Bruno Nero - Espejo para ciegos

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Buenos Aires. El último capricho de una anciana es volver a su ciudad natal para visitar la librería más bella del mundo, otrora un espléndido teatro para medio millar de personas. Su inesperada decisión la sumerge en vívidos recuerdos. ¿Qué fue lo que realmente sucedió en una obra teatral que presenció ahí mismo hace tantísimos años? ¿Qué ocurre si la decisión más importante de su vida estuvo basada en un engaño?
Inmersa en un mundo de máscaras, disfraces y amoríos, con la ayuda de su lazarillo logrará conocer la verdad antes de que sea demasiado tarde.

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—Ya entiendo, Poli. Entiendo, pero incluso así nos ganaremos nuestro sueldo respetando las formalidades y representando nuestras líneas.

—Líneas las cuales no has leído por completo, según he oído. ¿Me podrías decir cómo termina todo esto? —Colombina retiró el rostro y calló—. ¿Te importa mucho tu trabajo? Porque ahí confundes una obligación con lo que para otros es arte, y así nos vamos, luchando incluso en la cama y en el sueño de otros, colándonos con zapatos de hierro en el ulular de la victoria, rindiéndonos a la mejor oferta, ¿no es así?

—Lo único que quería decir, es que algunos debemos llenar la olla para comer.

—Pero no usted, señorita Colombina. No usted, y le digo por qué no: porque su faz es tersa y disfruta del sol en verano, acaso en otoño y primavera también, porque nunca pregunta “cómo está”, sino que se retuerce en el “cómo es”, porque después de esto se irá a un hotel, porque desea el fogonazo de la cámara y goza con la pupila dilatada tanto como con una droga, porque…

—Oh, cállate. Me hartas con tus eternos listados.

—Pero es verdad, ¿no es así?

Matasanos:

—Después de esta escena, Pantaleón sale y nada de raro que p-pasee por aquí. Arlequín, Polichinela y tú entráis, c-cre-cre… pienso que para encargarles los ingredientes de la pócima que salvarán tu mal de amor.

—Justamente —concordó Flavio.

—Quedo yo, y puede ser que Colombina t-termine siendo útil.

En aquel preciso instante, la actriz pasaba sollozando a espaldas del doctor Matasanos. Se les unió Polichinela, silbando una melodía canaria.

—¿Qué le has dicho a la pobre?

—La verdad, nada más; la pura y santa verdad. Ha sido demasiado para ella, la muy ingenua.

Flavio rindió los brazos, pero sin deshinchar el pecho:

—Así pues, queda en tus manos, doc . Confío en que podamos pasar las restantes escenas con algo de calor en los labios y un poco de ligereza en el corazón, ¿eh?

—Suena a los efectos de la panacea —pensó Polichinela en voz alta.

—Es un tipo de, amigo mío —aseveró Flavio—. No vengas a hablar con sentido común, que una máscara te basta y sobra por lo fea que es.

—Pero si yo no…

—Te conozco. Si ya has hecho llorar a nuestra única aliada, es que andas con sed de más como yo ando con sed, lisa y llanamente. ¿Dónde está el diablo de Arlequín?

—Ya vengo, ya vengo —exclamó este, que entraba precisamente entonces en escena, saltando por encima de las vestimentas que todavía estaban repartidas por el suelo.

Leticia notó que llevaba la camisa de figuras geométricas intacta, como si nunca se la hubiese rajado a la altura del pecho. Intentó ver a través de la negrura que cerraba la salida izquierda. ¿Podría ser, en aquella obra de supuestos, que Arlequín no debiese haber roto el peto? El detalle la llenó de desazón, pues quería explicaciones para todo.

El último alcance de su mirada descubrió algo no menos inusual. Es más, algo completamente fuera de lugar. ¿Tenía algún sentido lo que vio? Se giró para revisar las butacas, particularmente las de los Bonpiani, pero Pinélides le aguijoneó con un codo.

—Quédate tranquila, por favor.

Enfurruñada, Leticia prestó atención a los cuatro personajes.

Flavio:

—Oigo que ya vienen. Andando, payaso. Haz sonar tu campanilla.

