Alberto S. Santos - Amantes de Buenos Aires

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Amantes de Buenos Aires: краткое содержание, описание и аннотация

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Raquel está a punto de casarse en Buenos Aires cuando recibe la inesperada visita de un abogado portugués, que cambiará su vida por completo. Juntos reconstruirán la historia de los orígenes de ella, marcada por un amor contra todas las reglas, sangre y pasión.
Una fascinante saga familiar entre España, Portugal y la Argentina, basada en hechos reales, que se remonta a un siglo de historia.
Una novela apasionante que retrata cuatro generaciones de mujeres fuertes, que luchan por la verdad del pasado que las une.

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El hotel Dorá estaba instalado en un edificio histórico que se correspondía con la típica arquitectura porteña de mediados del siglo xx. Luego de estacionar en los alrededores, Raquel entró rápido por las puertas de vidrio sobre las cuales se leía en letras plateadas el nombre del establecimiento. Miró el reloj: 10.42. Le había sido imposible llegar más temprano.

Se detuvo para ver si alguien la reconocía, pues, más allá del nombre, no sabía nada de la persona que buscaba. A esa hora, era poca la gente en las mesas y los sofás del lobby del hotel. Dos mujeres rubias, de aspecto escandinavo, hablaban animadamente, sentadas en uno de los cómodos sillones de cuero negro, mientras ojeaban un mapa de la ciudad. En el sofá de al lado, apenas separado por una mesa cuadrada sobre la que se veían cinco bolas de un material textil en una elegante bandeja de ratán, un anciano leía el diario. Pasó a su lado, para que se viera obligado a mirarla, en caso de que fuese la persona que la buscaba, pero el hombre ni siquiera alzó la vista del periódico, evidentemente compenetrado en las polémicas de la política nacional. Así que lo descartó.

Más allá, sentado a una mesa de madera para dos, un hombre de poco más de treinta años, moreno y de cabello oscuro, gesticulaba mientras hablaba por teléfono celular. Le echó una ojeada breve a la joven, le sonrió y continuó su animada charla de fútbol, apenas interrumpida por los sorbos de café que tomaba con la mano libre. Raquel también lo excluyó. Al acercarse, se dio cuenta de que hablaba en perfecto castellano. Tal vez la había reconocido de la librería. O le había retribuido una sonrisa galante al ver que ella lo miraba fijo.

En las mesas restantes, algunas parejas tomaban algo mientras conversaban. Como nadie demostraba un interés especial en su presencia, decidió sentarse a una de las mesas vacías y estudiar mejor al resto de los clientes. Estaba mirando el salón, que combinaba el blanco del cielorraso y del piso con el vidrio y la madera de las paredes, decoradas con varias esculturas y pinturas de artistas argentinos, como Juan Carlos Castagnino, Mariano Pagés, Enrique Gaimari y Roberto Rosas, cuando el mozo se acercó con el menú.

–Un té, por favor. De manzanilla.

Volvió a mirar alrededor, concentrándose sobre todo en los hombres. Y de inmediato se sintió irritada al ver que el del teléfono celular continuaba siguiendo sus movimientos y haciéndole sonrisas galantes. Entonces, empezó a sospechar que la confundía con una prostituta o con alguien disponible para algún encuentro casual. Los demás, más allá de alguna mirada curiosa o del discreto disfrute de la elegante y natural belleza de Raquel, no mostraban ningún signo de interés. Verificó la hora: 10.55.

“¡Qué tonta! Todo esto no debe de ser más que una broma. Es cierto que llegué tarde, pero, si era algo tan importante, no entiendo por qué no me esperó. Me quedo hasta la once, y si no pasa nada, me voy”, pensó molesta, mientras exhibía de forma ostensible la tarjeta y la leía una vez más, como para que todos la vieran.

No sucedió nada. Se empezó a sentir incómoda e incluso recelosa, porque no podía dominar mínimamente la situación en la que se había metido. Llamó al mozo, decidida a pagar la cuenta e irse. En ese momento, sonó su teléfono celular. Era un mensaje. Lo leyó con el corazón angustiado. Carmela estaba furiosa por sus reiteradas ausencias. Jamás le había enviado un mensaje tan duro. Le escribió una respuesta rápida: “Perdón, Carmela. Tiene que ver con el sobre que me diste. No sé qué decirte. Estoy cerca, y ya salgo para allá. Si te queda bien, almorzamos juntas y te explico todo”. Unos segundos después, un nuevo mensaje: “Arreglado. A las doce y media. ¡Sin falta!”.

