Nadia Mariana Consiglieri - El dragón. De lo imaginado a lo real

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El dragón. De lo imaginado a lo real: краткое содержание, описание и аннотация

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Fauces arrojando fuego, escamas ásperas, ojos, crestas y colas amenazantes… Esa es la imagen que viene a nuestra mente cuando pensamos en el dragón. Este animal imaginario, resultado de un enorme cúmulo de fuentes escritas e iconográficas gestadas a través del tiempo, revistió un constante interés en la Edad Media. Su cultura letrada revisitó su figura con gran asiduidad a través de sus facetas alegóricas, simbólicas, pedagógicas y persuasivas en la lectio y la liturgia.
Este libro propone indagar las diversas funciones simbólicas y prácticas del dragón al interior de códices iluminados producidos en monasterios hispanocristianos entre el siglo XII e inicios del XIII. La imagen dragontina románica logró consolidarse con firmeza como prototipo animalístico demoníaco en la cultura visual medieval de esa época. Asimismo, su difusión en la Península Ibérica fue acompañada por el impacto del Estilo 1200, por la circulación de bestiarios foráneos y por una visión más empírica sobre la naturaleza. Los diseños de dragones comenzaron a tener una mayor efectividad e impacto pictórico y demarcaron una considerable impronta en territorio hispánico.
Tanto en miniaturas centrales como en letras capitales y en marginalia, la imagen del dragón comenzó a multiplicarse en los manuscritos hispánicos de esos siglos y operó bajo diferentes estrategias plásticas para su lectura. Sus cuerpos estilizados y dúctiles lograron adaptarse a los diferentes formatos gráficos de los folios, mientras que sus semblantes monstruosos forjaron una importante cuota de atractivo visual. Así, los miniaturistas frecuentaron cada vez más polivalentes repertorios gráficos de dragones en relación directa con los diferentes usos y funciones que éstos podían despertar a los ojos de los intrépidos monjes que leían diariamente estos manuscritos.

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En lo que respecta a estos rotundos cambios, Alfonso VIII se hizo cargo del trono castellano y fue proclamado rey en ese año al obtener la mayoría de edad. Ya en 1169, tras la celebración de una importante asamblea en Burgos, se había instaurado la necesidad de establecer alianzas internacionales más sólidas para así vigorizar la corona castellana. Esto se logró a través de un enlace matrimonial cuya consolidación fue posible gracias a una significativa actividad diplomática y de negociaciones traspirenaicas88. Alfonso VIII se casó en 1170 con Leonor de Plantagenet, hija de Enrique II de Inglaterra y de Leonor de Aquitania. Según las palabras de José Manuel Cerda, además de que la dote consistió en el otorgamiento del condado de Gascuña, esta unión fue un vehículo trascendental que sirvió a los intereses y proyectos castellanos, tendientes a consolidar su hegemonía89. Ante esta nueva trama política, la situación de Navarra se complicó en mayor grado, puesto que sus dominios quedaron rodeados por una alianza cada vez más fuerte conformada por Castilla y Aragón, sumando a ello, las acciones castellanas emprendidas hacia 1173 con el objeto de recuperar La Rioja90.

Por otra parte, entre 1170 y 1214, Burgos logró consolidarse como capital regia castellana (civitas regia vocata) y desplegarse como escenario sustancial del poder político ejercido por esta alianza anglo-ibérica, bajo el fiel y fuerte patrocinio de Leonor91. En efecto, la reina fue mentora tanto del Hospital del Rey como del Real Monasterio de Santa María de las Huelgas de Burgos, este último, cenobio femenino cisterciense solventado en gran medida por privilegios y donaciones procedentes de la corona92.

Debemos considerar que el patrocinio regio a este tipo de instituciones respondió también a los cambios religiosos que se sucedieron en el transcurso del siglo XII. La orden cisterciense, la cual había sido impulsada en gran medida por Bernardo de Claraval, estaba experimentando en esos momentos un creciente proceso de expansión hacia el área castellano-leonesa, instaurando nuevos centros monásticos y dependencias en la Península Ibérica (ver Figura 2, en pág. 65)93. La fundación de la orden cisterciense se remonta a 1098, aunque fue especialmente durante el siglo XII, el periodo de su definitivo afianzamiento y de su mayor difusión por diferentes focos europeos, partiendo desde Pontigny, La Ferté, Morimond y primordialmente Clairvaux, y llegando a la España medieval, así como a las tierras de Portugal, Inglaterra, Alemania e Italia de esa época94. Bajo el lema de retorno a los genuinos principios de sencillez y humildad en rechazo a la ostentosidad, y de práctica estricta de los fundamentos benedictinos, el Cister alcanzo gran éxito, difusión y poder, por lo que la protección económica de los sectores aristocráticos, nobles y regios hacia los monasterios que la ejercían resultó ineludible. De hecho, ya hacia finales del siglo XII, los monasterios cluniacenses habían cedido su preponderancia a favor de los del Císter, estableciéndose entre los siglos XII y XIII diecisiete monasterios de esta última orden monástica95, siendo favorecidos por el poder regio.

