A esta necesidad impuesta por el naciente orden socioeconómico del capitalismo, le acompañó también una serie de formulaciones en el cuerpo de la filosofía política, que consiguieron instaurar el principio de la libertad entendida como libertad de movimiento. El nuevo orden social se entendía integrado por individuos aislados y que, a través de su constante intranquilidad y movimientos, perseguían la satisfacción de sus necesidades (Cresswell, 2006: 14). Restaba por encontrar las bases contractuales que permitieran armonizar todos estos movimientos y desplazamientos individuales, que impidieran salir de un estado de conflicto en la colisión y contraposición de los intereses particulares. Así, el sujeto moderno pasó a entenderse como individuo libre, con la potestad de poder moverse y desplazarse irrestrictamente en la búsqueda de la concreción de sus necesidades. El correlato era que cualquier obstáculo que proviniera de la sociedad o del Estado, y que contuviera el desarrollo de sus actuaciones y movimientos, se consideraría como una grave ofensa y como un atentado a una condición natural de la existencia.
Se puede comprobar que de esta nueva concepción antropológica moderna sólo restaba un paso hasta instaurar la libertad de movimiento como un derecho inalienable del individuo. La constitución de los derechos civiles modernos, sobre los que se asienta todo el entramado liberal de ciudadanía presente, se realizó desde el hito fundamental de la defensa de la libertad de poder desplazarse de ciudad en ciudad para desempeñar el oficio de propia elección (Marshall, 1997: 305). Así, desde los albores del siglo XVIII, la libertad, entendida como movilidad de los individuos, se sitúa como pieza clave para el anclaje del mundo moderno en sus dimensiones social, económica y cultural. Aún hoy, casi trescientos años después, el derecho a la felicidad y al propio bienestar viene intercedido por el disfrute previo del derecho a la libertad y el ejercicio de la movilidad como su herramienta principal (Freudendal-Pedersen, 2009: 59).
No hay que desconocer que buena parte de la constitución infraestructural de las sociedades y ciudades modernas ha estado inspirada por estos principios así instaurados en el orden político y cultural. Sin ir más lejos, la prioridad social que se concedió a determinados medios de transporte privado, como el automóvil frente a medios de transporte colectivo como los tranvías o los trolebuses, se explica en buena medida por la preferencia que mostraban las élites burguesas y las primeras clases profesionales, en los inicios del siglo XX, por fórmulas de transporte que secundaran valores considerados sagrados como la libertad, la autonomía y la independencia (McShane, 1994: 115).
Ahora bien, lo que me interesa de toda esta aproximación es la forma como la construcción de las identidades comenzó a realizarse desde un contexto de movilidades, en lugar desde lugares y arraigos. El considerar que las identidades pueden emerger no sólo desde el afincamiento en un lugar, sino también desde la vivencia de una serie de movilidades constantes, nos obliga a que veamos la problematicidad inscrita en la construcción del sí, que ahora es un sí móvil (Elliot y Urry, 2010: X).
La vinculación de la construcción identitaria con los desplazamientos y movilidades está implícita en varias figuras que se consideraban prototípicas del nuevo orden social que se estaba fraguando. Retomando relatos literarios que se remontan a la Antigüedad en obras como la Odisea o la Eneida, y que narraban la forma como las experiencias derivadas de los viajes eran claves para el enriquecimiento y la construcción de la identidad del viajero, se extiende durante el siglo XVIII y a lo largo de las principales casas, primero aristocráticas, pero luego también burguesas, la práctica del grand tour. El grand tour supuso la institucionalización del viaje como rito de iniciación al espíritu cosmopolita. Inspirados por estos valores, los jóvenes acaudalados de la sociedad europea emprendían viajes a lo largo del continente con la finalidad de que todas sus experiencias les ayudaran a completar su proceso de aprendizaje y de conformación de una personalidad que, de otra manera, hubiera quedado roma y sin lustre. A partir del siglos XVIII, la construcción de la identidad ilustrada pasa por el “ser de mundo”, algo que se asienta en la condición de la movilidad y del viaje. Posteriormente, ya en los siglos XIX y XX, esta práctica se va a vulgarizar y a difundir, constituyendo el fenómeno contemporáneo del turismo (Cresswell, 2006: 15). Como quiera que sea, se impone y se extiende por todo el espectro social el modelo del viaje como una oportunidad para derivar experiencias y enriquecer la propia constitución del sí.
