Para quienes entendieron y callan.
Para los que siempre van a llegar.
Para las muertas por ser mujeres.
Para los palestinos asesinados.
Para las que advierten futuro.
Para quienes leen poemas.
Para las madres con hijos débiles.
Para las ferroviarios y los sicofantas.
Para las estudiantes de Salamanca.
Para algunos de los que odio.
Para los sonrientes borricos.
A quienes sobrevuelan el dolor y la amargura.
A los que fuerzan el destino de las personas como si fueran cosas.
A los que crean monstruos semejantes al Minotauro.
A los que diseñan, cotidianamente, la brutalidad del laberinto.
¡Tantos profetas!
Y ese constante grito de la noche por la que caminamos,
que llena de llantos y quejidos
los bordes oscuros de la vereda fugaz
y de los pasos medidos.
Dios, solamente, creó el miedo,
lo demás es cosa nuestra.
Y nos bastamos.
En los laberintos se indaga la salida. La entrada carece de importancia. En eso se asemejan a la vida, a los ríos, a los errores, a la mirada de una mujer. En eso se diferencian del cielo, del infierno, de la risa y de los poemas.
¿Por dónde salir del laberinto? Cuando alguien advierte que busca una salida, se sabe ya inmerso en la maraña de ciénagas del sentimiento donde se trastornan las personas, pero intuye, a ciencia cierta, que no buscó ni solicitó ni indagó la entrada.
Los laberintos, más que en lugares, se ubican en los recuerdos y los presentimientos, en ese espacio sutil por donde discurre la memoria y, técnicamente, da igual que sean reales o imaginarios.
Incluso cabe pensar en laberintos múltiples o entrelazados, formando combinaciones en el plano o en varias dimensiones, porque traban entre sí, como escamas de pescado, imbricación se denomina, múltiples hechos, no todos ellos fantásticos.
Quien se sumerge en un laberinto adquiere de sí la percepción de sí como lo ajeno, una dificultad más para intentar algún algoritmo o sueño con el que pretender la salida, porque la amargura de no alcanzarse constantemente apenas permite caminar por sus vericuetos, y en un laberinto no se encuentran lugares de descanso o acogida; proseguir siempre constantemente impelido, a la intemperie, caracteriza la intensa opacidad de sus paredes y la angostura; en ocasiones no se puede caminar de frente.
Ahí estás, dentro, sin aquí o allí, en la espesura de un continuo comienzo.
Y en el laberinto habita el Minotauro. En todos los laberintos habita el Minotauro. En su centro.
Y el Minotauro come carne de mujer
I
Y de súbito, con la certeza de la muerte,
del odio,
con la lucidez del pensamiento,
con la sorpresa del amor de quien no quieres,
sobre mí,
en torno a mí,
frente a mí,
ceñido por la atmósfera del duelo,
me sobrevino la ominosa presencia del laberinto,
toda entera,
brutal
como el impacto de una bestia en carga.
Su abrazo intenso de amante angustiado
me golpeó con densidad oscura,
dentro, fuera, inmenso, vacío, aéreo, inasible, opaco,
precedido del olor de la malva,
frío y duro como la tripa de un pez
o el caparazón del cangrejo.
Supe que el laberinto
también dentro de mí habitaba,
contenido en la náusea de la madrugada
y la inquietud sin sosiego,
el llanto detenido,
la pesadumbre de cuerpo derrotado,
la pena de ser humano
y la conciencia enclaustrada:
sin puerta
sin salida
sin entrada.
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