Denis Johnson - Viajes a los confines del mundo

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Si bien la obra de ficción de Denis Johnson, con algunas excepciones, se ha publicado en nuestro idioma, sus textos de no ficción, escritos para prestigiosas revistas como
Esquire,
The Paris Review,
The New Yorker o
Harper's Magazine, aún no habían sido traducidos.
Viajes a los confines del mundo, publicado originalmente en 2001 bajo el título de «Seek», reúne buena parte de los ensayos y reportajes que Johnson publicó en vida, y algunos están entre lo mejor de su obra. Destaca su cobertura de la guerra civil de Liberia, que despliega en «Guerra civil en el infierno» y «El Batallón de los Niños», que abren y cierran este volumen: un desgarrador retrato de un país que se desintegra en un páramo de muerte y hambre, y que casi le cuesta la vida y la cordura al propio autor. Los distintos reportajes de este libro basculan entre la disquisición política, el diario de viaje y la autoexploración en situaciones límite. Viajes extremos a Alaska —adonde el autor viaja con su mujer en busca de oro—; una reunión de moteros cristianos y telepredicadores; el retrato del Encuentro Arcoíris, donde, durante una semana, miles de hippies de toda Norteamérica se reúnen para compartir paz y amor; el retrato de la guerra de Afganistán, tras la toma de poder de los talibanes, y el conflicto somalí, pocos días antes de que las tropas de la ONU abandonen el país… Son artículos que reflejan un mundo a veces sórdido, a veces fascinante, donde el
humor y el
horror se entremezclan.

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Y los tambores, los tambores, los tambores. Cincuenta mil viajes de ida y vuelta a la luna con cada golpe de tambor.

Cuatro horas después consigo descorrer la cremallera del saco de dormir: una hazaña equiparable a la conquista del Everest. Me meto dentro y ahí me hago fuerte.

¡Yo y mi saco de dormir! ¡Ahora sí que estamos progresando, amigo mío!

Al cabo de varias horas salgo a gatas al universo y tomo posesión del lugar que me corresponde en el espacio exterior, apuntalado sobre la superficie del planeta. No es lluvia lo que llueve, solo luz de estrellas.

El músico ese de Austin, el amigo de Joey, ese tal Jimmy G, está sentado a mi lado con una guitarra alucinógena y me canta serenatas casi hasta el amanecer. Ronda los cincuenta años, tiene el pelo blanco, está muy flaco y sobre su piel discurre un incesante caleidoscopio de colores tenues. Me parece inconcebible que un genio de este calibre, cuyas rimas dicen todo cuanto decirse pueda y cuyos temas son más dulces y más tristes y más salvajes y más alegres y más melódicos que ningún otro en la historia, viva en Austin como una persona cualquiera, componiendo sus canciones. Canciones sobre cómo dirigir bien nuestro corazón, amarnos los unos a los otros, vivir en paz, compartir la riqueza, cuidar de la madre tierra.

Para entonces, los tambores han cesado en todo el mundo. En la tienda que hay junto al sendero, unos adolescentes de los Ohana preparan té sobre una hoguera sin dirigirse la palabra. Nadie habla en todo el bosque Ochoco; es el momento de la meditación. Hoy es Cuatro de Julio, la hora central del Arcoíris. Ha habido mucha fiesta, pero hoy es el día de la fiesta . La idea es guardar silencio y meditar desde el amanecer hasta mediodía. Y luego, a ponerse bien alegres.

Joey y yo deambulamos por ahí viendo cómo el personal empieza la jornada sin hablar. Lo único que quiebra el extraño silencio son dos perros que ladran y un tipo en cueros que delira como si estuviera borracho, pero que delira de verdad, que finta y embiste a la gente como un toro, trompicando entre las hogueras del Círculo de Trueque.

A las doce en punto, empiezan los aullidos. El salvaje lamento de los hippies humanos imitando a los lobos. Minutos después, los tambores. En el gran prado donde el Círculo se reúne a las horas de comer, todo el mundo danza dando brincos, algunos desnudos, otros con ropa, otros vestidos de barro. El sol cae a plomo y el grupo crece hasta convertirse en una turba del tamaño de un campo de fútbol. Un tipo vierte Gatorade con una jarra en la boca abierta de la gente, otro los riega con una manguera conectada a una mochila llena de agua, estilo exterminador de plagas: es el cazasudores. ¡Y sube y sube de volumen! Me echo a dormir debajo de un arbusto.

Poco antes del atardecer, me levanto, regreso al Círculo y percibo una disminución clara y palpable de las vibraciones. Falta comida y faltan drogas. El grupo se ha disgregado por los distintos campamentos, el son del círculo de tambores, formado por aproximadamente un centenar de percusionistas delirantes, resuena de forma intermitente desde un par de rincones escondidos en el bosque.

Mientras el sol se pone por el oeste, negros cumulonimbos se acumulan en el sur: una tregua, un punto muerto, un regreso al silencio matinal mientras la Familia Arcoíris observa la formación de la borrasca, que se concentra en la mitad meridional de un cielo por lo demás despejado.

