Santiago Roncagliolo - Diario de la pandemia

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Entre el 28 de marzo -días después de que la OMS declarara al nuevo coronavirus y al covid-19 (la enfermedad derivada de aquél) como una pandemia- y el 30 de junio de 2020, la Revista de la Universidad de México convocó a más de 100 escritoras y escritores, de entre los más relevantes de la actualidad, a relatar sus experiencias en medio de un contexto mundial inédito, marcado por el temor y la zozobra, pero también por la esperanza y la empatía. El resultado es un testimonio polifónico que, desde diversos puntos del orbe, da cuenta del día a día en medio del aislamiento, la incertidumbre y el dolor.

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Mañana volverá a ocurrir lo que ya ocurrió hoy. Las cosas suceden cuando las aceptamos, y las aceptamos o nos las aceptamos cuando nos conciernen. Aceptaremos que nuestras libertades personales valen sólo en la medida de lo que valen las de nuestra comunidad. Que en cualquier escala de tamaño: ser humano, condominio, barrio, ciudad, país, mundo, el valor de las libertades individuales debe ser equivalente al de la comunidad.

Pienso en los fractales. Figuras geométricas que se caracterizan por la repetición al infinito de un mismo motivo en escalas cada vez más pequeñas. Un fractal es un conjunto que goza de la propiedad de la autosemejanza, es decir la unión de una cierta cantidad de partes que, al ampliarlas en un factor determinado, reproducen todo y pronto generan un grupo de copias de sí mismas a diferentes escalas. Los fractales tienen una estructura fina que revela sus detalles con cada amplificación, de modo tal que no es posible definir en forma clara y absoluta los límites y el interior. El interior de nuestros errores es un fractal. Desde el salmón que me como y mis ganas de probar a Batman hasta la hiperproducción. Si el interior de los errores humanos y de los sentimientos humanos es fractal, ¿podría serlo también el de nuestra libertad? Y si lo es el de nuestra libertad, ¿podría serlo también el de nuestra economía?

Así, ¿comprenderemos que tenemos la oportunidad, la necesidad de aplanar las desigualdades económicas entre persona y persona, entre región del mundo y región del mundo?

Yo mientras me quedo con Butman, el superhéroe de las adversativas, y también, tal vez, de las alternativas.

Traducción del italiano: Renata Parés

Viruses, marzo 31

Martín Caparrós

Campiña madrileña, 5 de abril— Nevó.

Esta mañana al levantarme veo las copas blancas de los árboles: en mi sierra ayer noche nevó, y es primavera. Esta mañana al levantarme las copas blancas de los árboles me regalaron ese placer idiota que la nieve te trae: volverte nene, disfrutar de algo que te da igual. Nadie, (digo nadie porque quiero decir nadie) podía prever que nevaría pero anoche nevó. Ahora ya nadie puede prever. Es primavera.

Prever es lo que hacemos. Prever nos hace humanos. Prever es lo que nos deshace.

Ahora no sabemos. De verdad no sabemos. Siempre decimos que sabemos que no sabemos pero creeemos que sabemos. Ahora no sabemos. Es vertiginoso no saber. El vértigo es mirar y prever y cerrar fuerte los ojos ante eso que prevés: cerrar los ojos.

Pero ahora ni siquiera: no sabemos. Está la nieve y está, faltaba más, el miedo.

Los ojos bien cerrados, bien cerrados.

Ahora no sabemos. El futuro se fue. Quedan el miedo, la nieve, la certeza de que ya no sabemos. En la vida aquella que teníamos teníamos la osadía de prever. Sabemos que pueden pasar cosas, que aquello que prevemos puede no suceder. Que puede haber fallos, suspensiones, infartos, un olvido pero somos buenos para olvidarlo, buenos para creer que haremos eso que prevemos: somos buenos.

Para cerrar los ojos.

La nieve es como un bálsamo que cambia los colores. Nada más cambia los colores: cambiarlos es la prerrogativa de la nieve. Cambiarlos: demostrar que no son siempre lo que son, que ya eran otros.

Hay nieve: es decir que nevó. Ahora no prevemos. Estamos encerrados, sabemos –casi con certeza– donde estaremos, sabemos –casi con certeza– qué haremos mañana y pasado mañana como nunca supimos –casi con certeza y en el casi se esconde todo el miedo–, sabemos lo que haremos porque no podemos hacer nada: cuando más claro está lo que haremos día a día más oscuro está qué haremos cuándo, más adelante, cuando todo vuelva si es que vuelve. Porque ahora vivimos en el presente pleno como nunca sin futuro, sin prever, pendientes de un animal desconocido –que somos y la nieve.