Pagó y mientras el mozo le daba el vuelto en el mostrador, se dio cuenta de preguntar:

–Disculpe, ¿hay algún huésped llamado Márcio Franco?

–Déjeme ver, señorita. Márcio, Márcio… ¡Sí, aquí está! ¿Necesita dejarle algún mensaje?

–No. Quiero decir… sí. Por favor, dígale que estuvo Raquel Contreras. Con eso es suficiente.

–Aguárdeme un minuto, por favor…

El hombre estaba escribiendo el mensaje para dejar junto a la llave de la habitación del huésped, cuando advirtió que en el compartimento había otro papel, que abrió y leyó con atención.

–¡Aguarde! ¿Dijo Raquel Contreras?

–Sí, soy yo. ¿Qué pasa?

–Aquí tengo un mensaje para usted. Lo dejó el colega que sustituí a las diez y media. Se olvidó de avisarme.

–¿Qué dice?

–Solicita que, en caso de que venga Raquel Contreras, se le informe que la esperó hasta alrededor de las diez y media, pero que tuvo que dirigirse con urgencia a la Embajada de Portugal, en frente, donde se demorará cerca de media hora.

Raquel no lo podía creer, mientras escuchaba las disculpas del hombre, que se lamentaba para sí por el descuido y la falta de profesionalismo de los empleados del hotel.

–¿Raquel Contreras? –oyó detrás, en un español con cierto acento.

Se dio vuelta como movida por un resorte, y se topó con un joven de su edad, con unos profundos ojos azules, cabello negro, casi azulado y bien recortado, con un pequeño jopo. Su suave perfume la turbó ligeramente. O quizás fue su sonrisa encantadora. O la armonía de su rostro, en el que sobresalía una quijada que le daba un aspecto tan recio como atractivo. Un rostro de una franqueza increíble. Y la mano estirada, con un leve sudor en la palma…, que se demoró en estrechar, confirmándole que sí, que era Raquel Contreras y que imaginaba que él se llamaba Márcio Franco, mientras el mozo aprovechaba para salir de escena.

–¿Tiene un momento?

–Desde luego –respondió, mientras trataba de recomponerse, porque por primera vez en su vida tenía una extraña sensación, como si un dragón hubiese abierto sus fauces adentro de ella–. Después de todo, tiene algo urgente que contarme, y por eso vine. Nadie soporta que no le revelen un secreto anunciado con tanto misterio.

Él soltó una carcajada, casi hipnotizado por el timbre grave de la voz de la joven. Pero enseguida se reprimió, mientras buscaba un sitio para hablar con comodidad. Señaló un sector donde los demás no podrían escucharlos.

–Antes que nada, permítame presentarme. Mi nombre es Márcio Franco, soy portugués. Vivo en Oporto, en el norte de Portugal, y soy abogado.

–Encantada. Imagino que no necesito presentarme –bromeó Raquel, acomodándose su largo cabello y tirándolo hacia atrás.

El hombre continuaba fascinado con la voz ronca de Raquel, un matiz desconocido para él y que lo hacía estremecer de pies a cabeza. Ella a su vez observaba una cicatriz que su interlocutor tenía en el cuello y que la camisa no lograba esconder, mientras se divertía con el esfuerzo que hacía para hablar en español, y cuyo resultado era un cóctel de palabras que sonaban tan extrañas como divertidas, aunque de fácil comprensión.

–Sí, sé algunas cosas sobre usted. Pero sé más sobre su abuela. Cosas del pasado que tal vez le interesen.

Cuando oyó que mencionaba a su abuela, a Raquel se le despertaron todos los sentidos y abrió grandes los ojos. Una energía indescifrable le recorrió la espalda, como una serpiente que descendiera por sus entrañas y anidara en su vientre. Y sintió un ligero malestar en el estómago.

–¿Cleide?

–Sí, Cleide. La Incógnita.

Raquel no esperaba aquella respuesta tan directa. Su pensamiento voló al gran tabú de la familia, algo que Cleide jamás había revelado. Cuando hablaba de su pasado, su madre, Marcela, era la protagonista inevitable de sus narraciones. Pero jamás había sabi­do quién había sido su padre. Y Raquel era consciente de que su abuela había vivido con aquella herida abierta en el corazón, sobre todo después de los trágicos sucesos que le había contado cuando la llevó a la estatua Suiza y Argentina unidas sobre el mundo , ubicada en el centro del bulevar de la avenida Dorrego, entre Figueroa Alcorta y Lugones.

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