El sol estival ha conseguido desnudar los picos, que ahora se alzan grises y negros, tirando a verdes allá donde asoma una escasa sombra de vegetación. La pequeña Beaver pasa con lentitud ilusoria entre un par de cordilleras, conduciendo a Richard Busk y sus dos cheechakos hacia los montes Bonanza.
En un momento dado, el motor, que solo tiene 87,6 horas de vuelo, ronca y borbotea violentamente para luego dar paso a medio segundo de imponente y catedralicio silencio, hasta que Busk se las arregla para devolverlo a la vida. Después de eso el aparato empieza a emitir una amplia variedad de intermitentes y totalmente inidentificables ruidos percutivos que van y vienen por debajo del zumbido general del motor, asomándose y escondiéndose una y otra vez como hacen los fantasmas en el tren de la bruja, aunque esto da mucho, pero que mucho más miedo.
Busk ya tuvo problemas con esta misma avioneta hará unos cuatro años, regresando de la bahía de Bristol por la tundra con un cargamento de salmón. El motor de marras, con solo 170 horas de vuelo tras una reconstrucción, se caló de forma inexplicable y la hélice dejó de girar. Lo que ocurrió entonces fue que el anillo del cigüeñal estaba mal colocado, de modo que al rato, de repente, finalmente —muy finalmente— el ensamblaje acabó fallando. Hacer aterrizar la avioneta en esa región llana y anchurosa no tuvo mayor dificultad, pero Busk tardó dos semanas en conseguir otro motor y volar el aparato hasta su destino. Son cosas que ocurren de vez en cuando.
De hecho, el piloto que esa vez lo sacó de allí también estuvo a punto de estamparse al aterrizar en la pista de Busk: tomó tierra con una deriva de cuarenta y cinco grados e hizo un trompo que lo puso de través. A veces la suerte tiene estas jugadas.
Ahora mismo, por ejemplo. En estos momentos, el famoso Richard Busk intenta mantener estables las revoluciones por minuto del motor con la convicción de que cualquier cambio inesperado podría ahogarlo, al tiempo que no deja de avizorar por la ventanilla derecha en busca de un lugar decente donde aterrizar con el cacharro. Ahí abajo no se ve más que el impetuoso río Tlikahila, glaciares abruptos, marjales de color metálico y cientos de miles de abetos que apuntan hacia arriba como las estacas de una trampa.
Luna Uno tiene su cuaderno en el regazo y, por si alguien lo encuentra algún día entre los cientos de miles de kilómetros cuadrados de superficie vacía que hay en Alaska, acaso en el estómago de un oso grizzly, garabatea: «El aceite forma manchas caleidoscópicas por todo el parabrisas derecho; humo gris que sale del suelo». Luna Dos busca su mirada y Luna Uno le sonríe, le guiña un ojo, se encoge de hombros. Luna Dos parece aliviada. Luna Uno anota: «ruidos metálicos y estampidos aleatorios…», pero no puede seguir escribiendo porque dentro de la avioneta está demasiado oscuro: el aceite que se pierde por la cubierta de proa empaña todo el parabrisas. Detrás de ellos, el humo se esparce por el cielo formando un chorro de medio kilómetro de largo.
A todo esto, Busk se gira sobre su asiento y estira el brazo para agarrar una lata de aceite, mientras con la otra mano sigue sujetando los mandos. Al hacerlo se le cae la pistola sobre el regazo de Luna Dos, que trata de devolvérsela educadamente, pero el hombre está muy ocupado vertiendo el aceite por la boca de un manguito que sobresale del suelo entre los dos asientos delanteros. Su cara adopta un gesto cómico y sus labios se mueven frente al micro de la radio, repitiendo dos sílabas que suenan como «jersey, jersey» pero que probablemente sean «¡Mayday! ¡Mayday! ¡Mayday!».
Está lloviendo cuando efectúan un humeante aterrizaje de emergencia en Port Alsworth, un poblado consistente en un hangar, una pista de aterrizaje y unos cuantos edificios a orillas del lago Clark, a algo más de cien kilómetros de su destino en los montes Bonanza.