El presente por fin nos atrapó. Nos atrapó el presente, y atrapar es un verbo que suena.

Prever en cambio es un deporte: puro esfuerzo que sólo sirve para gritar los goles que sólo sirven para gritar los goles. Prever es un deporte suspendido. Hay nieve o sea que ahora sabemos (dolorosamente lo sabemos, Sócrates es un huevón, con la filosofía poco se goza) que no sabemos nada.

Y hoy mañana pasado mañana deberán ser, deberían ser iguales, casi iguales.

Que todo pasa cuando quiere como quiere, que todo pasa, que no sabemos nada. Lo hemos dicho veces, tantas veces y recién ahora sabemos que no sabemos nada. Que todo puede no ser lo que había sido, lo que era. Prever es un deporte de interiores.

Afuera, allá lejos, afuera las copas blancas de los árboles. Nada, casi nada. Nieva allá lejos, nieva como todo: afuera.

La plaga número 11

Gina Zabludovsky Kuper

México, 6 de abril— En un intento por negar la realidad abordamos una nave que ilusamente nos promete cumplir con las reglas para que nuestro viaje sea seguro. Bien sabemos que, ahora, todos los trayectos son inciertos. Tanto las embarcaciones marítimas como las terrestres y las aéreas son portadoras del virus mortal.

Es de noche y observamos las constelaciones. Desearíamos confiar en los astros. Extenderles una plegaria como si fueran dioses, pensar que no sólo tienen aptitudes para iluminar el cielo sino también para cambiar nuestro mundo.

Quisiéramos creer que tenemos una funda neumática que nos permite avanzar rápidamente a otros planetas, pero bien sabemos que nos resulta imposible. Las únicas fundas que usamos son las que cubren la mitad inferior del rostro para tratar de protegernos. La Tierra está infectada y la posibilidad de huir a otros mundos es sólo una quimera.

El corazón nos golpea el pecho. Imposible cambiar nuestro rumbo. Sabemos que se aproxima una lluvia tóxica interminable que caerá sobre nosotros. Los caminos de partida están todos cancelados. Sólo hay rutas de regreso al país de residencia. El retorno es una odisea con amenazas mucho mayores que las sorteadas por Ulises. A diferencia de las sirenas, el nuevo enemigo es silencioso y no basta taparse los oídos para evitar ser atrapados.

En la actualidad las únicas naves que operan con eficiencia son las virtuales, de las que cada vez nos hacemos más dependientes. Aunque también son atacadas por los virus que habitan en sus propios sistemas, éstos todavía no alcanzan a introducirse en nuestras mucosas por lo que resultan menos letales.

Es la época de distopías y no de viajes fantásticos. Somos habitantes del cosmos de El último hombre, de Mary Shelley, de La peste, de Albert Camus, de Ensayo sobre la ceguera, de José Saramago y de los universos literarios de Margaret Atwood. Por profético que haya sido el genial Julio Verne, ahora cuestionamos si será nuevamente posible que alguien se transporte De la Tierra a la Luna y menos aún si sea posible dar La vuelta al mundo en 80 días.

Simbad el marino ya no puede emprender aventuras ni confundir islas con ballenas. Tiene que quedarse en Bagdad donde los grandes lujos ya no representan nada y el harén está lleno de mujeres y de eunucos contagiados. Tampoco Aladino puede volar; a su alfombra se le acabó la magia y permanece aferrada a la tierra.

El Principito no entiende por qué los dibujos del nuevo enemigo se parecen tanto a los que él hizo de su mundo, y lamenta que para mostrar los peligros actuales los seres humanos sigan aferrados a los números y a las frías estadísticas. Caperucita Roja está muy triste porque tiene prohibido visitar a su abuela y, enclaustrada, se da cuenta que todos los caminos están repletos de minúsculos bichos invisibles que son mucho más peligrosos que un lobo. El pobre de Peter Pan llora sin cesar. Está frustrado por no poder visitar el país de Nunca Jamás. Cuando ejercita sus dotes diariamente, cuando se eleva sobre las camas del cuarto de los niños, se suele golpear con el techo por lo que hoy sufre de varias heridas en la cabeza.

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