Alberto S. Santos - Amantes de Buenos Aires

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Raquel está a punto de casarse en Buenos Aires cuando recibe la inesperada visita de un abogado portugués, que cambiará su vida por completo. Juntos reconstruirán la historia de los orígenes de ella, marcada por un amor contra todas las reglas, sangre y pasión.
Una fascinante saga familiar entre España, Portugal y la Argentina, basada en hechos reales, que se remonta a un siglo de historia.
Una novela apasionante que retrata cuatro generaciones de mujeres fuertes, que luchan por la verdad del pasado que las une.

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картинка 19

Desde la esquina del atrio de la iglesia de Santa Baia, en Dumbría, Marcela percibió el polvo que levantaban los caballos y la diligencia, que venían de la ciudad herculina con pasajeros, mercaderías y el correo.

Detrás de ella, discretamente, apareció un hombre de unos cuarenta años, el hijo de un rico aristócrata y banquero de la región, que había pasado a dirigir, con notorio éxito, los negocios familiares relacionados con la banca, el transporte de pasajeros y la explotación agrícola. Dueño de una viril belleza, era sumamente apetecido por las jóvenes y las mujeres solteras de las buenas casas de la región, que lo deseaban como consorte desde que había quedado viudo, tres años antes, sin tener hijos.

–¿Esperas otra carta de tu enamorado secreto?

Marcela se estremeció del susto y se ruborizó. Para recomponerse, comenzó a abanicarse.

–Buenas tarde tenga usted también, don Antonio. Sí, eso hago. ¿Y usted también espera correspondencia?

–¿Qué sucedió, Marcela? ¿Por qué me rechazaste así, sin ninguna justificación? Y tutéame, por favor, como habíamos quedado.

La maestra tragó saliva y dirigió la mirada al piso, sin responder.

–Creo que merezco una explicación. Estoy sumamente triste y decepcionado, pero dispuesto a comprender y a perdonar, si me das una buena razón, ahora que esa mujer se ha ido.

Marcela respiró profundamente, manteniéndose con la mirada baja y en silencio.

–¿No respondes nada? ¡Sabes muy bien que esa mujer era una mala influencia para ti! ¡Dónde se ha visto tanta cercanía! Apuesto que fue ella la que hizo de prisa ese arreglo con su hermano inglés, solo para alejarte de mí.

–Don Antonio, por favor…

–Sabes bien que es verdad. Incluso el pueblo estaba harto de ella. ¡Parecía que no tenía vida propia! ¡Conseguirse un macho y hacer su vida es lo que debería haber hecho! Por eso, creo que merezco una explicación.

–No hay nada que explicar, don Antonio. Lamento haberlo hecho ilusionar acerca de una futura relación, pero no debió olvidar que estaba de novia…

–¡¿De novia?! ¡¿De novia con un extraño?! ¡¿Con alguien que nadie ha visto jamás?! ¿Del que nunca me hablaste, ni siquiera cuando te besaba?

–¡Don Antonio, por favor! ¡Alguien puede oír! –lo interrumpió la maestra, ansiosa, mientras se protegía el vientre con la mano.

–¡¿Que alguien puede oír?! ¿Y qué hay de malo en que nos oigan? Todo el mundo sabe que me gustas y que fui personalmente a La Coruña a pedirle tu mano a tu bendita madre. Y para saber si podía contar con ella para ayudarte a cambiar de opinión. Fui a solicitarle su consentimiento para desposarte, querida…

–¡El amor no se compra ni se obliga, don Antonio!

–¡Sé que no! Pero si hay gente loca, capaz de matar para evitar nuestra relación, yo no me voy a quedar sentado. Recuerdas bien lo que sucedió después de que regresaste a mi casa para darle clases de Gramática a mi sobrina menor, ¿no es cierto?

