Sea de una forma directa, o bajo modalidades indirectas, la literatura revisada sobre las movilidades presentes ubica a los sujetos periféricos al exterior de los circuitos de las amplias movilidades de donde las clases altas extraen los recursos para el incremento de sus capitales. Fuera de estos corredores, las clases bajas viven procesos de confinamiento al no poder viajar a los espacios que fraguan la acumulación, al tener que desplazarse penosamente dentro de las metrópolis desarticuladas. Es decir, los sujetos periféricos viven instalados en espacios desconectados y marginales. Inmóviles, no pueden tampoco dedicarse como antaño a construir lugares e identidades. En el presente mundo de las movilidades globales, como Bauman indica (2010: 9), el poder para determinar estos espacios pertenece ahora a unas élites globales que, al independizarse con sus amplias movilidades del espacio, se hicieron extraterritoriales. Con las élites se fugó el poder de autodeterminación; quedan aquellos sujetos periféricos, impotentes (Harvey, 1994: 371) y confinados a unos espacios ajenos y constituidos por lógicas y poderes inciertos que impiden cualquier recuperación del lugar.
Desde la literatura revisada, se resalta que, al mismo tiempo que los sujetos periféricos carecen de la capacidad de acomodar sus lugares vitales, las características de estos espacios impiden cualquier tipo de identificación. Los espacios periféricos de que estamos hablando no son ya aquellos cualificados, espacios-texturas en cuyas nervaduras pudiera emerger la idiosincrasia de las identidades particularizadas. Los retazos de los espacios restantes, aquellos desconectados de los circuitos de la movilidad y la acumulación, son espacios funcionalizados y ampliamente abstractos. Al menos así han sido caracterizados al interior de las metrópolis latinoamericanas. La producción masiva de un hábitat periférico destinado a las clases pobres, dispuesta en conjuntos de varios miles de infraviviendas de ínfimas calidades, depara un entorno tan anodino que imposibilita cualquier intento por distinguirse identitariamente en él. En ese entorno abstracto y mercantilizado es imposible generar cualquier vínculo identitario e intento de apropiación. Como indica Alicia Lindón (2008: 142): “este habitante de la periferia habita en una colonia como si su casa estuviera en un plano geométrico o en medio de la nada. Si se ahonda la cuestión, se puede apreciar que detrás de ese significado que vacía discursivamente un espacio que no está vacío, se encuentra un profundo desarraigo e incluso un fuerte rechazo por el lugar”.
En un entorno incierto y donde sólo las clases altas disponen de los recursos para articularse por los mejores proyectos, se corre el riesgo de generar una sociedad a dos velocidades (Castel, 1991: 294): la que pertenece a aquellos sectores hipercompetitivos, que se adhieren ansiosos a las exigencias de la competitividad económica global; y luego la del resto, de todos aquellos que vieron truncarse sus carreras y en algún momento estuvieron desanclados y estigmatizados. Desde la interpretación hegemónica, esta última sociedad se singulariza por su inmovilismo y por su rigidez, características de los seres humanos cotidianos, aquellos que quedaron comprometidos con un proyecto de por vida o con un espacio en específico (Boltanski y Chiapello, 2007: 119).
Una sociedad a dos velocidades genera, al mismo tiempo, una brecha aspiracional. Mientras que el contexto de incertidumbre fomentaba en los más diestros el sentido del riesgo y el de buscar las mejores oportunidades, en esos otros sujetos periféricos crea un desplome de las aspiraciones y de las expectativas. Desde ciertas interpretaciones ideológicas del conservadurismo liberal, se entiende que en un entorno donde la carrera laboral aparece amenazada por la precariedad de los puestos de trabajo, en la que la protección social se desploma progresivamente, o donde las cualificaciones pierden vigencia con el paso de los años, muchos sujetos habrían abandonado ese estímulo por el progreso, por mejorar su condición y la de sus hogares, para refugiarse dentro de la inmovilidad en la formación de los guetos urbanos segregados. La perspectiva neoliberal tiende así a considerar a estos sujetos periféricos como profundamente irresponsables, incapaces de tomar la responsabilidad por sí mismos (Raco, 2012: 44) y de participar en ese juego de las libertades, la búsqueda de los mejores destinos y las amplias movilidades. Los sujetos periféricos serían aquellos que no sólo presentan las peores tasas de movilidad socioespacial, sino quienes, además, se entregaron a valores como la apatía, la anomia, la desesperación o el inmovilismo. Para un mundo conformado desde los criterios de la alta movilidad, los sujetos inmóviles sólo pueden aparecer como seres anómalos y próximos a la depravación.
