablemente destinados al «excelente consort de música» que acompañó la cena en la residencia de lord Ranelagh. El orden en el que originalmente se interpretaron estos veintidós movimientos no está claro, pero es muy probable que Handel, calculador como siempre, basara sus decisiones sobre qué tocar y cuándo en función de las circunstancias acústicas más apropiadas. No fue sino mucho más tarde, al publicarse la música por vez primera en 1788, cuando fue organizada en grupos conectados por tonalidad e instrumentación (de ahí la idea de que existen tres suites separadas). Toda la música es de la más alta calidad, y Handel supo combinar su natural exuberancia y sentido del espectáculo con el respeto por su monarca y con un absoluto sentido profesional acerca de las exigencias de la ocasión. No es de extrañar que el rey se sintiera tan complacido por el efecto que producía que ordenase que se repitiera una y otra durante toda la noche.

La ausencia de los príncipes de Gales aquella noche de julio podría haber sido atribuida (aunque no lo fue; el antagonismo paternofilial era demasiado obvio como para buscar excusas) al estado de salud de Carolina, pues estaba embarazada de su quinto hijo, el primero en nacer en Gran Bretaña. En octubre dio a luz a su segundo hijo varón, consolidando la línea hereditaria masculina y la dinastía de Hannover. Sin embargo, este desafortunado infante iba a ser el catalizador final en la quiebra de la relación entre el rey y el príncipe. En un primer momento hubo desacuerdos sobre el nombre del niño. Carolina deseaba llamar a su hijo Guillermo, pero el rey insistió en que fuera llamado Jorge. Al final se llegó a un incómodo compromiso, y el niño fue llamado Jorge Guillermo. A continuación se produjo una discusión acerca de uno de los padrinos. El príncipe quiso invitar a su tío, Ernesto Augusto, que aparentemente supervisaba las actividades del joven Federico en Hannover, aunque hacía poco que había sido nombrado obispo de Osnabrück. Este deseo también encontró oposición: el rey y su gobierno dictaron que tan importante papel debía ser confiado al duque de Newcastle, de veinticuatro años de edad, recientemente nombrado lord chamberlain. El príncipe de Gales fue obligado a aceptarlo, pero se sintió por ello tan agraviado que, el día del bautizo del niño, el 28 de noviembre, tuvo un fuerte encontronazo con el pobre Newcastle, a quien acusó de comportarse de forma deshonrosa, llegando, según algunos relatos, a retarlo a un duelo. Esto fue demasiado para el rey, que expulsó a su hijo del palacio de St. James. El príncipe se marchó de buena gana, llevándose naturalmente consigo a su esposa, pese a que el rey había asumido ingenuamente que permanecería en sus apartamentos reales. Los príncipes se establecieron en Leicester House, en lo que hoy es Leicester Square. Pero sus tres hijas, sorprendentemente, tuvieron que permanecer en la corte, pues, como nietas reales, eran técnicamente «propiedad de la corona». El príncipe estaba muy familiarizado con la obstinada crueldad de su padre hacia los miembros de su familia. Desde su infancia, a él mismo se le había negado el acceso a su cautiva madre, y ahora se le negaba el acceso a sus propias hijas. Realizó intentos legales para hacer valer sus derechos paternales, e incluso intentó visitar en secreto a sus hijas sin autorización, pero fracasó en cada empeño. Ciertamente había logrado independizarse de su padre, ya que él y Carolina lograron establecer casi una corte rival en Leicester House, pero el precio que él y su familia tuvieron que pagar fue inmenso y doloroso. El trágico corolario a esta serie sísmica de acontecimientos fue que el infante Jorge Guillermo, que había sido el objeto de todas estas disputas públicas, murió con solo tres meses de edad.

Todo Londres se vio sacudido por el conflicto real, y para aquellos próximos al rey o a su hijo, bien fuera como miembros de sus casas reales o simplemente como parte de los círculos cortesanos, estas crisis resultaron profundamente perturbadoras. A medida que se fueron perfilando los bandos, las consecuencias para la ópera en Haymarket fueron desastrosas, ya que las cortes rivales liquidaron de hecho el patrocinio necesario para mantener a una compañía comercial. No habría más actividad operística durante tres años. Handel fue uno de tantos cuyas lealtades personales se vieron seriamente divididas entre el rey y el príncipe de Gales, y su actitud en estos momentos difíciles fue, literalmente, tomar distancia. A través de su entorno social, con sede en Piccadilly, entró en contacto con una de las personalidades más originales y extrovertidas de los primeros tiempos de la era georgiana, James Brydges, cuya residencia se encontraba en Albemarle Street, cerca de Burlington House. Y fue Brydges quien le ofreció a Handel la oportunidad de escabullirse.

Unos diez años mayor que Handel, James Brydges había completado sus estudios en la universidad de Wolfenbüttel, donde había establecido provechosos contactos con la corte de Hannover. De vuelta en Londres, a principios del siglo XVIII, había sido nombrado tesorero general del ejército para las campañas de Marlborough, y en este cargo se había llenado los bolsillos realizando inversiones a corto plazo con el dinero oficial que se le había confiado. En una sorprendente muestra de malversación de fondos públicos (que en aquella época no se consideraba ilegal en absoluto) se apropió de las ganancias derivadas de los altos intereses de esas inversiones y rápidamente amasó una fortuna de 600.000 libras esterlinas. Y, a la vez que aumentaba su fortuna, también lo hizo su estatus social. A principios del reinado de Jorge I, Brydges había sabido mover sus antiguos hilos hannoverianos para obtener el condado de Carnarvon; más tarde, en abril de 1719, sería ennoblecido aún más como primer duque de Chandos, lo que claramente indica que no hubo percepción alguna de deshonra a causa de sus negocios. Años más tarde, a través de otra serie de inversiones, incluyendo la South Sea Company, sufriría una serie de pérdidas inversamente proporcionales, y cuando murió en 1744 estaba prácticamente arruinado. El comentario de Jonathan Swift, «Ya que todo lo que obtuvo por fraude lo perdió en acciones», resultaría ser un adecuado epitafio para un estafador ingenioso. Sin embargo, durante su época de prosperidad Brydges realizó una importante contribución al desarrollo artístico de arquitectos, pintores y músicos, y uno de ellos fue Handel.

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