Álex Chico - Los cuerpos partidos

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Durante la década de los sesenta, muchos trabajadores españoles abandonaron su lugar de origen y buscaron empleo en Europa. Tiempo después, con la crisis del petróleo y el auge de los movimientos xenófobos, algunos emprendieron el camino de regreso. Sin embargo, no todos volvieron a su pueblo natal, sino a una zona intermedia que ya había servido como ciudad de acogida años atrás: Barcelona. Esta novela relata uno de esos trayectos, el que emprendió Manuel Chico Palma desde un pueblo de Granada hasta una pequeña localidad de la frontera franco-belga. La narración se va ramificando hasta convertirse en una historia coral en la que se abordan los con flictos que plantea cualquier proceso de desplazamiento y la personalidad escindida de quien los lleva a cabo. Personajes fracturados entre la nostalgia y la amnesia, el pasado y el presente o la realidad y la ficción y que, a su manera, cumplieron con aquella frase de Emmanuel Carrère: «Promete decir la verdad y miente lo mejor posible».Los cuerpos partidos es, asimismo, una aguda reflexión sobre el lenguaje, la memoria y la escritura como herramientas para reconstruir a un ser ausente, alguien a quien no conocimos y que, sin embargo, forma parte de nuestras vidas. Una narración híbrida que se desplaza por distintos géneros y que convierte ese espacio literario fronterizo en un reflejo de esos lugares de mestizaje que poco a poco van construyendo los hombres y mujeres que los habitan.

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Miro a mi abuela, sentada en una de las butacas de la sala. Le pregunto si todavía quiere volver a Granada. Me dice que sí, aunque me observa un poco perpleja. Piensa que es allí donde está, por eso no entiende que le hable del regreso a un lugar del que nunca ha salido. Le pregunto por su hijo y pronuncia su nombre, en diminutivo. O me dice el nombre de uno de sus hermanos. Incluso, si está tranquila, me recita la letra de una canción que aprendió poco después de llegar a Barcelona. Una canción alegre, festiva, como lo poco que recuerda de sus años en Cúllar Vega.

Después le hablo de quien fue su marido. Sé que me dice algo, pero lo pronuncia tan bajo que apenas lo escucho. He aprendido a no insistir demasiado, así que prefiero callarme y no seguir preguntando.

II

Nunca le pregunté nada a mi abuela y, ahora que lo intento, sé que es demasiado tarde. Pude hacerlo mientras vivía en su piso de la avenida de Madrid, o cuando pasábamos el verano en Cúllar Vega. Quizás fuera demasiado pronto para cuestionar mi pasado, o me invadiera un exceso de pudor, no lo sé. Al fin y al cabo, yo no era más que un niño. Pensaba que cualquier pregunta que pudiera formular siempre iba a estar bajo sospecha, como si me estuviera inmiscuyendo en un asunto que no era el mío. Pero sí que lo era, solo que por aquel entonces aún no lo sabía.

Desconozco qué hubiera ocurrido si me hubiese formulado las mismas cuestiones que me planteo ahora. Imagino que aquel pueblo de los veranos sería diferente. Si no del todo, sí al menos mucho más confuso de lo que recuerdo en este momento. Si hubiera preguntado qué ocurrió tiempo atrás, habría accedido a una realidad voluble, huidiza. Pero yo era un niño y no tenía pasado. Y como yo no lo tenía, todo lo que estaba a mi alrededor también carecía de memoria.

III

Un invierno sin hombres, ese es el paisaje que hubiera imaginado si me hubiese atrevido a preguntar. Un tiempo remoto en el que solo quedaban por las calles mujeres, viejos y niños. Así aparecen en casi todas las fotografías que guardo de aquella época, tomadas en una tienda que desapareció hace bastantes años. Se llamaba Foto Rápida Granada y se encontraba en Puerta Real, uno de los lugares que siempre asocio con el inicio de la ciudad, a pocos pasos de la parada del autobús que nos acercaba desde el pueblo.

Solo madre e hijos, sin ningún padre en la imagen. La instantánea era la de un pueblo partido en dos mitades: uno permanecía en el mismo sitio y el otro se ramificaba en algunos lugares del norte. De Francia, Alemania, Suiza y Bélgica, o en unas pocas ciudades españolas. Un territorio encerrado en sí mismo y, en el otro extremo del planeta, un espacio mítico que se abría a otras comarcas. La mitad que mejor podría reconstruir era la que tenía delante, la del pueblo que permanecía sin moverse y se replegaba sin parar, como si trazara círculos en la tierra. Un paisaje de niños sin padres y madres sin marido, con viejos en unos pocos bares o sentados a la puerta de sus casas. Me pregunto qué hubiera hecho yo viviendo en un lugar así, qué juegos me inventaría para suavizar una ausencia mientras tratara de recomponer pieza a pieza un espacio fraccionado. ¿Dónde quedaría exactamente mi lugar, si el único lugar que conocía era un pueblo que se había ido vaciando?