Acto seguido, Arlequín Bergamasco, Napolio “Polichinela” Chielli y Flavio Espósito desaparecían por la derecha del escenario para llevar a cabo la escena en donde los dos primeros aceptan ir en busca de los ingredientes para la pócima que curará el mal de amor de Flavio, dejando a Bolonio Matasanos preguntándose qué habría sido de Colombina Richiolina Esmeraldina di Montecastania. Jugando así era fácil aprenderse un nombre, por más que no le correspondiese mencionarlo en escena.

CAPÍTULO 5En donde se pacta una alianza

La señora se ha tragado la sopa de cebolla a duras penas, cosa curiosa pues siempre gusta de la buena mesa. Luego quiso probar algo de carne, solo para salir del empacho, por lo que Julia cortó unos minúsculos pedazos de su porción, la cual supo a gloria y a salada efervescencia.

Durante el almuerzo, la asistente se abstuvo de hacer comentarios tanto acerca de Adolfo Maretto como de la presencia del pianista. En el caso del primero, podía tratarse de una mera coincidencia y no de un espionaje concertado. En el caso del segundo, acaso fuesen imaginaciones de su señora que ya pasarían. Sea como sea, ha preferido no reincidir en lo que es motivo de exaltación.

Han vuelto al interior de la librería. El cortísimo trayecto por la vereda avisa que habrá una tormenta, porque el viento sopla furioso y de ciertas nubes cae un precario rocío.

«Aquí es primavera», se recuerda Julia, fascinada por la oposición que presenta este hemisferio sur al que viene por vez primera.

Con la isla de sillones y la mesita han tenido mala fortuna, pues las tres están ocupadas. Parece lógico en un día como este, cerrado y nuboso. Sin embargo, podría dejar a la señora en su silla de ruedas conciliando la siesta y ella podría dar acaso algunas vueltas. Tiene pensado visitar las plantas superiores para descubrir lo que contienen.

—Aquí está agradable —dice su señora haciendo alusión a la atmósfera.

—También lo creo así.

—Oigo más murmullos. ¿Es que hay más visitantes?

—A ojos vistas diría que sí, un buen tanto más. Nuestro rincón está ocupado.

—Intrusos —acota rápidamente con un tono mezcla de sarcasmo y altanería única en ella, reforzando su parodia de reina en su trono de rayos.

—¿Dónde quiere que la deje? En el escenario no, está claro.

—No, por ningún motivo. Déjame donde haya poca gente.

Aquello puede sonar sencillo, pero corresponde a un gran problema en los estrechos pasillos del Grand Splendid, colmados de estantes y pilas de libros. De buenas a primeras, el vestíbulo no es el lugar apropiado debido a la cantidad de gente que va y viene y espera en uno de los dos mostradores para pagar.

Ahora bien, amén de la isla usurpada por otros cómodos lectores que no dan muestras de moverse, el escenario sería el espacio ideal para hallar quietud y sosiego de los murmullos. Julia piensa con repentina crueldad en la guardería infantil que está abajo, deshaciéndose del pensamiento inmediatamente.

En eso, descubre un espacio en el cual antes no ha reparado. Se trata de un palco en la planta baja que está próximo al cortinaje del escenario. Eso sí, debe ser un espacio privado, pues se ve que está aislado. ¡Pero no! Ve a un señor encamisado leyendo tranquilamente al resguardo de miradas y paseantes. En efecto, el aislamiento del espacio es producto del arco frontal, pero por el costado está abierto.

Rueda la silla con un repentino impulso en aquella dirección.

—¿Me llevas al muro?

—Casi, doña Leti, porque hay un palco que han dejado como espacio de lectura.

—Excelente.

Nota la felicidad en la voz de su señora. Nunca reconocerá que está agradecida del detalle, pero Julia sabe ya por experiencia que la señora necesita digerir sus alimentos como si fuera con el peso de los párpados, como si requiriese una energía consciente para ocuparse de absorber los minerales y nutrientes, clasificando y disponiendo cada uno en su respectivo compartimento.

Han pedido permiso —y ayuda— a un guardia para acomodar a la señora. El lector se ha mostrado amable y encantado de la visita, o ha sabido actuar el desenfado.

—¿Queda bien aquí?

—De maravilla, niña. Ve a por tu café que sé querrás beber.

—Espero volver con su libro.

—Eso espero yo también. ¡Para eso hemos venido!

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