Verónica Foxley - Agonía en Malasia

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Agonía en Malasia: краткое содержание, описание и аннотация

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"En mayo de 2018 una noticia marcó los titulares de los medios: dos jóvenes chilenos que hacían un viaje de aventura turística arriesgaban una condena a morir en la horca por el asesinato de una ciudadana trans en Kuala Lumpur, capital de Malasia. Confinados en una cárcel digna del Expreso de medianoche, vivieron un calvario, mientras desde Chile se movilizaban sus familiares, amigos y autoridades. Parlamentarios y la cancillería intervinieron buscando vías para evitar que fueran al patíbulo.
¿Qué pasó realmente aquella noche en que dieron muerte a una persona? ¿Hubo intención de matar o fue un homicidio culposo como dictaminó la sentencia? ¿Quién era la víctima? ¿Cómo sobrevivieron ese largo tiempo en la cárcel?
¿Por qué deciden escapar y cómo lo consiguen?
Esta acuciosa y documentada investigación periodística explora los secretos de la historia. Desde el inicio, la autora viaja al sitio de los sucesos y recorre lugares claves del crimen, se entrevista con los familiares de la víctima, con presos de la cárcel, policías y con testigos de lo ocurrido, entre otros. Incluso con el verdugo, cuya profesión usual consiste en asegurar que la soga de la horca cumpla su cometido. La indagación nos devela un contexto social y cultural ineludible para comprender lo ocurrido. Así se aproxima magistralmente a la verdad de los hechos y puede construir este relato escalofriante y conmovedor, con la intensidad narrativa de un thriller. En efecto, la sucesión de acontecimientos y su verosimilitud alumbrarían fácilmente una novela o película de corte policial, de no mediar el contenido dramático de los sucesos que los designios del destino impusieron."

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Mientras tanto, un show callejero de música árabe capta la atención de los transeúntes y turistas; y en este aluvión de seres que deambulan hay mujeres transgénero buscando clientes. Una de ellas es Isca. Sus uñas rojas son largas y esculpidas, sus labios color carmesí, y se balancea sobre unos afilados tacos. Frunciendo el ceño y echándose hacia el costado un mechón de su pelo rubio oxidado dice: “Hace tiempo que no vemos a Tasha”. Su nombre es de fantasía, uno más de los apodos bajo los cuales esconden su verdadera identidad las mercaderes del sexo. Cuenta que no sabe qué fue de ella. Pero lo probable es que lo tenga claro —todas lo saben—; no quiere que se hable del tema. De alguna manera el final de Tasha las manchó a todas un poco. La muerte violenta nunca es limpia. Salpica.

Isca asegura que Tasha tenía un cliente muy rico que solía quedarse en un hotel ubicado a solo cuatrocientos metros del Star Town Inn, el de los chilenos, el de esa noche, el de su último aliento.

“Ella era como portada de la revista Vogue , ¡como una modelo!... Debe haber sido una de las transgénero más lindas de Malasia. Por eso cuando se iba a su pueblo los clientes no paraban de preguntar por ella”, agrega Jipum, también prostituta transgénero de veintisiete años que trabaja en Kuala Lumpur hace cinco.

A Tasha le iba bien y era directa. Si los eventuales clientes no aceptaban el precio que ella solicitaba o intentaban regatear se hacía la sorda, se encajaba los audífonos de su teléfono en los oídos y se ponía a bailar.

Minutos después volvía a la carga.

Massage , massage ... ¿quieres un masaje?

En una mala noche podía ganar 300 ringgits, unos 75 dólares, por atender a un solo cliente por un servicio completo. Si llegaba a las tres prestaciones se retiraba a dormir hasta el día siguiente con 200 dólares en la cartera, casi el mismo valor del sueldo mínimo de Malasia, que bordea los 250 dólares.

Pero la mala noche iba dejando cicatrices. Por eso, y a medida que pasaba el tiempo, su familia y también Jack veían cómo Tasha se iba deteriorando. Notaban que sus estados de ánimo eran cambiantes, incluso leían con angustia los mensajes que a veces publicaba en su Facebook y en los que decía sentirse sola.

Jack y la hermana de Tasha llevaban años intentando infructuosamente sacarla de Kuala Lumpur, donde pasaban tantas cosas secretas y extrañas, pero que ella evitaba contar. Por ello, en marzo del 2017, cuando lograron que les prometiera que volvería a la casa, que dejaría Kuala Lumpur pronto y que volvería al hogar en el próximo ramadán, respiraron aliviados no sin antes advertirle que si no lo cumplía la irían a buscar.

Habían pasado tres meses desde aquella promesa y el ramadán iba en su décimo día. Tasha no aparecía y la rabia de sus cercanos iba en aumento. Para Siti Juhar, mujer muy religiosa que además había estudiado el Corán como pocas en el pueblo, la ausencia de su hijo era una falta grave.

Entonces buscó a la única persona que podía ayudarla: Jack, quien en ese momento le secaba el pelo a un cliente en su pequeño salón.

