Tal vez sea injusto comparar una película como esta con la propaganda que vertía el NO-DO. La intención de una y otra difiere radicalmente y, sin embargo, ambas comparten un esquema común. Las dos están cargadas de aprioris, de una estética puesta al servicio del mensaje, como si la intención fuera lo único que contara. Como si la forma siempre estuviera supeditada al contenido que se narra.
Ahí está el verdadero peligro, en reducir a unas cuantas líneas hechos sumamente complejos, plagados de aristas y de caminos intermedios. No existe un solo relato para la emigración, ni una única lectura que pueda resumirla completamente. Ningún tema debería ser abordado sin la posibilidad de que algún día se le refute o desmienta. Cualquier narración guarda el germen de una narración contraria. Conserva las claves que permiten contradecirla, pasado el tiempo. Porque lo que cuenta no es el último capítulo o la última palabra, sino la hoja en blanco que le sucede. Aunque eso suponga borrar todo lo dicho en las páginas anteriores y debamos convivir con la sensación de no haber escrito nada. Quizás pensemos que todo ese esfuerzo previo ha supuesto un trabajo en balde, como si hubiéramos perdido el tiempo dando vueltas en círculos sobre un centro que no ha existido más que en nuestra imaginación. Al comienzo somos tan torpes que no llegamos a advertirlo. Nos conformamos con ser espectadores pasivos, inoperantes. Aún no sabemos que en esas páginas posteriores estaremos dando inicio al libro que estábamos esperando.
La segunda película que se proyectaba me suscitó mucho más interés. Se titula Españolas en París . Aborda el mismo tema desde un punto de partida semejante: el universo de las trabajadoras que fueron a probar suerte en la capital francesa. No es una gran película, pero está llena de matices, de propuestas más complejas que esa sucesión de tópicos que encontré en Las chicas de la sexta planta . En la ficha técnica que repartían a la entrada del Palacio de Los Condes de Gabia, leo que uno de los propósitos de José Luis Dibildos, el productor de la película, fue que el público francés conociera a los seres humanos que había detrás de los empleados españoles que emigraron al norte. Que pudieran valorarlos como algo más que simples elementos de trabajo. Por eso era importante que se estrenara en París en primer lugar. No recuerdo la fecha, pero sé que el estreno tuvo lugar en la sala Bataclán. Aún no sabía que ese escenario volvería a mí muchos años después, cargado de una atmósfera distinta, con un suceso que la convertiría en el epicentro de la barbarie.
Sigo leyendo el díptico de la entrada, que guardo en uno de mis cajones, y recupero algunos datos: dirigida por Roberto Bodegas y protagonizada por Ana Belén, la película pretendía inaugurar la «tercera vía» del cine español de los años 70. Un tipo de producción que buscaba romper la frontera entre el cine comercial y no comercial, crítico con las imposiciones del mercado, pero no tanto como para no querer apostar por un producto que llenara las salas.
En la primera secuencia vemos a una joven Ana Belén recién llegada a la gran ciudad, mientras va mirando de un extremo a otro, hipnotizada ante ese nuevo escenario en el que residirá por algún tiempo, no sabe cuánto. El mismo escenario que cuelga sobre su cama: un mapa de París se convierte en su punto de referencia. En él no solo se inscriben unas cuantas calles, también se concentra su presente y todo lo que queda por delante. Un camino incierto que la atrae y la rechaza a partes iguales.
Desde fuera, a las trabajadoras españolas se las juzga como mujeres religiosas, trabajadoras pero mal organizadas, testarudas, caprichosas, arbitrarias, honradas, sentimentales, escandalosas, con reacciones incomprensibles propias de su origen árabe. Ese es el resumen que hacen de ellas en un programa de radio. Puede que la locutora francesa tuviera razón y no fueran más que eso. O puede que se trate de un simple tópico. Ese molde era demasiado estrecho, pero estoy seguro de que así es como las percibían muchos europeos del norte. Los prejuicios emplean un componente real y después lo magnifican, lo extienden a toda una población, aunque solo se hayan bastado de unos pocos trazos.
Esa es la forma que tenemos para entender lo que se nos escapa, porque nos resulta más sencillo reducir el conflicto para tratar de comprenderlo. Dejamos los matices y los puntos intermedios en un segundo plano. El mundo en el que vivimos se ciñe a unas pocas coordenadas y todo lo que no tiene una explicación inapelable lo clausuramos con llave. Deja de existir. Desaparece entre palabras gastadas.
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