Sin embargo, no todas las movilidades que inciden en la constitución de identidades móviles pasan por ese modelo de la autoexperimentación a través de los viajes y el turismo. El mundo moderno impone también otra serie de movilidades mucho más prosaicas, muchas veces no elegidas, y que comportan también una reconsideración de las antiguas identidades estáticas enraizadas en el lugar. A partir de la segunda mitad del siglo XIX, las movilidades urbanas se convierten en una tónica para la construcción de las cotidianidades y de las identidades de los distintos ciudadanos. En unas ciudades en crecimiento, y que presenciaban el inicio de la funcionalización de los espacios, con la separación de los espacios de residencia de los del trabajo y del ocio, cubrir las distancias entre estos lugares a bordo de los modernos medios de transporte se hizo algo cotidiano. Los desplazamientos se convirtieron en la práctica cotidiana que ayudaba a unificar los pequeños fragmentos temporales y espaciales que precariamente constituían las vidas de los urbanitas (Sheller y Urry, 2000: 744).
Desde estas y otras experiencias que se hacen cotidianas para el sujeto moderno, se impone el comportamiento contrario a aquel que definía a los caracteres hechos en el arraigo al lugar. Al presente pareciera exigirse la separación respecto a la cercanía a la familia, a un lugar o un vecindario por largos años apropiados, y se fomentara la actitud de circundar el mundo (Elliot y Urry, 2010: 123). La importancia que cobran los fenómenos de la movilidad hace que el ser humano moderno se encuentre mayoritariamente desafecto por los lugares estabilizados y se entregue, voluntaria o involuntariamente, a un viaje constante que va componiendo de forma precaria su identidad.
Al contar con ese entorno y contexto caracterizado por amplias y recurrentes movilidades, se ha indicado que la movilidad puede constituirse en un capital, en la medida en que es un recurso que pueden atesorar los sujetos y que consiguen cambiar para obtener y acumular otra serie de recursos, económicos, sociales, educativos, etc. (Kaufmann, Bergman y Joye, 2004: 752). En este sentido, se ha señalado (Urry, 2011: 1) que la movilidad conduce a la constitución de un capital que permite vincularse con entornos socioespaciales más o menos productivos.
Si la movilidad se convierte en ese recurso que cobra una creciente importancia para determinar procesos de ascensos y de descensos sociales, se inaugura un programa de investigación centrado en estudiar cómo se llega a atesorar y acumular. Desde el punto de vista de las identidades, el estudio de los mecanismos para la acumulación de capital se transforma en la indagación sobre la conformación de las competencias de movilidad. En otras palabras, cómo se forman en los sujetos hábitos y disposiciones que llevan a manejar y a atesorar una cohorte de movilidades diferenciada.
A la vez que podemos apreciar estas transformaciones en la construcción de las identidades, observamos que ocurre algo similar con la disposición de los espacios. En el presente periodo neoliberal, las movilidades no se producen entre espacios y condiciones sociales estables, duraderas y predecibles, algo que podía suceder en las fases previas del capitalismo mercantil o del industrial. En la actualidad, una profunda incertidumbre permea los escenarios y arreglos socioespaciales. Las inversiones y desinversiones se asientan y salen de los distintos territorios con una volatilidad tal que desestabilizan las mismas características que se consideraban propias del lugar. Si el lugar antes era ese espacio estable que aseguraba el asiento de las identidades, ahora los espacios neoliberales flexibilizados son un elemento más que labra la incertidumbre y el riesgo de los tiempos presentes. En esa tesitura, desde la década de 1990, ciertos teóricos han propuesto sustituir como eje de análisis de las sociedades contemporáneas el enfoque de la clase social por el del riesgo (Blossfeld, Buchholz y Hofäker, 2009: 54).
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