—Jack, Tasha no me atiende. Hace días que no lo hace. Por favor insístele.

—No se preocupe. Lo haré.

Lo hizo.

“Hey, Tasha, tu mamá te está llamando para que vuelvas. ¡Estamos en ramadán! ¿Por qué no le respondes? Le diste tu palabra. Dijiste que volverías”, le escribió en un mensaje de texto.

“No quiero. Acá estoy bien con mi novio”, le contestó también por mensaje.

“¡Basta ya, Tasha! Toma el teléfono y atiéndeme. Tu mamá se va a morir si sigues haciendo esto”.

Asustada, Tasha discó el número de su amigo y, tras unos minutos de recriminación por parte de este, le prometió que volvería al día siguiente.

Pero Tasha mintió otra vez y no apareció. Entonces el hombre se fue a la estación de buses, tomó el bus rojo, que iba por la moderna autopista rodeada de plantaciones de palma y caucho y que tres horas después lo dejó en la estación de la capital. Desde allí la llamó.

—¡¡¡Abang Jack!!! —le dijo Tasha al otro lado de la línea en un tono jocoso.

—Sí, soy yo —respondió Jack enojado.

—¿Dónde estás?

—Acá, en Kuala Lumpur, en la terminal de buses. Te vienes conmigo para empezar el ramadán. Dame ya mismo la dirección del hotel donde estás.

—Hotel View Inn, en Bukit Bintang. ¿Sabes cómo llegar?

—No —dijo Jack.

—Explícale al taxista que tiene que dejarte en 81 Jalan Salor. Por fuera es un edifico de seis pisos de color azul.

—Voy ya —dijo enfadado.

Al llegar a la entrada, Jack tomó nuevamente el teléfono y la llamó.

La recepción era sucia y oscura, y se ubicaba a solo tres cuadras de la glorieta donde Fernando dijo después que dos trans lo habían empezado a seguir la madrugada del 4 de agosto.

A su amiga se le veía más delgada que de costumbre, demacrada pero sobre todo débil. El peluquero subió a la habitación por las escaleras —ya que no había ascensor— y entró a la pequeña pieza de paredes blancas, rajadas por filtraciones de agua, con una cama doble y baño mínimos. Era un lugar sin vida, sin luz natural, sin un solo objeto decorativo que al menos le hiciera compañía. Los cuartos vecinos eran exactamente iguales y también solían usarse como “alojamiento por horas”. Entonces Jack, con el semblante muy serio, sacó sus cosas del hotel, una maleta grande, y bajó las escaleras. Al llegar a la recepción el encargado le recordó a Tasha —a través de una rejilla de metal que le servía de protección— que le debía dinero.

Entonces Jack sacó de su billetera los ringgits adeudados y pagó. Luego tomó a su amiga de la mano, la llevó a la estación y la subió al bus con él. Tasha no paraba de transpirar. Se sentía fatal.

Al llegar a Temerloh, tres horas más tarde, la dejó en su casa. Siti Juhar la abrazó y al tocarla supo que algo andaba mal. Tasha tenía 39 grados de fiebre y no quería comer. Pero al menos estaba con su mamá, en su hogar, en su cuarto de paredes turquesa y en su pequeña cama de respaldo de fierro. Al costado derecho de su marquesa había un gran espejo, el mismo en el cual se miraba cuando se esparcía cremas y se maquillaba para salir, y que ahora le devolvía una imagen cadavérica. Así estuvo durante una semana, sin moverse por el malestar.

Jack le mandaba mensajes para saber cómo seguía, pero su amiga no respondía.

Cuando ya se había recuperado, lo llamó.

—Lista, estoy como nueva, vengan a buscarme —le dijo al teléfono.

Jack, un hombre alegre, extrovertido, de estatura mediana y sonrisa amplia, en compañía de Mike, su socio en la peluquería, pasaron a recogerla en su camioneta gris.

Ni bien entró al salón de belleza, su ánimo mejoró. Ya estaba en el pueblo con sus amigos, se sentía más segura, pero ciertamente no más feliz.

Ubicada frente a una pequeña plaza en Temerloh, el lugar era muy concurrido por los amigos. Los clientes no solo llegaban a cortarse o teñirse el pelo, sino también a hacerse tratamientos faciales. Tasha secaba el pelo de los clientes pero ciertamente lo que más le gustaba era jugar a ser modelo. Cuando su amigo la peinaba, la maquillaba o le diseñaba nuevos looks, Tasha no despegaba la vista del espejo y cuidaba cada ínfimo detalle de su rostro. Había risas y también música, ese calor que solo se siente con los buenos amigos, pero secretamente sentía ganas de volver a Kuala Lumpur. Muy en sus adentros, y aunque lo negara, sabía que su problema con las drogas era mucho mayor de lo que se animaba a reconocer.

Entre ruidosos secadores de pelo, Jack le recordaba que estaban en ramadán y que era un buen período para purificarse y rezar.

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