Tomo de la estantería un libro de Sergio del Molino. En él encuentro unas palabras que resumen perfectamente la nueva fisonomía del país: «Hay una España vacía en la que vive un puñado de españoles, pero hay otra España vacía que vive en la mente y la memoria de millones de españoles». Ese es el país que nace durante las décadas centrales de la dictadura. Y ahí está su gran trasformación, en el éxodo rural iniciado en los años 50. Una huida que provocaba pueblos desérticos, como cementerios al aire libre en el que la soledad, siguiendo de nuevo a Sergio del Molino, era cada vez un poco más solitaria.
Este fue el primer escenario, o la antesala. El segundo se inició un poco más tarde, con las promesas que llegaban desde países del norte de Europa. Un viaje eterno, de horas y días interminables. Pienso de nuevo en mi abuelo, en su camino desde Belicena hasta Granada, y desde allí hasta Bousbecque, un minúsculo pueblo situado en Francia, a pocos pasos de la frontera con Bélgica. Entre medias, trenes a Madrid, Valladolid, Irún, Hendaya, Burdeos, París-Orsay, Lille, y después un nuevo desplazamiento en autobús, con el cansancio acumulado de tres días de viaje en vagones incómodos y masificados. Sobre todo durante la primera etapa, en los trenes que circulaban por España. Hasta Irún ese viaje los obligaba a ir de pie, sin sentarse apenas en un trayecto de horas, sorteándose quién podría ocupar los bancos de madera o dormir en los pasillos, porque se vendían los billetes por duplicado. Con la maleta al hombro en las escaleras, aunque el tren hubiera iniciado ya su marcha. Detenidos como rocas en un espacio mínimo. Por eso, cuando regresaban a su pueblo, necesitaban varios días para volver a caminar con normalidad. Al llegar a su destino, estaban obligados a ir buscando puntos de apoyo para no caerse.
A menudo me he preguntado cómo fueron esos viajes, qué escenas provocó la despedida, el trayecto plagado de conexiones y salas de espera, el trasporte de bultos pesados. He tratado de pensar en la llegada a esa nueva ciudad, el primer contacto con un territorio enigmático que los albergaría por unos años. En todas esas evocaciones, imagino un espacio denso, monótono, secuestrado por el cansancio, el abandono y la nostalgia.
Puede que no fuera así del todo y Luis Landero tenga razón cuando escribe que incidimos demasiado en el desarraigo, en las maletas de cartón piedra, en la cara de miedo de los niños o en las lágrimas que provocaba cualquier despedida, y se nos olvide algo que también sucedió: la alegría al saberte en un lugar nuevo, la esperanza de que las cosas cambiasen de rumbo. Eso significaban también aquellos viajes: una extraña y prometedora liberación de lo que eran, de lo que habían sido.
No sé cuál de esos dos sentimientos guio a mi abuelo cada vez que dejaba Belicena y, días más tarde, llegaba a Bousbecque. Por mucho que lo intente sé que es imposible salir del terreno de las especulaciones, de las hipótesis, de las medias verdades. Trato de situarme en el lugar de mi abuelo, en pleno compartimento de tren, y no veo más que estancias transitorias, como ese tipo de ciudades en los que el extranjero disfruta de una cierta hospitalidad, aunque sepa que tarde o temprano tendrá que abandonarla.
La despedida. Las maletas con cuerdas bien aferradas a los hombros. Abandonar una vida y seguir otra distinta, a mucha distancia. Como una imagen que recuerda un emigrante en Nos Petites Espagnes , el documental de Ismaël Cobo y Xavier Baudoin: el paso de la frontera, el túnel que comenzaba a quedar atrás, la impresión de que ya nada volvería a ser como antes.
