La reconstrucción del proceso que, a lo largo de todo un siglo, multiplicó y difundió la imagen de Benito Juárez ha sido para mí una tarea fascinante y a la vez desafiante, que me obligó a reconocer las contradicciones que involucra la configuración de su imagen granítica, más o menos estandarizada, en contextos muy diversos de acción política y de conformación de identidades colectivas. La ruta que elegí para identificar los sensibles cambios pero también la incontestable vigencia de este personaje en nuestra cultura política fue el análisis retórico de sus múltiples expresiones a lo largo del tiempo, el estudio de las imágenes del héroe a la luz de su capacidad evocativa pero también en función de su eficacia persuasiva en el ámbito del discurso y la opinión públicos. Esta labor, que hoy juzgo titánica y sólo parcialmente lograda en estas páginas, debe sus aciertos a la existencia de un grueso caudal de obras cuyo estudio minucioso me ha revelado distintos mecanismos para analizar el discurso (visual y textual) asociado con el nombre de Juárez y sus cualidades heroicas. El análisis iconográfico de la imagen del político oaxaqueño, por ejemplo, se ha encargado de demostrar que, aun si
los rasgos del personaje sufren variaciones importantes: hay Benitos gordos, flacos, cachetones, enjutos, cabezones, jíbaros, narigones y chatos[,] los mexicanos hemos interiorizado al personaje al punto de que siempre lo reconocemos de primera intención y casi siempre lo vemos idéntico. La imagen de Benito Juárez que se ha grabado en la memoria de varias generaciones de mexicanos es la del indio inmutable, el héroe de la Reforma, el salvador de la nación, el estadista de carácter férreo. 15
A la luz de consideraciones como ésta, el análisis de las variaciones en la imagen de Juárez es tan importante como la identificación de sus cualidades aparentemente inmutables que, al día de hoy, concibo como resultado de un proceso de articulación de consensos que son, a un tiempo, políticos y estéticos. Las transformaciones que lo largo de todo un siglo sufrió la figura del Benemérito, lejos de restarle vitalidad a la veneración de la que fue objeto inmediatamente después de su muerte, amplificaron su función de legitimación simbólica en contextos por completo ajenos a la lucha reformista y republicana. Frente a la consolidación del culto al héroe, se impone la pregunta sobre las razones de su vigencia a pesar de los sensibles cambios que atravesó la cultura política mexicana durante el siglo XX. La respuesta que este libro ofrece a dicha interrogante involucra la coincidencia de tres ejes: la explicación de la génesis histórica de ese proceso; el análisis de la eficacia (retórica) del héroe como un dispositivo de simbolización de aspiraciones y valores compartidos, y por último las implicaciones políticas y estéticas de las expresiones más significativas de este culto.
Los tres capítulos que integran el presente estudio se corresponden con estos tres ejes de reflexión y constituyen perspectivas distintas pero vinculadas sobre la construcción de la imagen heroica de nuestro personaje entre 1872 y 1976. El primero de ellos es esencialmente histórico e involucra la reconstrucción de la génesis del culto juarista a partir de sus manifestaciones más emblemáticas. Como señalé ya, salvo por el clásico estudio de Weeks, no hay mayores intentos por ofrecer una interpretación de conjunto sobre el problema y, menos aún, una perspectiva de análisis que logre contextualizar las muy distintas expresiones del culto al héroe sin difuminar sus rasgos específicos. Lo que busco, en suma, no es entender el periodo en función del culto al héroe, sino la naturaleza de sus expresiones como componentes de un proceso específico. Esto equivale a otorgarle al mito de Juárez una historicidad propia que, si bien se relaciona con otros fenómenos políticos, sociales o artísticos, merece una periodización acorde con su lógica interna y con sus momentos de transformación. En el capítulo 1, “La imagen del héroe: su trayectoria”, he intentado mostrar la secuencia de estos cambios y también sus cualidades en función de tres etapas relativamente diferenciadas, que se corresponden con tres formas distintas de caracterizar simbólicamente la trascendencia del héroe oaxaqueño. La primera de ellas se inicia en el momento mismo de su muerte. Como han señalado distintos autores, en julio de 1872 surge la necesidad de articular un culto a su memoria que, a lo largo de las siguientes dos décadas, opera casi exclusivamente en torno a los homenajes luctuosos. Es en este contexto donde se crea la imagen del héroe civil e inmaculado cuya presencia parecía añorarse ante la incertidumbre política de aquellos años.