Posteriormente, unos años antes de la muerte de Alfonso VIII sucedida en 1214, su gobierno logró consolidar un notable triunfo militar que terminaría por reforzar aun más el dominio cristiano sobre los territorios ibéricos. Se trató del ataque conjunto y la victoria obtenida por parte de las milicias castellanas, navarras y aragoneses sobre las tropas musulmanas lideradas por Muhammad an-Nasir en la batalla de las Navas de Tolosa de 121296.

A continuación del breve reinado castellano de Enrique I entre 1214 y 1217, resultaron sustanciales las acciones políticas efectuadas por Fernando III, quien durante su gobierno se encargó de fusionar de manera definitiva la corona castellana con la leonesa en 1230, además de quedar bajo su poder también Galicia97. Por su parte, en el noreste peninsular se produjeron diversos conflictos al interior de la corona aragonesa bajo el reinado de Jaime I el Conquistador. Como ha apuntado Luis González Antón, la recuperación de Mallorca y Valencia entre 1229 y 1238 posibilitó la intervención de marinos y comerciantes burgueses catalanes, originándose una efectiva “catalanización” en estas áreas. Amén de Aragón y Cataluña, Jaime I resolvió que estos sectores recuperados quedaran separados y autónomos, decisión que generó altercados en los principales núcleos de la misma aristocracia de Aragón. Esto conllevó la tentativa de fundar una territorialización jurídica aragonesa mediante determinados fueros y el surgimiento de un complejo proceso de definición fronteriza entre los reinos98. Asimismo, especialmente bajo el reinado de Sancho VII el Fuerte (1194-1234), aunque con una reducida cantidad de dominios territoriales, Navarra había alcanzado una mayor solidez en su poder. Entre 1134 y 1234 había perdido Álava, Guipúzcoa y La Rioja, si bien poseía el dominio de otros territorios, incluyendo San Juan de Pie del Puerto y Petilla –resultado de su división con Aragón–, al mismo tiempo que sus enfrentamientos con Castilla continuaron99. No obstante, a la muerte de Sancho el Fuerte, reinó en Navarra entre 1234 y 1274 la dinastía francesa de la Casa de Champaña100. Igualmente, respecto de las confrontaciones con el área andalusí, Fernando III recuperó Córdoba hacia 1236 y restauró el obispado en esta ciudad101, reconquistó Jaén en 1246 y Sevilla en 1247102. En consecuencia, su gobierno no sólo implicó la unificación de los reinos cristianos sino también un significativo avance y recobro de los territorios del sur sometidos al islam103.

2. Panorama general de los scriptoria hispánicos entre el siglo XII e inicios del siglo XIII

En el marco de este complejo panorama político-religioso, la miniatura ibérica alcanzó un considerable desarrollo en los scriptoria104 del norte cristiano peninsular durante el siglo XII y la primera mitad del XIII. Por un lado, las letras capitales adquirieron diseños pictóricos cada vez más elaborados ya que el aparato paratextual de los manuscritos comenzó a tener mayor relevancia. Por el otro, las iluminaciones centrales también alcanzaron un gran desarrollo tanto en el dibujo como en las composiciones y en los motivos iconográficos. En ambos casos fue incorporada una mayor cantidad de figuras (humanas –tanto mundanas como sagradas–, zoomorfas, fitomorfas y arquitectónicas) con una mayor interacción entre ellas y el plano de representación. Las superficies, tanto de los personajes como de los fondos, fueron invadidas por una inmensa variedad de entramados visuales (círculos, puntos, líneas curvas y rectas). Éstos, además de complejizar y enriquecer las imágenes con diferentes texturas visuales, cumplieron en algunos casos, funciones destinadas a generar un mayor grado de verosimilitud en las figuras y en otros, desarrollaron fines ornamentales. Igualmente, las técnicas lograron una mayor sofisticación debido a las mejoras en las calidades pigmentarias y en sus preparaciones, así como también a las habilidades conseguidas por los monjes en el trabajo con el oro sobre el pergamino.

Con la enérgica introducción del románico francés hacia el siglo XII, se afianzó la tradición figurativa peninsular, la cual logró una integración gradual con las tendencias artísticas generales105. No obstante, fue durante la primera mitad del siglo XIII cuando floreció el Estilo 1200 y cuando las nuevas invenciones de la miniatura europea comenzaron a fusionarse con los diseños peninsulares. Además, en ese momento se originó un importante quiebre en la producción monástica de manuscritos, pues ésta comenzó a ser sustituida progresivamente por la manufactura de talleres laicos particulares, en concordancia con un creciente proceso de secularización. Este notorio declive que experimenta en torno al año 1220 la miniatura hispánica procedente de los núcleos espirituales monásticos106, fue acompañada de la importante transformación en lo que refiere a sus esferas de confección, demanda, circulación e incluso su temática, vinculada cada vez más a asuntos científicos y seculares107.

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