La parejita empieza a dudar de que vayan a llegar ahí algún día. Ni ahí ni a ningún lado. Quizá tengan que quedarse aquí el resto de sus vidas, quizá por toda la eternidad, quietos como estatuas junto al famoso Richard Busk y su Beaver, contemplando cómo el aceite se desliza por el parabrisas y se derrama desde el fuselaje. La varilla indica que apenas quedan unas gotas: Busk calcula que el motor habrá estado perdiendo como un litro por minuto, y que en cinco o diez minutos más la cosa se hubiera puesto fea y habrían tenido que tomar tierra en algún marjal semihelado.
Se comen unas hamburguesas con queso de quince dólares en la minúscula cafetería y pasan la noche en una habitación de cien pavos con dos literas y sin baño a diez metros del cobertizo de la letrina. Pueden dar gracias de que siguen respirando. Richard Busk está sentado en una de las camas de abajo, aturdido aún por la reciente maniobra. Los recién casados lo escuchan mientras habla; es medianoche y fuera la luz se torna algo más azulada, sin llegar a oscurecer del todo.
—Seis veces, seis, he estado a punto de estamparme contra el suelo, y es agotador. Te destroza los nervios —les explica Richard, por si no se habían dado cuenta.
Luna Uno piensa: «¿Pero qué dice este? ¿ Seis veces?».
—Bueno, alguna más si contamos las emergencias menores, como la de hoy.
Glenn Alsworth, que a pesar de su aspecto juvenil parece el dueño de todo lo que hay aquí, incluido el Servicio Aéreo del Lago Clark, en cuya pista han aterrizado, se ha acercado a saludarlos después de su milagrosa aparición:
—¿Qué se cuenta el famoso Richard Busk?
Ellos no son de por aquí y no tienen ni la menor idea de que ese tipo es Richard Busk, el famoso Richard Busk. Famoso no por prospector ni por sus dotes de piloto . Famoso por sus aterrizajes de emergencia .
Famoso por todas las veces que se ha quedado en la estacada en mitad de este paisaje despiadado, con su clima vengativo y su gigantesca soledad; famoso por sus descensos repentinos, inexplicables, siempre con un motor recién reconstruido con el que se abalanza raudo y silencioso desde lo alto de las nubes; famoso por su manera de impactar contra el suelo dejándose pedazos del tren de aterrizaje, parabrisas, alambres, estabilizadores y demás piezas y fragmentos de su ingenio volador, cuando no alguno de sus dientes. Por lo visto, la misma extraña Fuerza que le ha permitido salir vivo de todos estos lances ha decretado también que el lugar de Richard Busk no está en los cielos, porque no deja de caerse.
Esa misma Fuerza ha tenido a bien no cebarse en exceso con la pareja de cheechakos . Puede que hayan experimentado algo parecido a aquella vez que Richard Busk, tras ir a cazar muflones a las montañas Wrangell, hizo aterrizar su Piper PA-12 en un glaciar a mil setecientos metros de altitud, cobró sus piezas, se arrojó por el precipicio, ganó velocidad y de repente se encontró con que el motor había dejado de funcionar. «Aunque yo estaba seguro de que tenía combustible», les explica a la pareja en la inoscura oscuridad alaskeña. Resultó que en algún momento unas abejas se habían introducido por las aberturas del sistema de inyección y habían obstruido los conductos. Tras planear siguiendo un tortuoso cañón, el Piper volcó entre las rocas del río Nizina. Busk consiguió salir de la cabina y subsistir, según explica, «con cuatro uvas pasas al día», hasta que dio con él un helicóptero. Sacude la cabeza. «Estas cosas te destrozan los nervios.»
Hace unos años, su avioneta terminó boca abajo después de recorrer varios cientos de metros sobre el tren trasero. Se dirigía a Port Moler, adonde pretendía llegar antes de que estallara una tormenta, pero una «turbulencia» lo sorprendió en pleno vuelo: de repente, un golpe de viento puso el aparato boca abajo y Richard salió disparado a través del parabrisas, dejando la avioneta hecha añicos a su espalda.
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