Desirée de Fez - Reina del grito

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Tengo miedo a caminar sola de noche por la calle. Miedo a no ser aceptada. Miedo a obsesionarme con el amor romántico. Miedo a desactivar los roles tradicionales en mis relaciones sentimentales y familiares. Miedo a desear. Miedo a mi propio cuerpo y al ajeno. Miedo a engordar y envejecer. Miedo a fracasar como madre, y a la presión social por la maternidad. Miedo a la pérdida. Miedo, en general, a no estar a la altura.Tengo mucho miedo. Todo el rato. Pero el cine de terror me ha ayudado desde que era niña: a la vez que alimentaba mis temores y generaba muchos nuevos, me ha brindado un lugar en el que cobijarme, en el que aprender. Ahora que tengo más herramientas para combatirlo soy capaz de enfrentarme a él. De ganar al miedo. «Un visión del horror que duele por su honestidad y emociona por su belleza, que desenmascara aquello que esconde la oscuridad de un cine: que el alma de las películas de terror es inmensa, libre y, sobre todo, femenina.» J.A. Bayona «Un libro lúcido y valiente sobre cómo el cine de terror ayuda a pensar el duelo, la soledad, la violencia sexual, la locura y ese pavor que te sigue, de noche, en la calle oscura.» Mariana Enríquez

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Durante los días que siguieron se me pasó el disgusto y me esforcé en dejar de clamar mis miedos a los cuatro vientos, al menos fuera de horario escolar. Pero no paré de pensar en lo que había sucedido, y eso me llevó a volver a preguntarme en serio cómo convivíamos cada una de nosotras con el miedo y qué herramientas usábamos para combatirlo. Hoy por hoy, aunque pueda sacar mis propias conclusiones, sigo sin saber muy bien cómo lo hacen mi madre y mi hermana. Las veces que he sacado el tema en la sobremesa ha sido un fracaso.

A las tres nos da miedo viajar solas. Cuando llegamos al destino se nos pasa, pero el día antes nos invade una angustia desproporcionada. Da igual si tenemos que hacer un vuelo con tres escalas a Toronto o coger un tren a Albacete, la noche antes es un sinvivir para nosotras. También nos aterra llegar a un hotel a solas de madrugada y que no esté el recepcionista: la posibilidad de que no funcione la llave de la habitación y nadie pueda atendernos nos horroriza. Y tenemos la costumbre de dejar ropa de calle justo al lado de la cama por miedo a que se declare un incendio mientras dormimos y tengamos que salir a la calle corriendo. Mi estrategia siempre es la misma. En esos encuentros familiares, primero recuerdo entre risas, como si fueran las simpáticas anécdotas que en realidad no son, los miedos más tontos y ridículos que tenemos en común, a menudo conectados con la superstición. Después intento tirar de ellos hasta llegar a los más complejos. Pero no hay manera. Mi hermana y mi madre desvían la conversación en cuanto advierten que me pongo más seria de lo normal. No sé si son menos conscientes que yo de ese miedo y mi solemnidad les da pereza, si no quieren hablar del tema o si les aterra dedicarle aún más tiempo. Podría perfectamente darles miedo hablar de sus miedos; para mí tiene todo el sentido. También es probable que, sin darme cuenta, sea yo la primera en recular, como si hubiera propuesto una sesión de güija y, tras convencer a las demás para que participasen, gritara: «¡Esto no va! ¡Esto es un timo!», al notar un movimiento en el tablero.

Yo sigo teniendo miedo todo el tiempo. Y sigo cometiendo el error de decirlo a veces delante de mis hijos. Pero, de alguna manera, aquella anécdota con Nico supuso un punto de inflexión para mí. Dejé de obsesionarme con encontrar el origen de mis miedos para preguntarme cuáles eran exactamente y qué era lo que me ayudaba a gestionarlos, lo que me ayudaba a convivir con ellos. Me ayudan mi familia y mis amigos. Me ayuda la terapia. Pero lo que más me ayuda a manejarlos y, a veces, reducirlos son las películas de terror. Soy incapaz de recordar momentos importantes de mi vida sin que haya una película de terror de fondo o en primer plano. Es probable que ellas hayan contribuido a mi estado permanente de alarma y de pavor, pero tengo más cuestiones que agradecerles que cosas que recriminarles. Supongo que es la razón por la que, en cuanto pude, metí la cabeza en el entorno del cine de terror, un entorno que no tardé en descubrir que era muy masculino (aún más cuando yo empecé) y donde no siempre lo he tenido fácil.

Veo películas de miedo desde que era niña y llevo más de veinte años obsesionada con ellas como crítica, programadora y espectadora. Me han hecho sentir angustia y han alimentado mis temores. Pero también me han dado herramientas para enfrentarme a lo que me aterra. En ellas proyecto mis miedos, muchos de ellos estrictamente femeninos, en busca de alivio y de respuestas. Adoro el cine de terror por mil razones: su libertad, su intensidad, su inclinación a lo inesperado. Pero la principal es esa invitación a observar mis miedos desde fuera e interpretarlos. Eso me ha dado y me da una fuerza increíble. Porque se puede ser miedosa y, a la vez, fuerte.

