A mediados de los años noventa, el investigador privado, Helmud Krausse, se involucra en un caso de complejas aristas: la búsqueda de Marcela López, una joven desaparecida en 1977 durante la dictadura militar en un pequeño país al sur del continente latinoamericano. Durante la investigación, y tras entrevistarse con diferentes personas implicadas en los hechos acaecidos en torno a su desaparición, descubre las diferentes caras del fascismo, tanto de índole militar como social. Un recorrido que lo hace enfrentarse también con sus orígenes y el recuerdo de su padre, un soldado alemán que combatió contra su país durante la Segunda Guerra Mundial.
La dama vestía de azul es una reflexiva novela de ficción política con los mejores ingredientes del género policiaco.
La dama vestía de azul
La dama vestía de azul
© 2020, Arturo Castellá
© 2020, La Equilibrista
info@laequilibrista.es
www.laequilibrista.es
ISBN edición ebook: 978-84-18212-43-7
ISBN edición papel: 978-84-18212-42-0
Primera edición: 2020
Diseño y maquetación: La Equilibrista
Queda prohibida la reproducción total o parcial de cualquier parte de este libro, incluido el diseño de cubierta, así como su almacenamiento, transmisión o tratamiento por ningún medio sea electrónico, mecánico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin el permiso previo por escrito de: NOCTIVORA, S.L.
Primera parte Primera parte
Segunda parte
El autor
—¿Por qué un hombre como usted
derrocha su vida haciendo el trabajo que hace?
¿Gana mucho dinero?
—El dinero suficiente como para vivir.
Pero no lo hago por dinero, sino porque quiero hacerlo.
Lew Archer
El Caso Galton-Ross Macdonald
Primera parte
Con las manos en los bolsillos, Helmud miraba la calle a través de la pequeña ventana que daba a Juncal. La niebla invernal de media mañana permanecía densa y parecía no diluirse nunca. Apenas se hacían visibles algunos pocos edificios asomando sus grises moles por detrás de las azoteas. El año 96 no estaba siendo bueno. El trabajo mermaba en forma alarmante y la competencia de empresas con grandes capitales y sofisticada tecnología lo apretaban contra las cuerdas. Solo un par de típicos casos de parejas desencontradas, más allá del esfuerzo y de la magra paga, habían servido para arrimar al presupuesto mensual. De todos modos, debía el alquiler y no quería recordar cuánto hacía que no aportaba un peso a Impositiva ni al Banco de Previsión. Se dio media vuelta y observó la puerta del pequeño cuchitril. Hilda no había llegado; tampoco la esperaba, le pedía tantos préstamos personales que lo mejor, para ella, era no ir a trabajar, al menos no perdería dinero.
Se acercó a su mesa de trabajo y desparramándose en la silla puso las piernas sobre el escritorio atestado de papeles. Cerró los ojos y con las manos en la nuca se quedó quieto un buen rato, tratando de no pensar en nada. Era un ejercicio difícil porque no se llega a la nada sin tener que eliminar previamente las miles de imágenes que se apiñan en el cerebro. Pero tenía un método que nunca fallaba: fijaba la atención en un punto negro que luego agrandaba hasta convertirlo en un gran círculo que se iba comiendo todas las imágenes, todos los colores, todos los recuerdos, que desaparecían ante la negra ofensiva geométrica.
Un fuerte calambre en la pierna derecha lo hizo volver al mísero mundo. No era un hombre joven. Tampoco exactamente viejo. « N’il messo del camino de nostra vita me he perdido en la selva oscura… », balbuceó en cocoliche, con burla y algo de tristeza, recomponiendo su cuerpo nuevamente y bajando las piernas del escritorio. Leyó rápidamente la correspondencia consistente en estados de cuentas, facturas vencidas y folletos de propaganda invitándolo al maravilloso mundo del consumo. Con fastidio, al mejor estilo de Jordan, fue tirando uno a uno los papeles al basurero y no se rindió hasta llenarlo de modernos electrodomésticos, computadoras de última generación y magníficos autos cero kilómetros. Observó los papeles arrugados y las torneadas piernas de una modelo promoviendo idílicos programas para adelgazar y conservar la eterna juventud; viajes exóticos donde los leones te lamen la mano y las batucadas folclóricas te danzan el baile del ombligo a la luz de una luna que ni siquiera Gaugin pudo imaginar… Un mundo perfecto, sincronizado y a entera disposición en cómodas cuotas mensuales. Helmud hacía años que estaba alejado del american way of life y, a ciencia cierta, ignoraba el porqué de esa actitud ajena al consumismo, ya que nunca había elaborado al respecto ningún pensamiento crítico que justificara ese comportamiento. Su vida, simplemente, tomó otros carriles y, cuando quiso darse cuenta, había sido absorbido por necesidades distintas al propuesto por el circo americano. Entregado a un trabajo poco común, sus tiempos no coincidieron con ese mundo aparentemente tan maravilloso.
Con la paciencia cultivada por quien no tiene apuro, armó el primer tabaco del día. Fumaba Peruano, y armar el cigarro con sus propias manos le producía un extraño placer. Gozaba de todo el proceso, desde que arrancaba la frágil hojilla amarilla y la alisaba suavemente entre sus dedos, hasta el momento en que pasaba su lengua por el borde del papel y escupía luego los pedazos del tabaco sobrante. Exhalar la primera bocanada de humo, de alguna manera lo conectaba con la vida, todo está en orden, todo está en su lugar, todo está bien…
—¿El señor Krausse?
No se percató de la presencia de la mujer que, parada frente a su escritorio, lo llamaba por ese molesto apellido alemán con el que había cargado durante toda su vida.
—El mismo… —murmuró.
Se levantó de golpe y le extendió la mano. La mujer le ofreció la suya con tanta timidez que la sintió floja, débil, nada franca, por cierto. Apagó el pucho hediondo y, solícito, corrió la silla de Hilda y se la ofreció con cierta galantería. La mujer se sentó con modosidad acomodando prolijamente la cartera sobre sus rodillas, que las mantuvo bien apretadas y apenas visibles bajo la pollera del conjunto Chanel.
Se quedaron mirando en silencio hasta que Helmud tomó la iniciativa.
—¿Qué puedo hacer por usted, señora…?
—Noemí López de Zanjahonda, pero dígame solo Noemí.
—Bien —expresó escuetamente Helmud, aplicando toda su energía al riguroso análisis visual de primera instancia: Alrededor de cincuenta años, increíblemente conservada, bonita, cabellos cortos y negros, ojos verdes muy grandes, ropa fina, anillo, pulseras y colgantes con buen porcentaje de oro…
La mujer esbozó una sonrisa y nerviosamente replicó:
—Fumar no le hace bien.
Helmud no profirió ningún comentario al respecto, pese a que le molestaba profundamente ese tipo de aserto intelectual sobre los efectos nocivos del tabaco.
Se observaron nuevamente sin decir nada. La austera oficina no era un lugar propicio para rodeos en la charla. Dos escritorios con sus respectivas sillas, un pesado mueble metálico, un gastado sillón que en ocasiones servía también como cama, una mesa ratona y un biombo de madera que ocultaba la puerta del baño y la pequeña cocina… era todo.
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