A partir de 1891, el culto funerario, más o menos fragmentario y teñido de una ritualidad esencialmente luctuosa, se transforma de manera considerable. La fecha es emblemática y sobre todo útil para señalar el cambio de rumbo, porque fue en ese año cuando por primera vez el homenaje abandonó su naturaleza funeraria en pos de una genuina celebración: la del natalicio del ex presidente. La primera manifestación emergida en este contexto es la estatua del Juárez sedente de Miguel Noreña. A partir de este momento, el culto al héroe recibe una decidida influencia y también una ordenación más sistemática desde el oficialismo, que fue capaz de aprovecharse de él y promover su transformación en un culto de alcance nacional. A raíz del estallido revolucionario, la trayectoria de la imagen heroica de Juárez se ramifica en caminos distintos, nutriéndose de expresiones ideológicas muy diversas que dieron como resultado una verdadera reconfiguración de sus atributos. Durante el porfiriato se construyó discursivamente la noción de “indio sublime” para caracterizar la imagen del héroe, pero no fue sino hasta bien entrado el siglo XX cuando esa noción adquirió formas de representación claramente definidas. La retórica posrevolucionaria y las nuevas corrientes artísticas mexicanas convirtieron a Benito en un luchador social, símbolo de la raza oprimida o del mestizaje. La consolidación de una cultura de masas, por su parte, incidió notablemente en la transformación de su imagen, que por medio del cine y la televisión adquirió muchas de las cualidades que resultan más habituales en la actualidad.
No sobra señalar que la sucesión de estas tres etapas está lejos de interpretarse como un proceso mecánico causal. El desarrollo del fenómeno es complejo precisamente porque los atributos que resultan dominantes en un determinado periodo no por fuerza desaparecen en el siguiente. De igual modo, sostengo que algunas de sus cualidades emblemáticas, especialmente notorias en un contexto determinado, en realidad se construyen a lo largo de varias etapas. Lo que he querido señalar, en todo caso, es la conformación de tres ejes nodales en la representación del héroe: lo civil, lo indígena y lo popular, temáticas diferenciadas gracias al análisis pero vinculadas a lo largo de todo el proceso de construcción del culto. El mito de Juárez apela, en distintos momentos y a partir de diversas estrategias, a alguna de estas conceptualizaciones. En muchos casos, de hecho, observamos concordancia entre la reivindicación de su imagen como símbolo del derecho y la referencia a sus atributos indígenas. La construcción del héroe como baluarte de la libertad, por otro lado, se muestra estrechamente asociada con alusiones relativas a su carácter de luchador social, representante de las clases populares y los sectores marginales.
Las estrategias que hacen posible la consolidación de la imagen de Juárez en cualquiera de estos sentidos deben analizarse en función del proceso gracias al cual emergen o se transforman, pero también a partir de su lógica interna. El problema nodal, no obstante, es encontrar categorías lo suficientemente flexibles para abarcar productos de muy distinta índole en términos formales. Por ello debo reiterar que la utilización del análisis retórico para estudiar el fenómeno constituye el eje vertebrador de toda mi propuesta. En el segundo capítulo de esta obra, “Retóricas sobre el héroe”, el problema se atiende de manera puntual y específica, con el análisis formal de un selecto pero también variado repertorio de manifestaciones visuales y textuales, apelando a los tres modos esenciales del discurso retórico contemplados en la tradición grecolatina: encomiástico, judicial y deliberativo. 16Retomo las categorías clásicas en sus aspectos más generales con el propósito de ampliar sus ámbitos de acción, articulando así un esquema bondadoso por su orden y simplicidad.
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