Quisieron ocupar un espacio central, pero las circunstancias los desplazaron. Intentaron asimilarse, porque no se puede permanecer siempre en un lugar sin saberse de ese lugar, como escribió en una ocasión Francisco Candel. Aunque el precio que pagaran fuera una lenta despersonalización. Un no saber en qué territorio vivían realmente. Pere Calders estaba en lo cierto: o aceptas el lugar donde vas a parar con todas las consecuencias que el hecho entraña, o serás devorado inexorablemente por él.
Vuelvo a unas palabras de Sennet: «Ser extranjero es vivir a disgusto fuera del país; nos referimos al inmigrante que siente el impacto de una cultura y se aferra a sí mismo, al exiliado que hiberna con indiferencia en una ciudad que apenas lo roza, al expatriado que pronto sueña con el retorno».
Un lugar en las afueras. Ese era el espacio que debían ocupar. Aunque estuvieran en el interior de un territorio, su sitio permanecía a mucha distancia. Construyeron un país nuevo a partir de quien no tenía nación alguna. Con habitantes doblemente golpeados, porque eran percibidos como una amenaza y, precisamente por eso, estaban siendo amenazados. Desde fuera, no eran simples trabajadores, sino seres de otro mundo que practicaban una lenta e imparable invasión, como si su verdadero cometido fuera borrar del mapa las costumbres del país al que habían emigrado y no como reconstructores de un lugar que no era el suyo. O no era suyo todavía, porque tendrían que pasar muchos años para que alguien acabara reconociendo sus nombres en las capas subterráneas de una ciudad, en el alzado de sus ruinas.
Ese es el material del que se nutren los lugares. Ya deberíamos saber que una ciudad no es única, sino múltiple, y que está compuesta por tantos sedimentos que la sola idea de descifrarlos nos llevaría toda una vida. No hay una sola forma de narrar la ciudad, sino infinitas maneras de abordarla. La tierra que pisamos es un palimpsesto. Si escarbamos un poco, lograremos descifrar las huellas de los que pasaron por allí mucho antes que nosotros.
Por eso a menudo suelo preguntarme qué queda de mi abuelo en Bousbecque o qué queda de él en Barcelona. Qué señales perduran de todos los que fueron hasta allí y, pasado el tiempo, regresaron al lugar desde el que partieron. Si serán recordados al cabo de los años o se convertirán en una evocación imprecisa, cada vez más difuminada a medida que nos vayamos alejando.
Hago mía la sospecha que formulaba Luis Landero en El balcón de invierno : «los que nazcan dentro de veinte o treinta años no llegarán tampoco a saber nada de nosotros. No seremos ni siquiera fantasmas. Quizás ni siquiera un hombre flotando a la deriva de los tiempos».
Apariciones que lentamente se evaporan. Tal vez eso. Solo eso.
Reagruparse para sobrevivir: en los bares, en las barracas con otros españoles, en habitaciones minúsculas mientras pasaban la noche con algo de baile, bebida y guitarras. Así combatían el desarraigo, la soledad o la indefensión, y así nacía también una alegría distinta, la felicidad pesarosa de quien apenas tiene nada. Surgía la necesidad de compartir y de ayudarse, como si el frío y el hambre nos obligaran a recuperar una cierta solidaridad entre iguales.
Las ciudades y los pueblos quedaban lejos. Aunque se encontraran a solo dos pasos, el centro permanecía a mucha distancia. Casi no había tiempo para disfrutar de esos nuevos emplazamientos, ni dinero que gastar mientras paseaban. Aún recuerdo una frase que me dijo una emigrante leonesa, mientras hablaba de sus años en Francia. París me vio a mí, dijo, pero yo no vi París en ningún momento. Algo muy similar a lo que escribió Aleksandr Solzhenitsin: «Moscú era una ciudad enorme, pero no había adónde ir».