картинка 20

Marcela recordó aquel episodio de principios de abril, en casa de don Antonio de Traba. Luego de terminar de darle la lección a la niña, cuando ambos pensaban que pasaría una hora y media en catequesis, la pequeña regresó más temprano, porque el cura estaba enfermo. La sobrina los encontró en la cama, en la habitación de don Antonio. Y a pesar de las amenazas del tío, en poco tiempo todos los compañeros se enteraron de lo sucedido y el asunto se convirtió en el tema predilecto de los lavaderos públicos de la aldea y de las charlas junto al fogón. Y, una o dos semanas más tarde, llegó también a oídos de Elisa, la maestra de la parroquia de Calo, a quien los vecinos llamaban “el Civil”, por su aspecto viril y su carácter un tanto tosco. Además, todos sabían que cuando Elisa iba a Dumbría a pasar los fines de semana con la maestra Marcela, lo hacía portando lo que llamaban “el despertador”, un revólver siempre listo para disparar. Y también llevaba un puñal y una navaja, escondidos debajo de las ligas.

Y con ese mismo revólver y después de recorrer al galope los once kilómetros que la separaban de Dumbría, Elisa se presentó frente a la casa de don Antonio y lo desafió a duelo.

–¡Si eres hombre, acepta un duelo! ¡Sabes que Marcela está de novia y buscas seducirla y manchar su nombre! ¡Esto debe limpiarse con sangre, cretino!

Don Antonio les pidió consejo a su padre, al médico Pomar y al sacerdote de la aldea. Y todos fueron terminantes en disuadirlo de aceptar el duelo, algo que era una ofensa para la ley divina, pues semejante tradición, ya fuera de uso, según su parecer, solo se podía llevar a cabo entre hombres.

–¡Esa mujer está loca! Cuando alguien se mete con su amiga parece un toro embravecido. Pero no vamos a manchar el nombre de la familia con su sangre. Hay otras maneras de resolver la cuestión, hijo mío.

Don Antonio renunció al duelo a disgusto, ya que habría preferido sacar a Elisa de su camino y que este le quedara libre para desposar a Marcela, como pretendía.

Sin embargo, no tenía idea del elaborado plan que las dos maestras habían concebido, cuando se dieron cuenta de que él estaba decidido a casarse con Marcela y que, con su poder y su influencia, las podía poner en peligro. Desafiar a la familia Traba era el camino directo hacia la desgracia.

En ese contexto, el plan que urdieron para hallar una salida diferente de la que inicialmente habían previsto era arriesgado. Pero el pacto estaba sellado y debían llevarlo hasta el fin.

La relación con don Antonio no había sido pacífica para ninguno de los dos. Marcela se resistía como podía a la seducción de las palabras de ese hombre diestro en el arte de conquistar, y a veces su espíritu dudaba, deslumbrado por las riquezas que él le exhibía con disimulada discreción. Solía ruborizarse, con remordimiento, cuando se descubría a sí misma admirando los rasgos rectilíneos de aquel rostro, y él la atrapaba con una sonrisa que la desarmaba. El aristócrata, por su parte, pasaba las noches enteras imaginando la forma de convencerla de sus propósitos. Y siendo el juego de seducción de resultado imprevisible, este se inició despacio y, poco a poco, fue haciendo que Marcela comenzara a vacilar respecto de la opción que debía elegir. Después de todo, ese era el camino normal en la vida de toda mujer: encontrar a un hombre y casarse. ¿Y qué más podría desear, cuando el hombre más poderoso de la región quería desposarla?

La relación entre ambos continuó y los recíprocos juegos de seducción, las palabras dulces, las sorpresas y los obsequios no se hicieron esperar, hasta que, una tarde de primavera, ella, incapaz de negarse, se dejó llevar hacia la blancura y el calor de las lujosas sábanas del cuarto de don Antonio y permitió que la carne de él se fundiera con la suya, como desde la Creación lo han hecho hombres y mujeres, por pasión, necesidad física o instinto de procreación.

Al final, mientras don Antonio sonreía, feliz de haber consumado su conquista, Marcela corrió al cuarto de baño, se miró al espejo y vio allí a una mujer con los cabellos desordenados y los ojos vacíos y húmedos. No se reconoció. La imagen le pareció un espectro de sí misma. Percibió que un torbellino le removía las entrañas y le perturbaba la razón. Puso la mano entre sus piernas y por primera vez sintió la viscosidad seminal y algo de sangre que se escurría entre sus dedos. Estremecida, empezó a lavarse y a limpiarse frenéticamente. Finalmente, se acurrucó en un rincón y comenzó a llorar, en silencio. Acababa de tener relaciones con alguien a quien no amaba. Y se dio cuenta de que por sus venas comenzaba a correr el intenso veneno del remordimiento.

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