Imagino que no haría más que esto: esperar. Como todo el mundo. Trataría de convencerme de que la vida se encontraba en otra parte y que, con suerte, también a mí me tocaría disfrutarla tarde o temprano.

Esperar, sí, y especular, como hago ahora, con un juego de hipótesis que me conducen a dos conjeturas casi laberínticas: intento imaginarme lo que hubiera imaginado yo mismo, tiempo atrás. Como si, de pronto, se hubiera abierto un museo que pensaba cerrado para siempre y me dejaran visitarlo por unas pocas horas.

Por eso, cuando vuelvo a Granada y me acerco a los pueblos de la Vega, tengo la sensación de que no regresa una sola persona. Regresa también quien fui hace treinta años y regresan quienes se fueron un día y nunca volvieron. Cuando camino con esa multitud de ausentes, las casas y chalets de las afueras dejan de existir, las avenidas nuevas para institutos nuevos desaparecen, igual que las rotondas y las aceras recién construidas. El centro vuelve a un par de plazas, a una iglesia humilde y remota, a las cuatro o cinco calles con nombres de oficios artesanales. Ese es el pueblo que recuerda mi abuela. No porque me explique cómo era, sino porque me habla de algún vecino que vivió por aquella época. Reconoce el lugar porque conserva una mínima memoria de las personas que lo habitaron hace mucho tiempo.

Aunque no lo nombre, puede que entre toda esa gente que menciona, pronunciando mal sus apellidos o confundiéndolos, entre esos pocos familiares que por un extraño motivo aún recuerda, entre toda esa gente, digo, tal vez piense también en mi abuelo. Y esa evocación tan minúscula me permite retroceder hacia un pasado que desconozco, me invita a transitar por un estrecho pasillo y me asegura que después de tanto camino a oscuras alguien me estará esperando al otro lado.

IV

Nunca conocí a mi abuelo. Murió un par de años antes de que yo naciera.

Si hago memoria y rastreo en el pasado, podría identificar el momento exacto en el que alguien me dijo que mi abuelo estaba muerto. Pero debo remontarme tan atrás que cualquier intento por averiguarlo se me abre como un enorme laberinto. Un espacio inabarcable, casi infinito, con miles de callejones sin salida. Es una tarea demasiado compleja, porque estoy seguro de que, una vez dentro, me sería imposible salir ileso. Por eso prefiero reconstruir lo que sé de mi abuelo a partir de unos pocos datos: que nació en Belicena en 1927; que vivió en la calle del Horno, en Cúllar Vega, junto a su mujer y su hijo; que en la década de los sesenta emigró a un pequeño pueblo de la frontera francobelga; que pasó sus últimos once años en un piso del barrio de Sants, en Barcelona.

Esto era, aproximadamente, lo primero que supe. Unos pocos detalles que me ayudaban a comprender por qué pasábamos los veranos en Cúllar Vega o por qué Barcelona era una ciudad fundamental para mi familia. Incluso, si especulo un poco más, ese enigmático pueblo en la frontera entre Francia y Bélgica me serviría para activar cierta imaginación, a medio camino entre el mito y la memoria prestada.

Así fui reconstruyendo poco a poco a un ser ausente. Con el tiempo, he ido rellenando los huecos que quedaban en medio, sobre todo los que le empujaron a abandonar su pueblo para emigrar a Francia. En realidad, casi desde el comienzo supe que su historia era la historia de un pueblo de Granada, y la historia de un pueblo de Granada era, por extensión, la historia de un país que en un momento tuvo que emigrar hacia otra parte.

Quizás me equivoque, pero estoy casi seguro de que esa es la primera imagen que recuerdo de mi abuelo: la de un hombre cargado de maletas. La de un hombre que abandona su país y se va a trabajar a un lugar que aún quedaba a mucha distancia.

V

En el año 63, Nicolás Chico Palma dejó su pueblo de Granada para irse a vivir a una región del norte de Francia. Formaba parte de esa segunda hornada de trabajadores que habían abandonado su pueblo natal, con la esperanza de encontrar un empleo que le ayudara a mantener a su familia.

Unos años antes ya se había producido el primer trasvase de población. Desde los pueblos hasta las capitales de provincia y, desde ellas, a otras ciudades españolas. A tres, principalmente: Barcelona, Madrid y Bilbao, que triplicaron su población en un lapso bastante breve. Ese trasvase hizo que buena parte de España se urbanizara, con barrios que surgían de la nada para buscar una solución al colapso que estaban sufriendo los centros de las ciudades. Aquí comienza a nacer un país diferente, un lugar de casas baratas recién fabricadas y otro distinto que se había ido vaciando lentamente. Ese panorama no solo construía un territorio. También daba inicio a una nueva memoria, a un nuevo trauma.

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