Puedo imaginar la necesidad de la partida, pero no los motivos que nos conducen a abandonarlo todo. Sé que existen, que hay razones de peso lo suficientemente grandes como para tomar una decisión de esa importancia. Las guerras, la pobreza, la falta de trabajo, el hambre… Pienso en Extremadura, en los pueblos que vivían del campo y a los que les era imposible aguantar más de un año de sequía. Lugares sin luz ni agua, paseando candiles como exploradores que no esperan encontrar nada.
Eso sucedió poco antes de que yo naciera, no muy lejos de Plasencia. Sin embargo, a pesar de la cercanía, me resulta muy complicado pensar en ello, como si se tratara de un mundo en el que creo solo a medias, con un aire de sospecha.
En realidad, lo que no sé es qué significa perderlo todo. Y quizás por no saberlo, o por no saberlo todavía, nunca podré entender completamente qué implicaron aquellos viajes. O qué implican hoy. Cada tránsito es una reproducción de un tránsito anterior, aunque los separe el tiempo y la distancia. Al fin y al cabo, todo desplazamiento carga con una experiencia antigua, una experiencia de siglos, remota.
Cuando escuchas sus relatos, mientras tratan de ordenar en alto sus propios recuerdos, algunos te explican cómo el año de su partida quedó marcado para siempre en su memoria. Un año que coincide con otros muchos años. Sin embargo, ese tiempo se convierte en algo que los hace excepcionales, porque allí se encuentra la clausura de una vida o el inicio de una nueva historia.
Yo también puedo identificar fechas cruciales en mi propio calendario, pero nunca alcanzarán ese grado de importancia. No sé hasta qué punto la llegada a una estación significa adentrarte en un espacio irreal, fantasmagórico, con gente tumbada cerca de los andenes o sorteando perchas humanas. Hablamos de personas que jamás habían salido de su pueblo y que, de repente, se encontraban emigrando a ciudades enormes de Alemania o de Francia. Con reconocimientos médicos en Hendaya, en busca de otitis o de tuberculosis hasta en los dientes. Con la vergüenza que suponía desnudarse frente a un encargado de aduanas. O la incertidumbre al llegar a un destino extranjero que, de pronto, te recibe en tu propio idioma, amenazándote en tu propio idioma. Desde los altavoces de la estación, se informaba de que si arrojaban vasos o comida, se les descontaría del sueldo de su próximo trabajo. Más que una multa, era una advertencia, o una constatación. Igual que los carteles que les colocaban al llegar a Alemania, en la espalda y en el pecho, o las indicaciones en español que les obligaba a lavarse las manos. Todo eso los convertía en personas distintas al resto, en seres aún por urbanizar. En bárbaros recién llegados al paraíso.
Cuando pienso en los trenes, en los viajes interminables, en la llegada a estaciones remotas, en las amenazas que provenían de los altavoces, me viene a la mente algo terriblemente complejo. En el fondo sé en qué consiste la tristeza, pero me resulta muy difícil concebir toda una vida luchando contra ella.
Eran viajes tan humillantes que algunos negaban haber subido a esos trenes. No hablo solo de los trayectos desde España. Pienso también en todos esos barcos, pateras, coches, furgonetas o camiones que guardan el germen de algo inconfesable. El origen de una ofensa. Como los trenes a Estados Unidos que llegaban desde la frontera. Aunque me esfuerce, nunca llegaré a comprender del todo por qué se les llamaba La bestia o El tren de las moscas.
En ocasiones, para combatir o contrarrestar esa ofensa, recuerdo una película de Charles Chaplin, un cortometraje de 1917 titulado Charlot emigrante . Narra en pocos minutos el trayecto de un barco que llega a América. Desde el comienzo, vemos a un grupo de emigrantes hacinados en cubierta. La imagen es desgarradora. Sin embargo, unas secuencias más adelante nos encontramos con una escena bastante cómica. Varios pasajeros, entre ellos el propio Chaplin, se reúnen alrededor de una mesa. Intentan comer, pero es casi imposible, porque el vaivén del barco hace que el plato se mueva de un extremo a otro. Nadie consigue hundir la cuchara.
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