Dentro de la literatura acerca de la conformación de mundos e identidades móviles, también se ha manifestado que los sujetos periféricos no sólo se caracterizan por quedar atrapados en espacios de la marginalidad. Estos estudios han sido capaces de advertir también que muchos de estos sujetos viven muy destacadas movilidades que, sin embargo, son esencialmente diferentes a las que disfrutan las élites globales. Los viajes y desplazamientos que identificarían a los sujetos periféricos serían movilidades impuestas y forzadas, no autónomas como las que exhiben aquellas élites. A este respecto tenemos que pensar en toda la serie de trabajadores que ayudan y asisten a esas movilidades globales: azafatas, cobradores, choferes, personal de mantenimiento de infraestructuras, empleados de servicios postales; pero también tenemos que pensar en una gran cantidad de población que ha sido expulsada de los espacios que sufren una aguda reestructuración económica o geopolítica: refugiados, migrantes, desplazados, vagabundos, etc. Todos estos sujetos representarían unas movilidades tanto o más amplias que las de los sujetos globales; sin embargo, serían movilidades heterónomas, puestas al servicio de las movilidades de otros, y sin la posibilidad, en consecuencia, de derivar ventajas y acumular para sí otra serie de capitales culturales, económicos, sociales, etcétera.
De hecho, dentro de la literatura revisada, también encontramos tres figuras prototípicas de la tardomodernidad que son ampliamente móviles, pero que se integran dentro de las clases subordinadas. Una de ella son los viajeros pendulares o “commuters”, aquellos que viven en zonas periféricas de la ciudad y tienen que realizar cotidianamente largos viajes, normalmente en transporte público, hacia sus centros de trabajo. La forma típica que adquiere esta figura es la del trabajador de baja clase social, que debe establecer su residencia en el extrarradio urbano, donde encuentra viviendas más económicas, y que, al carecer de automóvil, debe usar rutinariamente un sistema de transporte inconveniente para trasladarse a un centro laboral que se encuentra muy distante (García Peralta, 2011: 107-108). De esta forma, a la experiencia normalmente fatigosa de los puestos de trabajo mal remunerados y descualificados, hay que añadir esas otras tres o cuatro horas que diariamente se dedica al desplazamiento, algo que termina por determinar completamente el tipo de dinámica doméstica que se desarrolla en los hogares (Jacquin, 2007: 58). Aunque la figura del viajero pendular ha sido matizada y se ha indicado que pueden existir sujetos que atribuyan valores como el descanso o la comodidad a estos viajes cotidianos (Edensor, 2011). Sin embargo, para una buena parte de ellos este alargamiento de los viajes al trabajo comporta una serie de experiencias alienantes y penosas, ejemplificando esa forma de vivir una amplia movilidad, pero extremadamente deshabilitante.
Y junto a esta figura se ha citado también la del refugiado o la del migrante económico (Pinder, 2011: 178) como representantes de este tipo de sujetos altamente móviles, pero subordinados. Las experiencias derivadas de este tipo de movilidades de nuevo son muy contrastantes respecto a las vividas por las élites globales. En buena parte de los casos, estos desplazamientos internacionales se producen al margen de la legalidad, habiendo que superar una gran serie de obstáculos policiacos y abusos, y en unas condiciones inseguras e indignas (Elliot y Urry, 2010: 6). Es llamativo que algunos de los espacios globales, para el alto consumo y el disfrute de las élites móviles del presente, han sido construidos por este tipo de migrantes económicos en unas realidades que rompen cualquier estándar de derechos humanos, como ha sucedido en Dubái con los trabajadores hindúes y paquistaníes (Elliot y Urry, 2010: 114).
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