1

La profecía

EL ORIGEN DEL MIEDO

«No veo películas de miedo porque me dan miedo.» Ésta es una de las cosas que más me dicen cuando explico que escribo sobre cine y estoy especializada en el género de terror. También es mi comentario favorito. Es mi favorito porque es tan ingenuo como razonable. Y porque yo también tengo miedo. Tengo mucho miedo. Tengo miedo todo el rato. Y también caigo a veces en la tentación de esquivarlo en vez de enfrentarme a él. Sé perfectamente lo que es sentir un miedo atroz y paralizador.

Soy muy miedosa y, por paradójico que suene, creo que ése es el motivo por el que amo las películas de terror. Las disfruto porque, aunque su efecto pueda prolongarse, el terror en ellas está controlado, no puede salirse de los márgenes de la pantalla. Y las adoro, sobre todo, porque ver (o creer ver) mis miedos representados en una película y observarlos desde la distancia me permite analizarlos y me ayuda a enfrentarme a ellos. Cuanto más años llevo viendo películas de terror, menos miedo me dan. Hay casos excepcionales, y sí experimento otras cosas, como angustia y ansiedad. Pero miedo, lo que se dice miedo, me cuesta más. Cuanto más conozco los resortes del género, menos efecto tiene sobre mí. Pero no siempre fue así. Y muchos de mis miedos, de los más simples a los más profundos, se los debo a las películas de terror que vi (o intuí) de niña. Por eso no tengo ninguna duda de que el cine de terror me ha dado a la vez parte de mis miedos y las herramientas para combatirlos. Las scream queens , por ejemplo, las actrices que asociamos automáticamente al cine de terror, me han asustado y me han hecho más fuerte al mismo tiempo.

Adoro a las reinas del grito. Mi favorita es Jamie Lee Curtis, pero puedo recitar del tirón hasta cincuenta. Al principio pensaba que era por lo bien que gritan, algo que yo también hago a menudo pero bastante peor. Y porque incluso así, con los ojos apretados y la boca desencajada, están guapas y dignas. Pero, desde que soy freelance en el sector cultural y madre de dos niños, he descubierto la verdadera razón de mi fascinación: las envidio por su capacidad de frenar la acción en medio del caos, hacer que la atención se concentre en ellas y obligar a los culpables de su desesperación o de su miedo a que las escuchen. Es una de las concesiones, muy probablemente involuntarias, que el cine de terror ha hecho con respecto a los personajes femeninos: «Vas a pasarlo mal, pero, si sobrevives, puedes desahogarte». Pagaría para que, cada vez que no puedo abrocharme el botón del pantalón, me da plantón la canguro o pierdo la mañana reclamando el cobro de una factura de veinte euros, todo se detuviera, la cámara me enfocara y pudiera gritarle al mundo mi enfado y mis miedos como si me fuera la vida en ello. Porque me va la vida en ello. Pero lo normal es que nadie —o casi nadie— me haga caso. Ante el apocalipsis físico, doméstico o laboral suelo estar más cerca de Emily Blunt en Un lugar tranquilo (2018), la antirreina del grito, perdida en una película en la que la única manera de sobrevivir es callar y no hacer ruido, que de la protagonista de La noche de Halloween (1978). Aun así, cuando se tuercen las cosas, me alivia pensar en Jamie Lee, Isabelle Adjani y Sissy Spacek, mis tres ángeles de la guarda. Su imagen congelada, gritando sus miedos y preocupaciones con orgullo, hace que los míos se difuminen y pierdan fuerza al menos durante un rato.

No hace mucho, hablando con una amiga sobre las cosas que les dan miedo a nuestros hijos, empecé a pensar en las que me habían aterrorizado a mí de pequeña. Tengo algunas en común con Elliott y Nico, como la cabalgata de los Reyes Magos y la gente muy mal disfrazada, pero me vinieron a la cabeza tres episodios concretos. Uno está conectado con el cine de manera natural. Los otros dos los he relacionado yo a posteriori y quizá de una forma un tanto caprichosa. Empiezo por los últimos. Creo que el origen de mi miedo a los fantasmas —y de mi debilidad por las películas que tratan sobre ellos— está en una conversación que escuché por ser cotilla en la frutería cuando era niña. Una vecina que me llamaba mucho la atención, una mujer de unos sesenta años (o así la recuerdo) que siempre llevaba los labios pintados de rojo, el pelo cardado y las manos llenas de anillos, le explicó a la dependienta que protegía su casa de los malos espíritus con un ambientador Heno de Pravia. Cada vez que veo el final de Insidious (2010), con los fantasmas pintados como puertas, me acuerdo de aquella mujer y se me pone la piel de gallina. Y hace poco caí en la cuenta de que quizá sea también la razón de que en casa siempre tengamos, sin que se sepa muy bien quién lo ha comprado, un espray sin estrenar de esa fragancia.

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