Entre tanto, la espera de las cartas, leídas en alto en los cafés. Muchos eran analfabetos y necesitaban ayuda de sus compañeros. En este punto, me viene a la memoria algo que escuché sobre mi abuelo. Era el único que sabía escribir entre el grupo de españoles de Bousbecque, por eso se encargaba de redactar algunas cartas. A menudo he pensado en esa escena, en las confidencias que fue trascribiendo, en el tono con el que fueron expresadas. Todo un universo al que él entraba casi por obligación, como un mensajero o un invitado de piedra. Solo escribir lo que otros decían.
Ese hecho suele generarme varias dudas. ¿Escuchaba lo que le decían o simplemente se limitaba a seguir al pie de la letra lo que iba oyendo? ¿Intervino en esas cartas? ¿Ayudó a escribirlas? No me refiero a cumplir únicamente con su papel de emisario, sino a otra cosa distinta. Me pregunto si añadió frases o palabras, si terminó de dar forma a los mensajes que le dictaban, si su cooperación no se reducía a las funciones de un simple escriba y se acercaba a ser algo parecido a un confidente, a un consejero.
Por encima de todo eso, lo que me pregunto con frecuencia es si esas cartas ajenas, que escuchaba de primera mano, permearon en él, si le afectaron de algún modo. Si esas emociones que le iban trasmitiendo consiguieron herir su propia sensibilidad. Porque imagino que cada palabra, cada frase, añadía más tristeza a la tristeza, como si no tuviera la oportunidad de olvidarse en ningún instante de dónde estaba. El relato de otra persona era su propio relato y a él quedaba sujeto para siempre.
Quizás la redacción de esas cartas ayudara a mi abuelo. Tal vez trasformar en escritura esas emociones ajenas le beneficiara y le hiciera comprender un poco más lo que estaba sucediendo en su propia vida. Una narración de palabras prestadas que le sirviera como un bálsamo. En eso consiste la literatura: en un mecanismo que permite explicarnos lo que no entendemos del todo. Aunque en esta historia solo hablemos de cartas anónimas firmadas por otra persona.
En el relato de las cartas que escribió mi abuelo hay una historia paralela, un epílogo que tenía lugar a mucha distancia, en el pueblo natal de aquellos emigrantes de Granada. Una historia que sucedía en las casas que abandonaron tiempo atrás, en los salones y en las chimeneas donde colgaban las cartas, como una exposición privada que se abría al público algunas tardes.
Esa historia paralela vuelve a tener a un mismo personaje: mi padre. Aún recuerda cómo entraba en algunas casas y veía colgadas las cartas. Todas ellas estaban escritas en hojas con líneas. Así evitaban que las frases se torcieran, lo que sucedía a menudo. Las confidencias desplegadas en la hoja formaban parte de un hombre al que no conocía. Era la voz de otra persona, la noticia de un familiar ausente, el eco de alguien que volvía de tarde en tarde en un papel. Sin embargo, mi padre siempre supo algo que no llegó a confiar a nadie. Una especie de secreto que no desveló hasta hace pocos años: la letra de aquellas cartas no era la de un desconocido, porque identificaba en ella la caligrafía de su propio padre.
Él no era el destinatario de esas páginas y sin embargo le servían para acercarse a mi abuelo. Le ayudaban a saber algo más sobre él. Probablemente se tratara de una lectura doble, o de una lectura indirecta, como si en lugar de palabras ahí se inscribiera algún tipo de jeroglífico que solamente él podía descifrar mientras las observaba sobre la chimenea de un hogar que no era el suyo.
Esas cartas le pertenecían de alguna manera. Solo así, creyendo que también le eran propias, he logrado entender un verso de José Emilio Pacheco: «No leemos a otros: nos leemos en ellos».
No conservo ninguna carta de mi abuelo. He buscado entre los papeles y no he dado con ningún documento que esté firmado con su puño y letra. Podría dedicarme a encontrar las cartas que escribió para otros, pero eso significaría abrir un baúl que no es el mío.
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