De pronto, un arcoíris se derrama desde las pálidas alturas.

La imagen del cuadrante, abigarrado y perfecto, suscita una salva de aullidos simultáneos que crecen y no cesan, y los tambores arrancan desde todas direcciones. El arcoíris se hace doble, triple, y los tambores y los aullidos no pueden compararse con nada que haya oído nunca, es una Señal de las Alturas —¡que el amor sea contigo!—; empieza entonces un monstruoso espectáculo lumínico: los cumulonimbos de tonos carmesíes frente al sol poniente, los tres arcoíris, y ahora el zigzagueo de los rayos y el trueno profundo e invencible; cada relámpago y cada estallido es contestado por el ululato salvaje de diez mil voces: ¡una conversación con el Espíritu del Todo durante el Espectáculo del Divino Cuatro de Julio! ¡Eso sí es dabuten! ¡La Gran Diosa Materno-Paternal es una hippie!

Y este es el motivo por el que determinadas personas no deberían jugar con pociones mágicas: durante toda la función no dejo de pensar que tendría que haberme dejado algo para hoy, que debería estar de colocón para disfrutar del espectáculo. Olvidando lo mucho que he disfrutado la noche anterior con la luz de las estrellas a fuerza de revolotear en torno a una inmensa mente negra desde mi saco de dormir y sin apenas ver el cielo.

Después de los arcoíris y la tormenta cae la noche, y durante un rato me vienen flashbacks : cierro los ojos y recuerdo ese primer viaje de ácido, recuerdo despertar detrás de un volante tras el cual debía de llevar sentado varias horas, intentando averiguar qué hacer con él; y ahí estaban Joey y Carter B y Bobby Z, los cuatro regresando a la periferia más desolada de la Tierra, ese lugar que nunca volveríamos a tomarnos demasiado en serio porque lo habíamos visto obliterado y ahora nos encontrábamos aquí; ninguno de nosotros había tomado ácido antes ni había hablado del tema con nadie, cuatro aspirantes a beatnik que retornan de una odisea absurda para la que ninguno de ellos estaba mínimamente preparado y a la que teníamos la sensación de haber sobrevivido por los pelos; recuerdo ver a Joey caminando con Bobby, viajando de algún modo por unas calles como ríos detrás de ese volante —¡quinientos microgramos de ácido!—; recuerdo conducir magníficamente por Alexandria, Virginia, en una taza de té gigante que en tiempos fuera un Chevrolet, bajo unas farolas cuyas cabezas parecían refulgentes y quebradizas corolas de diente de león, recuerdo el vehículo estacionando solo y me recuerdo a mí flotando en dirección a un edificio y por los corredores del bloque de apartamentos de Fort Ward Towers, recorriendo la sinuosa curvatura de los pasillos y la imagen, al fondo de aquel laberinto palacial, de ¡mamá! ¡Mamá en bata y zapatillas! ¡Con unos rulos marcianos! ¡Mamá como un ser de otra especie! ¡Mamá diciendo: Son las cinco de la madrugada! ¡Estaba a punto de llamar a la policía! DÓNDE te habías METIDO, y recuerdo girarme hacia Bobby Z, que murió de sida y en cuyo funeral arrojé tierra sobre su ataúd mientras su hermana, mi novia del instituto, gemía y daba gritos, recuerdo girarme hacia Bobby Z y decir: ¿Dónde estábamos? Y que él también se quedaba atónito y desconcertado y aturdido ante semejante pregunta, y que ambos decíamos: ¿Dónde estábamos? ¿DÓNDE ESTÁBAMOS?

Bobby, los tambores galopan hasta el límite extremo y lo rebasan como si nada. ¿Dónde dónde dónde estábamos?

¿Adónde fuimos?

SEIS VECES CONTRA EL SUELO

EN JULIO, EN EL SUBÁRTICO, volar de noche no supone ningún problema. Por las noches no oscurece. Hace rato que ha pasado la hora de la cena en Anchorage cuando el prospector Richard Busk atornilla un par de asientos adicionales en su avioneta De Havilland Beaver e introduce el cargamento destinado a su concesión minera de los montes Bonanza, en el centro-sur de Alaska.

Busk se está construyendo una casita, así que lleva madera para los marcos de las ventanas, contrachapado para las paredes y un neumático nuevo para uno de sus vehículos todoterreno; aparte de eso, hoy lleva también a dos absurdos recién casados del norte de Idaho.

No es que sus pasajeros tengan una pinta extraña: lo que los hace absurdos es el hecho de que les parezca buena idea pasar la luna de miel cribando oro en los montes alaskeños. Ambos tienen el pelo castaño y corto, ambos visten vaqueros: Luna Uno y Luna Dos. Llevan algunos instrumentos para cribar —bateas y picos y pinzas— y hasta una draga portátil de gasolina (pesa como cuarenta kilos; pronto verán que no es tan portátil), y, en su delirio, pretenden volver a casa con suficiente oro como para forjarse las alianzas de matrimonio.

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